Había un bonito monumento de granito en memoria de las seis víctimas del atentado, erigido entre las Torres Gemelas, justamente encima del sitio donde se había producido la explosión en el garaje subterráneo.
Luego estaba la explosión del avión de la TWA, que puede haber sido o no un tanto apuntado por el equipo visitante.
Y luego estaba el caso de Asad Khalil, que desde mi punto de vista era un ataque terrorista, pero que el gobierno había disimulado como una serie de asesinatos cometidos por un hombre de ascendencia libia que sentía una animadversión personal contra un grupo de ciudadanos estadounidenses.
Eso no era exactamente así, como puedo atestiguar, pero si lo dijera, estaría quebrantando la ley, según ciertos juramentos que había hecho y documentos que había firmado, todos ellos relacionados con la seguridad nacional y cosas por el estilo.
Este mundo de la seguridad nacional y el contraterrorismo era un mundo verdaderamente diferente del que yo estaba acostumbrado, y todos los días tenía que convencerme a mí mismo de que esta gente sabía lo que estaba haciendo. En alguna parte, sin embargo, en el fondo de mi nada complicada mente, yo albergaba dudas.
Me levanté, me puse la chaqueta y le dije a Harry:
– Llámame al busca si alguien convoca una reunión.
– ¿Adónde vas?
– A una misión peligrosa. Es posible que no regrese.
– Si lo haces, ¿podrías traerme un rollito de salchicha polaca? Sin mostaza.
– Haré todo lo que pueda.
Me marché de prisa, echando un vistazo a Kate, quien estaba con la vista fija en la pantalla de su ordenador. Entré en el ascensor, bajé hasta el vestíbulo y salí a la calle.
En la era de los teléfonos móviles aún quedan algunas cabinas de teléfonos públicos y me metí en una que había en Broadway. Tenía calor y el cielo comenzaba a cubrirse.
Busqué en mi móvil el número del móvil de Dick Kearns y utilicé el teléfono público para llamarlo.
Dick, un viejo colega de homicidios del NYPD, había abandonado la ATTF hacía pocos meses y ahora era un civil contratado por los federales que realizaba comprobaciones de antecedentes para conceder autorizaciones de seguridad.
– ¿Hola? -contestó.
– ¿Hablo con Servicios de Investigación Kearns?
– Sí.
– Creo que mi esposa está teniendo una aventura. ¿Podría encargarse de seguirla?
– ¿Quién habla? ¿Corey? Jodido cabrón.
– Pensé que te dedicabas a cuestiones matrimoniales.
– No, pero en tu caso estoy dispuesto a hacer una excepción.
– Dime, ¿qué haces a la hora de comer? -le pregunté.
– Estoy ocupado. ¿Qué ocurre?
– ¿Qué estás haciendo ahora?
– Hablando contigo. ¿Dónde estás?
– Delante del edificio federal.
– ¿Me necesitas ahora?
– Sí.
Hubo una pausa, luego Dick dijo:
– Estoy en casa. En Queens. Trabajo desde casa -añadió-. Un trabajo genial. Deberías considerarlo.
– Dick, no puedo perder el tiempo con tonterías toda la mañana. Reúnete conmigo lo antes posible en aquel lugar de Chinatown. ¿Sabes dónde digo?
– ¿El One Hung Low?
– Exacto. Junto al restaurante vietnamita llamado Phuc Yu.
Colgué el auricular, encontré un carrito de venta de comida y compré un par de rollitos de salchichas polacas, uno sin mostaza.
Regresé al edificio federal y a mi cubículo.
Le di a Harry su salchicha polaca, fui hasta donde estaba la cafetera y me serví una taza de café solo. En la pared había pósters de búsqueda del FBI en inglés y árabe, entre ellos, dos del señor Osama bin Laden, uno por el ataque perpetrado contra el USS Cole y otro por los ataques contra las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania. Daban cinco millones de dólares de recompensa por su cabeza, pero hasta ahora, no había habido ningún beneficiario, lo que me parecía bastante extraño. Por cinco millones de pavos, la mayoría de la gente entregaría a su mejor amigo y hasta su madre.
