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Por descansar del barullo y de los empellones, de los zarandeos de la multitud, del mareo de los colores, el Amo, vestido de Montezuma, entró en la “Botteghe di caffé” de Victoria Arduino, seguido del negro, que no había creído necesario disfrazarse al ver cuán máscara parecía su cara natural entre tantos antifaces blancos que daban, a quienes los llevaban, un medio rostro de estatua. Allí estaba sentado ya, en una mesa del fondo, el Fraile Pelirrojo, de hábito cortado en la mejor tela, adelantando su larga nariz corva entre los rizos de un peinado natural que tenía, sin embargo, como un aire de peluca llovida. -“Como he nacido con esta careta no veo la necesidad de comprarme otra” -dijo, riendo.-“¿Inca?” -preguntó después, palpando los abalorios del emperador azteca. -“Mexicano” -respondió el Amo, largándose a contar una larga historia que el fraile, ya muy metido en vinos, vio como la historia de un rey de escarabajos gigantes -algo de escarabajo tenía, en efecto, el peto verde, escamado, reluciente, del narrador-, que había vivido no hacía tanto tiempo, si se pensaba bien, entre volcanes y templos, lagos y teocallis, dueño de un imperio que le fuera arrebatado por un puñado de españoles osados, con ayuda de una india, enamorada del jefe de los invasores. -“Buen asunto; buen asunto para una ópera…” -decía el fraile, pensando, de pronto, en los escenarios de ingenio, trampas, levitaciones y “machinas”, donde las montañas humeantes, apariciones de monstruos y terremotos con desplome de edificios, serían del mejor efecto, ya que aquí se contaba con la ciencia de maestros tramoyistas capaces de remedar cualquier portento de la naturaleza, y hasta de hacer volar un elefante vivo, como se había visto recientemente en un gran espectáculo de magia. Y seguía el otro hablando de hechicerías de teules, sacrificios humanos y coros

de noches tristes, cuando apareció el ocurrente sajón, amigo del fraile, vestido con sus ropas de siempre, seguido del joven napolitano, discípulo de Gasparini, que, quitándose el antifaz por harto sudado, mostró el semblante astuto y fino que siempre se le alegraba en risas cuando contemplaba la cara obscura de Filomeno: – “Hola, Yugurta…” Pero el sajón venía de pésimo humor, congestionado por el enojo -también, desde luego, por algunos tintazos de más- porque un mamarracho cubierto de cencerros le había meado las medias, huyendo a tiempo para esquivar una bofetada que, cayendo en la nalga de un marico, hubiese puesto la víctima a ofrecer la otra mejilla, creyendo que el halago le venía en serio. – “Cálmate -dijo el Fraile Pelirrojo-: Ya sé que la “Agripina” tuvo, esta noche, más éxito que nunca.”-“¡Un triunfo! -dijo el napolitano, vaciando una copa de aguardiente dentro de su café-: El Teatro Grimani estaba lleno.” Buen éxito, tal vez, por los aplausos y aclamaciones finales, pero el sajón no podía acostumbrarse a este público: “Es que aquí nadie toma nada en serio.” Entre canto de soprano y canto de “castrati”, era un ir y venir de los espectadores, comiendo naranjas, estornudando el rapé, tomando refrescos, descorchando botellas, cuando no se ponían a jugar a los naipes en lo más trabado de la tragedia. Eso, por no hablar de los que fornicaban en los palcos -palcos demasiado llenos de cojines mullidos-, tanto que, esa noche, durante el patético recitativo de Nerón, una pierna de mujer con la media rodada hasta el tobillo había aparecido sobre el terciopelo encarnado de una barandilla, largando un zapato que cayó en medio de la platea, para gran regocijo de los espectadores repentinamente olvidados de cuanto ocurría en la escena. Y, sin hacer caso de las carcajadas del napolitano, se dio Jorge Federico a alabar las gentes que, en su patria, escuchaban la música como quien estuviese en misa, emocionándose ante el noble diseño de un aria o apreciando, con seguro entendimiento, el magistral desarrollo de una fuga… Transcurrió un grato tiempo entre bromas, comentarios, hablar mal de éste y de aquél, contar la historia de cómo una cortesana, amiga de la pintora Rosalba (“yo me la tiré anoche” -dijo Montezuma), había desplumado, sin darle nada a cambio, a un rico magistrado francés; y entretanto, sobre la mesa, habían desfilado varios frascos panzones, envueltos en pajas coloreadas, de un tinto liviano, de los que no ponen costras moradas en los labios, pero se cuelan, bajan y se trepan, con regocijante facilidad.-“Este mismo vino es el que toma el Rey de Dinamarca, que se está corriendo la gran farra de carnaval, de supuesto incógnito, bajo el nombre de Conde de Olemborg” -dijo el Pelirrojo.-“No puede haber reyes en Dinamarca -dijo Montezuma que empezaba a estar seriamente pasado de copas-: No puede haber reyes en Dinamarca porque allí todo está podrido, los reyes mueren por unos venenos que les echan en los oídos, y los príncipes se vuelven locos de tantos fantasmas como aparecen en los castillos, acabando por jugar con calaveras como los chamacos mexicanos en día de Fieles Difuntos”… Y como la conversación, ahora, iba derivando hacia divagaciones hueras, cansados del estruendo de la plaza que los obligaba a hablar a gritos, aturdidos por el paso de las máscaras blancas, verdes, negras, amarillas, el ágil fraile, el sajón de cara roja, el riente napolitano, pensaron entonces en la posibilidad de aislarse de la fiesta en algún lugar donde pudiesen hacer música. Y, poniéndose en fila, llevando de rompeolas y mascarón de proa al sólido tudesco seguido de Montezuma, empezaron a surcar la agitada multitud, deteniéndose tan sólo, de trecho en trecho, para pasarse una botella del licor de cartujos que Filomeno traía colgada del cuello por una cinta de raso -arrancada, de paso, a una pescadera enfurecida que lo había insultado con tal riqueza de apóstrofes que allí los calificativos de “coglione” e hijo de la grandísima puta venían a quedar en lo más liviano del repertorio.

