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Roxanne volvió a sonreír y se dio una leve bofetada en la mejilla. Era realmente muy guapa o yo había estado demasiado tiempo en el desierto.

Continuó hablando y su memoria mejoraba con ayuda del vino y los cigarrillos.

Cuando hubo acabado, le pregunté:

– ¿Es esto, más o menos, lo que les contó a los agentes del FBI?

– Casi en su mayor parte. ¿Por qué es tan importante?

– Nunca lo sabemos hasta que preguntamos.

Ella encendió otro cigarrillo y me ofreció uno, que no acepté.

Comprendí que mi tiempo con Roxanne se estaba acabando, teniendo en cuenta la caminata de quince minutos desde su apartamento, que, si yo fuese su novio, haría en diez minutos.

Ella percibió que estaba por marcharme y me dijo:

– Quédese y conozca a Sam.

– ¿Por qué?

– Le gustaría.

– ¿Le gustaría yo a él?

– No. Ésa es la cuestión.

– No sea mala.

Se echó a reír y luego dijo:

– De verdad, no se marche.

– Bueno… necesito una taza de café antes de regresar en coche a Nueva York.

– ¿Vive en Nueva York?

– Así es. En Manhattan.

– Allí es donde me gustaría vivir cuando acabe de estudiar.

– Buena idea.

Le hice una seña a la camarera y pedí un café.

Roxanne y yo continuamos hablando de trivialidades, algo que puedo hacer cuando mi cerebro está en otra parte. No había hecho ese largo camino desde Yemen hasta Filadelfia para ligar con una universitaria. ¿O sí?

CAPÍTULO 34

El novio se retrasaba, Roxanne se estaba achispando y la mitad de mi cerebro continuaba a 10.000 metros de altura, mientras que la otra mitad estaba empapada en ron.

Quería marcharme de allí, pero había algo que me mantenía clavado a mi asiento. Fatiga, probablemente, o quizá Roxanne, o tal vez la sensación en las tripas de que si me quedaba el tiempo suficiente, o hacía las preguntas adecuadas, o escuchaba con más atención, acabaría por surgir algo.

La camarera me trajo el café en una gran jarra, bebí el contenido y pedí otra. Hablaba con Roxanne mientras pensaba en cualquier cosa que pudiese haber pasado por alto.

– ¿El televisor estaba encendido cuando entró en la habitación? -pregunté-. Ya sabe, como suele hacerlo la gente cuando quieren que parezca que están en la habitación.

Apagó el cigarrillo en el cenicero y preguntó:

– ¿Hemos vuelto a la habitación?

– Sólo un minuto.

– No, no estaba encendido. De hecho, yo lo encendí.

– ¿Por qué?

– Bueno, se supone que no debemos mirar la tele mientras estamos trabajando, pero quería ver las noticias sobre el accidente del avión.

– No se lo diré a nadie. ¿Qué había en las noticias?

– No lo recuerdo con exactitud. -Sacudió la cabeza y añadió-: Fue algo realmente horrible.

– Lo fue. Tal vez pueda ayudarme con algo. Esa pareja se registró en el hotel aproximadamente a las cuatro y media de la tarde. ¿No? El tío se registró solo. Cuando vuelven a verlos, ya son casi las siete de la tarde, cuando la doncella, Lucita, los vio dirigiéndose hacia su coche y llevando la manta. Nadie parece haberlos visto en esas dos horas y media. De modo que me pregunto, ¿qué hicieron durante ese tiempo? Quiero decir, ¿qué hace la gente en ese hotel por la tarde?

– ¿Me lo pregunta a mí? No lo sé. Supongo que salen de compras, beben una copa. Dan un paseo en coche… Quizá se quedaron en la habitación. Por eso nadie los vio.

– Correcto… pero es demasiado tiempo para quedarse dentro de una habitación de hotel cuando el día es tan agradable.

Roxanne sonrió.

– Tal vez se pusieron románticos. Para eso estaban allí. Disfrutaron del sexo, durmieron un rato, miraron la tele o pusieron alguna cinta romántica.

– Sí.

El problema era que yo realmente quería que hubiesen ido al bar del hotel y pagado las bebidas con una tarjeta de crédito, o dejado el recibo de una tienda de la zona en la papelera de la habitación. Pero no fue eso lo que hicieron.