La otra cosa extraña era que Bin Laden nunca se había adjudicado la autoría de unos atentados que supuestamente había organizado. Era la CIA la que lo había señalado, pero me preguntaba cómo estaban tan seguros de que había sido él. La cuestión era, como había discutido con Kate el día anterior, que los terroristas individuales y los grupos terroristas aparentemente habían dejado de vanagloriarse de sus acciones y ése podría ser el caso en la explosión del vuelo 800 de la TWA.
Miré el rostro de Osama bin Laden en el póster del FBI. Un tío de aspecto extraño. De hecho, todos estos tíos de Oriente Medio que aparecían en la docena de pósters que adornaban la pared tenían un aspecto inquietante, pero quizá cualquiera que estuviese en uno de esos pósters parecería un delincuente.
También miré el póster de mi viejo enemigo, Asad Khalil, alias el León. Era el único tío que parecía bastante normal -limpio y bien parecido-, pero si te fijabas en esos ojos, podías ver aquello que te metía el miedo en el cuerpo.
El texto que había debajo de la fotografía del señor Khalil era vago, sólo hablaba de múltiples asesinatos de norteamericanos y europeos en diferentes países. La recompensa ofrecida por el Departamento de Justicia era de un miserable millón de pavos, algo que yo encontraba insultante, teniendo en cuenta que ese cerdo había intentado matarme y aún estaba libre.
Regresé a mi escritorio, me senté, entré en Internet y tecleé «TWA 800».
La gente de seguridad interna suelen comprobar la información a la que estás accediendo, naturalmente, pero si me estaban vigilando, ya sabían lo que buscaba.
Vi que examinar las entradas para el vuelo 800 de la TWA podía llevarme una semana, de modo que primero visité el sitio web de la FIRO y dediqué media hora a leer acerca de conspiraciones y encubrimientos.
Entré en otros sitios web y leí algunos artículos de investigación publicados en diarios y revistas. Los artículos más antiguos, me di cuenta, aquellos que habían sido escritos dentro de los seis meses posteriores a la caída del avión, planteaban muchas preguntas a las que no se daba respuesta en los artículos escritos más tarde, incluso por aquellos periodistas que inicialmente las habían formulado.
Sentí que Harry me estaba mirando y alcé la vista.
– ¿Piensas comerte eso? -me preguntó.
Le pasé el bocadillo de salchicha polaca por encima del tabique móvil que separaba nuestros respectivos cubículos, salí de Internet y apagué el ordenador.
Me puse la chaqueta y le dije:
– Llego tarde a mi clase de sensibilización.
Harry rió entre dientes.
Me dirigí al cubículo de Kate y ella apartó la vista de la pantalla del ordenador, salió de lo que fuese que estuviera leyendo, que debía de ser un material al que yo no tenía autorización para acceder o bien un correo electrónico de su novio.
– Tengo que ver a alguien -le dije.
La mayoría de las esposas preguntarían: «¿A quién?», pero ella sólo preguntó:
– ¿Cuánto tiempo?
– Menos de una hora. Si luego estás libre, podemos encontrarnos para comer en Ecco. A la una.
Kate sonrió.
– Es una cita. Me encargaré de hacer la reserva.
No la besé en la mejilla ni nada por el estilo, pero sí rocé su hombro con los dedos.
Abandoné el edificio y compré el Daily News en el kiosco de periódicos de la esquina y recorrí las pocas manzanas que me separaban de Chinatown.
Muchos policías, y también agentes del FBI, concertaban citas en Chinatown. ¿Por qué? Porque resultaba mucho más fácil detectar si alguien te estaba siguiendo, a menos, por supuesto, que te estuviese siguiendo un chino. Además, era barato. No tenía idea de dónde concertaban sus citas los tíos de la CIA, pero sospechaba que lo hacían en el Yale Club. En cualquier caso, aparentemente nadie me había seguido desde el 26 de Federal Plaza.
Pasé delante del pequeño restaurante llamado Dim Sum Go, que el NYPD había vuelto a bautizar cariñosamente como One Hung Low, luego volví y ocupé una mesa en un reservado de la parte trasera, mirando hacia la puerta.