V

Desconfiada asomó la cara al rastrillo la monja tornera, mudándosele la cara de gozo al ver el semblante del Pelirrojo: – “¡Oh! ¡Divina sorpresa, maestro!” Y chirriaron las bisagras del portillo y entraron los cinco en el Ospedale della Pietá, todo en sombras, en cuyos largos corredores resonaban, a ratos, como traídos por una brisa tornadiza, los ruidos lejanos del carnaval.-“¡Divina sorpresa!” -repetía la monja, encendiendo las luces de la gran Sala de Música que, con sus mármoles, molduras y guirnaldas, con sus muchas sillas, cortinas y dorados, sus alfombras, sus pinturas de bíblico asunto, era algo como un teatro sin escenario o una iglesia de pocos altares, en ambiente a la vez conventual y mundano, ostentoso y secreto. Al fondo, allá donde una cúpula se ahuecaba en sombras, las velas y lámparas iban estirando los reflejos de altos tubos de órgano, escoltados por los tubos menores de las voces celestiales. Y preguntábanse Montezuma y Filomeno a qué habían venido a semejante lugar, en vez de haberse buscado la juerga adonde hubiese hembras y copas, cuando dos, cinco, diez, veinte figuras claras empezaron a salir de las sombras de la derecha y de las penumbras de la izquierda, rodeando el hábito del fraile Antonio con las graciosas blancuras de sus camisas de olán, batas de cuarto, dormilonas y gorros de encaje. Y llegaban otras, y otras más, aún soñolientas y emperezadas al entrar, pero pronto piadoras y alborozadas, girando en torno a los visitantes nocturnos, sopesando los collares de Montezuma, y mirando al negro, sobre todo, a quien pellizcaban las mejillas para ver si no eran de máscara. Y llegaban otras, y otras más, trayendo perfumes en las cabelleras, flores en los escotes, zapatillas bordadas, hasta que la nave se llenó de caras