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De pronto cayó la noche, sin casi aviso como ocurre en los trópicos, y aunque el número de viandantes no disminuyó de inmediato, la pérdida de la luz me hizo verla más solitaria, más aislada y más condenada a esperar en vano. Su cita no llegaría. Con los brazos cruzados, apoyaba los codos en las manos, como si cada segundo que transcurría esos brazos le pesaran más, o acaso era el bolso lo que aumentaba de peso. Tenía unas piernas robustas, adecuadas para la espera, que se clavaban en el pavimento con sus tacones muy finos y altos o bien de aguja, pero las piernas eran tan fuertes y llamativas que asimilaban esos tacones y eran ellas las que se clavaban sólidamente —como navaja en madera mojada— cada vez que volvían a detenerse en el punto elegido tras el mínimo desplazamiento a derecha o izquierda. Los talones le sobresalían. Oí un leve murmullo, o era un quejido, procedente de la cama a mi espalda, de Luisa enferma, de mi mujer recién contraída que tanto me interesaba, era mi tarea. Pero no volví la cabeza porque era un quejido que venía del sueño, uno aprende a distinguir en seguida el sonido dormido de aquel con quien duerme. En ese momento la mujer de la calle alzo los ojos hacia el tercer piso en que yo me hallaba y creí que fijaba en mí su vista por vez primera. Escrutó como si fuera miope o llevara lentillas sucias y miró desconcertada, fijando la vista en mí y apartándola un poco y guiñando los ojos para ver mejor y de nuevo fijándola y apartándola. Entonces levantó un brazo, el brazo libre de bolso, en un gesto que no era de saludo ni de acercamiento, quiero decir de acercamiento a un extraño, sino de apropiación y reconocimiento, coronado por un remolino veloz de los dedos: era como si con aquel gesto del brazo y el revoloteo de los dedos rápidos quisiera asirme, más asirme que atraerme hacia ella. Gritó algo que yo no podía oír por la distancia, y estuve seguro de que me lo gritaba a mí. Por el movimiento de los labios adivinados sólo pude entender la primera palabra, y esa palabra era ¡Eh! pronunciada con indignación, como el resto de la frase que no me alcanzaba. Al tiempo que hablaba echó a andar para aproximarse, tenía que cruzar la calle y recorrer la amplia explanada que desde nuestro lado separaba el hotel de la calzada, alejándolo y salvaguardándolo así un poco del tráfico. Al dar más pasos de los que había dado repetidamente durante su espera vi que andaba con dificultad y lentitud, como si los tacones le fueran desacostumbrados, o sus piernas robustas no estuvieran hechas para ellos, o la desequilibrara el bolso o estuviera mareada. Caminaba un poco como había caminado Luisa después de sentirse mal, al entrar en el cuarto para dejarse caer en la cama, donde yo la había desvestido a medias y la había introducido (la había arropado pese al calor). Pero en aquellos andares desazonados también se adivinaba garbo, sustraído en aquel momento: cuando estuviera descalza la mujer mulata caminaría con gamo, le ondearía la falda estrellándose contra los muslos rítmicamente. Mi habitación estaba a oscuras, nadie había encendido la luz al caer la noche, Luisa dormía indispuesta, yo no me había movido de aquel balcón, miraba a los habaneros y luego a aquella mujer que seguía acercándose con paso trastabillado y seguía gritándome lo que ahora ya oía: — ¡Eh! Pero ¿qué tú haces ahí?