Me apoyé en la silla, cerré los ojos y bostecé. Parecía que estaba llegando a un callejón sin salida respecto a esas dos horas y media perdidas, pero quizá no fuese un dato tan importante. Una siesta hubiese justificado ese tiempo, o un programa en la tele, o un poco de sexo antes de dar un paseo por la playa. Nada de eso hubiese dejado rastro…

– ¿Está dormido? -preguntó Roxanne.

Abrí los ojos.

– ¿Qué quiere decir con «pusieron alguna cinta»?

– Una cinta de vídeo.

– En la habitación no había ningún reproductor de vídeo.

– Solía haberlo.

Asentí. En aquella época, los aparatos reproductores de vídeo eran comunes en las habitaciones de los hoteles, pero hoy, con la televisión por satélite, el cable, el porno de pago, etcétera, muchos hoteles han prescindido de los reproductores de vídeo. La habitación 203, por ejemplo, ya no tenía uno de esos aparatos, pero aparentemente alguna vez lo tuvo.

– ¿Recuerda si el reproductor de vídeo estaba encendido? -le pregunté a Roxanne.

– Creo que sí. Sí… yo lo apagué.

– ¿Comprobó el aparato para ver si había alguna cinta dentro?-le pregunté.

– Sí. Pulsé el botón para sacar la cinta, pero no salió nada. Es parte de la rutina. Las cintas que traen los huéspedes y luego olvidan dentro del reproductor tienen que ser entregadas en el mostrador de recepción, por si la gente llama para reclamarlas. Las cintas de la biblioteca eran devueltas directamente a la biblioteca o al mostrador de recepción.

– ¿Qué biblioteca?

– La biblioteca del hotel. Hay una biblioteca que presta cintas de vídeo.

– ¿Dónde?

– En el Hotel Bayview. ¿Se ha vuelto a quedar dormido?

Me erguí en mi silla. Estaba completamente despierto.

– Hábleme de esa biblioteca que presta cintas de vídeo.

– ¿Ha estado en el hotel?

– Sí.

– Bien, cuando usted entra hay una especie de salón biblioteca. Venden revistas y periódicos, y prestan libros y cintas de vídeo.

– O sea que se puede pedir prestada una cinta de vídeo…

– Es lo que le estoy diciendo.

– ¿Cuando habló con los agentes del FBI, surgió este tema en algún momento?

– No.

Volví a apoyarme en el respaldo y miré al vacío. No era posible que a Liam Griffith y/o Ted Nash se les hubiese pasado por alto. ¿O sí? Quiero decir, incluso yo, John Corey, había pasado por alto la importancia de esa biblioteca cuando la vi. Y soy detective.

Pero quizá me estaba entusiasmando demasiado y mostrándome excesivamente optimista.

– ¿Había que pagar algo por una cinta de vídeo? ¿Dejar un depósito?

– No. Sólo había que firmar. Lo mismo con los libros. -Se quedó pensativa un momento y luego me preguntó-: Eh, ¿cree que ese tío firmó un resguardo para sacar una cinta de vídeo… y, digamos, dejó su nombre?

– Debería ser detective.

Ella estaba lanzada y dijo:

– Eso fue lo que hicieron en la habitación aquella tarde. Miraron una película. Por eso el reproductor estaba encendido. -Pensó un momento antes de añadir-: De hecho, había dos almohadas apoyadas contra la cabecera de la cama, como si hubiesen estado mirando la tele.

Asentí. Si Don Juan firmó para sacar una cinta de la biblioteca del hotel, no debió de hacerlo con su nombre verdadero. Pero si fue la mujer quien firmó, quizá lo hizo.

– ¿Era necesario presentar alguna clase de identificación para sacar un libro o una cinta de vídeo? -le pregunté a Roxanne.

– No lo creo. Supongo que bastaba con el nombre y el número de la habitación. Debería comprobarlo en el hotel.

Asentí.

– ¿Qué debía firmar el huésped? ¿Un libro? ¿Una tarjeta?

Roxanne encendió otro cigarrillo.

– Era uno de esos talonarios de recibos con una copia de papel carbón rosada -contestó-. El huésped escribía el título del libro o la película en el recibo, lo firmaba y apuntaba el número de su habitación. Luego, cuando el huésped o la doncella devolvían el libro o la cinta de vídeo, les daban la copia de papel carbón rosa como recibo con la palabra «Devuelto». Así de sencillo.