Pero no es la reacción de Leonidis lo que llama la atención, sino la de Okamba. Es la primera vez que abandona su actitud fría y envarada. Se levanta de un salto y empieza a gritar en inglés:
– That's a lie! I never doped. Never!
– Quizá no se dopara, pero le acusaron de hacerlo.
– Estoy deseando acertar, para completar con él mi trío.
Okamba vuelve a sentarse, pero ha perdido su arrogancia.
– Tuve la gripe un par de días antes de un partido con la selección australiana. Tenía muchas ganas de jugar y tomé unos medicamentos muy fuertes para combatir la gripe. Debí informar a mi federación, pero no lo hice. Después del partido pasé por el control antidopaje, di positivo y me expulsaron.
De repente, el gigantón se echa a llorar. Llora como un niño pequeño. Leonidis no sabe qué hacer y se vuelve hacia mí:
– ¿Puede explicarme el propósito de sus preguntas? Es obvio que alteran a mi cliente y quisiera saber si son necesarias.
– Lo son, señor Leonidis. Espere y lo verá.
Miro otra vez a Okamba, que ya se ha calmado un poco.
– Aunque ocurrió hace años, la herida sigue abierta. The wound is still there -me dice en inglés mientras se señala el corazón.
Estaba prácticamente convencido de que a Okamba le había ocurrido lo mismo que a Eftijía Sguridu y Stéfanos Varulkos. No obstante, que lo confirme es un alivio.
– Le entiendo, señor Okamba -le digo-. Dejemos la desagradable historia del dopaje y hablemos de la transferencia de cincuenta mil euros. Cuando le interrogaron, usted declaró que no sabía quién se los había enviado.
– Es cierto, no sé quién fue.
– ¿No tenía el menor indicio?
– Ninguno en absoluto.
Ha contestado con cierta vacilación y me vuelvo hacia Leonidis.
– Le ruego que explique a su cliente que no corre ningún peligro. Un desconocido hizo una transferencia a su nombre y el señor Okamba la cobró. Cobrar un dinero recibido por medios legales no es ningún delito. Hizo bien en cobrarlo.
Leonidis se lo explica a Okamba, quien le escucha con atención. Después Okamba se dirige a mí:
– La última transferencia venía acompañada de una nota -dice.
– ¿Qué decía la nota?
– «De parte de un amigo.»
– ¿Sólo eso?
– Sólo eso.
– ¿Y no tuvo más noticias de él?
Okamba titubea de nuevo.
– Pocos días después recibí una llamada. Una voz me preguntó si estaba contento con la transferencia.
– Esa voz, ¿era de hombre o de mujer?
– De hombre.
– ¿Qué más le dijo?
– Que conocía mi historia y que había sido víctima de una injusticia. Luego me preguntó si estaba satisfecho con mi trabajo. Le respondí que estaba muy satisfecho y muy agradecido al señor Zisimópulos. Entonces me preguntó a qué dedicaba su tiempo el señor Zisimópulos ahora que estaba jubilado. «A su jardín», le contesté. Preguntó si pasaba muchas horas en el jardín y yo le dije cuántas y cuándo.
Fue así como el asesino obtuvo la información que necesitaba. Muy sencillo.
– Y cuando asesinaron al señor Zisimópulos, ¿no se le ocurrió que era la información que precisaba el asesino?
– ¡No! -exclama aterrorizado-. Jamás se me pasó por la cabeza. Me doy cuenta ahora que usted lo dice. El señor Zisimópulos y sus hijos son mis benefactores. Yo nunca le hubiera hecho daño, se lo juro.
– Le creo -contesto simplemente.
De repente, Leonidis se pone de pie hecho un basilisco.
– ¿Y por qué yo no sabía nada de todo esto? -grita a Okamba-. ¿Por qué me lo ha ocultado?
Ya que el abogado ha asumido espontáneamente el papel del poli malo, yo aprovecho para hacer de poli bueno.