Me sobresalté al entender lo que estaba diciendo, pero no tanto porque me lo dijera cuanto por el modo de hacerlo, lleno de confianza, furioso, como de quien se dispone a ajustar unas cuentas con la persona más próxima o a quien está queriendo, que la enoja continuamente. No era que se hubiera sentido observada por un desconocido desde un balcón de un hotel para extranjeros y viniera a reprocharme mi contemplación impune de su figura y de su desairada espera, sino que en mí había reconocido de pronto, al levantar la vista, a la persona que llevaba aguardando quién sabía cuánto tiempo, sin duda desde mucho antes de que yo la individualizara. Aún estaba a distancia, había cruzado la calle sorteando los pocos coches sin buscar un semáforo, y estaba al comienzo de la explanada, donde se había parado, tal vez para descansar los pies y las piernas tan sobresalientes o para alisarse otra vez la falda, ahora con más ahínco puesto que por fin se encontraba ante quien debía juzgar o apreciar su caída, la de la falda. Seguía mirándome y apartando un poco la vista, como si tuviera algún problema de estrabismo, se le iban momentáneamente los ojos hacia mi izquierda. Quizá se había detenido y quedado lejos para hacer ver su enfado y que no estaba dispuesta a que se cumpliera sin más la cita una vez que me había avistado, como si ella no hubiera sufrido o no hubiera habido agravio hasta dos minutos antes. Entonces dijo otras frases, acompañadas todas del gesto inicial del brazo y los dedos móviles, el gesto del asimiento, como si con él dijera 'Tú ven acá', o 'Eres mío'. Pero con la voz decía, una voz vibrante, impostada y desagradable, como de presentador televisivo o político en un discurso o profesor en clase (pero parecía iletrada):

—Pero ¿qué tú haces ahí? ¿No me viste que te estaba esperando desde hace una hora? ¿Por qué no me dijiste que ya tú habías subido?

Creo que lo decía así, con esa leve alteración del orden de las palabras y abuso de los pronombres respecto a lo que yo habría dicho, o cualquier persona de mi país, supongo. Aunque seguía sobresaltado y además empecé a temer que los gritos de aquella mulata despertaran a Luisa a mi espalda, pude fijarme mejor en el rostro, que en efecto era el de una mulata muy pálida, quizá tenía una cuarta parte de negra, más visible en los labios gruesos y en la nariz algo roma que en el color no muy distinto del de Luisa en la cama, que llevaba varios días bronceándose en las playas para recién casados. Los ojos guiñados de la mujer me parecieron claros, grises o verdes o al menos ciruela, pero tal vez, pensé, se había hecho regalar unas lentillas coloreadas, la causa de su visión eficiente. Tenía las aletas de la nariz vehementes, ensanchadas por la ira (tenía cara de velocidad por tanto), y movía la boca en exceso (ahora habría leído sin dificultad en sus labios de haberme hecho falta), con muecas parecidas a las de las mujeres de mi país, es decir, de consustancial desprecio. Se siguió aproximando hacia mí, cada vez más indignada al no recibir respuesta, siempre repitiendo el mismo gesto del brazo, como si no tuviera más recurso expresivo que ese, un largo brazo desnudo que daba un golpe seco en el aire, los dedos bailando a la vez un instante como para cogerme y luego arrastrarme, una zarpa. 'Eres mío', o 'Yo te mato'. — ¿Tú estás idiota o qué te pasa? ¿Encima te has quedado mudo? Pero ¿por qué tú no me contestas?

Estaba ya bastante cerca, había avanzado por la explanada unos diez o doce pasos, los suficientes para que ahora su voz estridente no sólo se oyera, sino que empezara a atronar el cuarto; los suficientes también, creí, para que me viera sin vacilaciones por miope que fuera, por tanto parecía indudable que yo era la persona con la que había convenido una cita importante, quien la había angustiado con mi retraso y la había ofendido desde el balcón con mi vigilancia callada que seguía ofendiéndola. Pero yo no conocía a nadie en La Habana, es más, era la primera vez que me hallaba en La Habana, en mi viaje de novios con mi mujer tan reciente. Me volví por fin y vi a Luisa incorporada en la cama, con los ojos muy fijos en mí pero sin conocerme aún ni reconocer dónde estaba, esos ojos febriles del enfermo que despierta asustado y sin haber recibido previo aviso de su despertar en el sueño. Estaba erguida, y el sostén se le había descolocado mientras dormía, o bien en el movimiento brusco que acababa de hacer al incorporarse: lo tenía ladeado, descubierto un hombro y casi un pecho, debía de estarle tirando, lo habría pillado con su propio cuerpo olvidado en el malestar y el adormecimiento.

— ¿Qué pasa? —dijo aprensivamente. —Nada —dije yo—. Vuelve a dormirte.

Pero no me atreví a llegarme hasta ella y acariciarle el pelo para tranquilizarla de veras y que volviera al sopor, como habría hecho en cualquier otra circunstancia, porque a lo que no me atrevía en aquel instante era a abandonar mi puesto en el balcón, ni a apartar apenas la vista de aquella mujer que estaba convencida de haber quedado conmigo, ni a rehuir por más tiempo el diálogo abrupto que desde la calle se me imponía. Era una lástima que habláramos la misma lengua, y la comprendiera, porque lo que aún no era diálogo se tornaba ya violento, quizá porque no lo era, no era diálogo.

—¡Yo te mato, hijo de puta! ¡Te lo juro que yo te mato aquí mismo! —gritaba la mujer de la calle.

Lo gritaba desde el suelo y sin poder mirarme, porque justo en el momento en que yo me había vuelto para decirle a Luisa cuatro palabras, a la mulata se le había salido un zapato y había caído, sin hacerse daño pero ensuciándose al instante la falda blanca. Gritaba esto, 'Yo te mato', y se iba alzando, un revolcón, el bolso siempre colgado del brazo, no lo había soltado, ese bolso no lo soltaría aunque la despellejaran, intentaba sacudirse o limpiarse la falda con una mano y tenía un pie descalzo, levantado en el aire, como si no quisiera en modo alguno posarlo y mancharse también la planta, ni las puntas de los dedos siquiera, el pie que podría ver el hombre al que ya había encontrado, verlo de cerca, arriba, y tocarlo más tarde. Me sentí culpable hacia ella, por la espera y por su caída y por mi silencio, y también culpable hacia Luisa, mi mujer recién contraída que me estaba necesitando por vez primera desde la ceremonia, aunque sólo fuera un segundo, el necesario para secarle el sudor que le empapaba la frente y los hombros y ajustarle o quitarle el sostén para que no le tirara y hacerla regresar con palabras al sueño que la curaría. Ese segundo no podía dárselo en aquel momento, cómo era posible, notaba con fuerza las dos presencias que casi me paralizaban y enmudecían, una fuera y otra dentro, ante mis ojos y ante mi espalda, cómo era posible, me sentía obligado hacia ambas, allí tenía que haber un error, no podía sentirme culpable hacia mi mujer por nada, por una demora mínima en la hora de atenderla y calmarla, y menos aún hacia una desconocida ofendida, por mucho que ella creyera que me conocía y que era yo quien la ofendía. Estaba haciendo equilibrios para volver a ponerse el zapato sin pisar el suelo con el pie descalzo. La falda era un poco estrecha para realizar esta operación con éxito, sus pies de huesos demasiado largos, y mientras lo intentó no gritó, sino que mascullaba, no podemos estar muy atentos a los demás mientras tratamos de recomponer la figura. No tuvo más remedio que apoyar el pie, que se le ensució al instante. Lo volvió a levantar como si el suelo la hubiera contaminado o quemado, se sacudió el polvo como se sacudía Luisa la arena seca en las playas justo antes de abandonarlas, a veces al caer la noche; introdujo los dedos del pie en el zapato, el empeine; luego, con el índice de una mano (la mano libre de bolso), se ajustó la tira del talón que sobresalía bajo aquella tira (la tira del sostén de Luisa seguiría caída, pero yo no la veía ahora). Sus piernas robustas pisaron otra vez con firmeza, golpeando el pavimento como si fueran cascos. Dio tres pasos más sin alzar aún de nuevo la vista, y cuando la alzó, cuando abría la boca para insultarme o amenazarme e iniciaba por enésima vez el ademán prensil, uña de león, aquel que agarraba y significaba 'No te librarás de mí' o "Eres mío" o "Conmigo al infierno", lo suspendió en el aire, y el brazo desnudo quedó congelado en lo alto, como el de un atleta. Le vi la axila recién afeitada, se había repasado entera para su cita. Miró una vez más a mi izquierda y me miró a mí y miró a mi izquierda y a mí.