– Porque nadie se lo preguntó, letrado. Cuando lo interrogaron, se centraron en la cuestión del terrorismo y mis colegas trataban de descubrir a unos cómplices que no existían. Nos lo cuenta ahora porque la investigación ha descartado la hipótesis terrorista y queremos averiguar otras cosas.
Leonidis se relaja en su asiento y yo me dirijo de nuevo a Okamba, que ha apoyado la cabeza en ambas manos.
– Una última pregunta. El hombre que le llamó, ¿hablaba en inglés?
– Sí, señor.
– ¿Y cómo hablaba? ¿Como los ingleses?
– No, como el señor Zisimópulos.
Ya no cabe duda de que el sospechoso es griego. Les digo a los dos:
– Hemos terminado. Imprimiremos la declaración, usted la leerá y el señor Okamba la firmará. Después podrá irse a casa.
Me miran con alivio, aunque Okamba parece apesadumbrado.
– El desconocido que llamó… -dice Leonidis-. Ustedes podrían registrar las llamadas recibidas en el domicilio del señor Okamba y averiguar su número de teléfono.
– Lo haré, aunque sé que no servirá de nada.
– ¿Por qué no?
– Porque estoy casi convencido de que llamó desde una cabina.
Me levanto para despedirme de ellos.
– He oído hablar muy bien de su hija, señor comisario -dice Leonidis al tiempo que me estrecha la mano.
– ¿De mi hija? ¿Quién le ha hablado de ella?
– El señor Seimenis es un colega y un buen amigo. Hace poco me estuvo hablando de su hija, está encantado con ella.
Normalmente, las desgracias llueven a mares y las alegrías, con cuentagotas. Hoy, para mí, los términos se han invertido.
44
Dermitzakis entra en mi despacho con una sonrisa de oreja a oreja.
– Varulkos les entregó las pegatinas -anuncia-. Los chavales le han reconocido a la primera.
Como ya me lo esperaba, la noticia no me sorprende. No conozco a nadie que haya pagado tan generosamente por ver cumplidos sus deseos.
He ordenado que esta tarde me traigan a Sguridu y a Varulkos al mismo tiempo, porque quiero someterlos a un careo. En la hora libre que tengo por delante, quiero ordenar un poco mis ideas y prepararme para el interrogatorio. Pero mis planes no incluían un imprevisto, que, en este caso, es Guikas.
– Quiere verle de inmediato -me dice Stela.
Comprendo la urgencia en cuanto entro en su despacho. Frente a mi jefe está sentado el agregado de Holanda.
– El señor Schiffel ha venido para que le informemos -dice Guikas.
Podría haberle informado él sólito, pero quiere utilizarme como un refuerzo o para que le saque las castañas del fuego, según se mire. Sin embargo, no estoy preparado para informar a Schiffel. En primer lugar, porque aún no sé quién es el asesino y, en segundo lugar, porque no puedo revelarle los datos que sí sé.
– La investigación avanza, señor Schiffel -le digo vagamente-. Hemos hecho grandes progresos desde nuestro último encuentro y esperamos poder realizar detenciones a lo largo de los próximos días.
– Verá, la familia del señor De Moor nos está presionando mucho…
– Lo entiendo. Nosotros también recibimos presiones y queremos poner fin a este asunto, pero los interrogatorios llevan su tiempo, aun estando en el buen camino.
– Lo malo para nosotros es que la familia de De Moor no vive en Grecia y, por lo tanto, no sabe que los griegos pertenecen a la eurozona pero no al eurotiempo. Usan la misma moneda que nosotros, pero para ellos el tiempo corre de otra manera.
Guikas y yo nos volvemos al unísono para mirarle. Al parecer, no sólo lo hacemos al mismo tiempo sino también con la misma expresión asesina, porque Schiffel se retracta al instante.
– Disculpen, era una broma.
Lo bueno de los europeos es que llevan las disculpas en el bolsillo, se trate de una grosería o de una carnicería.
– Mire, tenga un poco más de paciencia -le aconseja Guikas muy serio-. Las prisas de los británicos tras el asesinato de Robinson no ayudaron en absoluto; nos abocaron a un camino equivocado y perdimos un tiempo valioso.