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– ¿Cómo está el capitán Urdemalas? -preguntó Pimentel.

Alatriste encogió los hombros. No era cirujano. Y si se encontraba allí solo, estaba claro que a bordo de la Mulata no quedaba nadie con más rango que pudiera tenerse en pie, capitán incluido.

– Señor general que nos rindamos opina, o así -dijo Machín de Gorostiola a bocajarro, quebrando el parlamento como solían los vascongados. Muchos sospechaban que lo hacía a propósito, por igualarse a sus hombres, que lo adoraban.

Lo miró a los ojos Alatriste. No a don Agustín Pimentel, sino al vizcaíno. Éste era cejijunto, pequeño, moreno de barba y blanco de tez, con una nariz grande y manos rudas de soldado. Un vascongado recio, de caserío, con poca instrucción pero muchos redaños. Lo opuesto a la fina estampa del general, que, pese a la palidez de su pérdida de sangre, había palidecido aún más al oír aquello.

– No es tan simple la cuestión -protestó Pimentel.

Ahora se volvió Alatriste a mirar al noble. De pronto se sentía fatigado. Muchísimo.

– Cuestión simple o demonio que la lleve -prosiguió Gorostiola, en tono neutro-, señor general considera con mucha decencia batido hemos, y bandera arriada honrosa sería.

– Honrosa -repitió Alatriste.

– O así.

– Con los turcos.

– Con turcos, pues.

Volvió Alatriste a encogerse de hombros. Calibrar la honra de rendirse después de tanto sacrificio tampoco era asunto suyo. Gorostiola lo observaba con mucho interés. Nunca habían sido amigos, pero se conocían y respetaban, cada uno en su esfera. Luego Alatriste miró al cómitre y al caporal. Sus expresiones eran duras; incómodas, incluso.

– ¿Gente de Mulata así te rindes? -preguntó Gorostiola, alargándole la jarra de vino.

Bebió Alatriste, que tenía una sed de mil diablos, y se pasó la mano por el mostacho.

– Supongo que aceptarían cualquier cosa. Rendirse o pelear… Ya están fuera de toda razón.

– Han hecho más de lo que podían -opinó Pimentel.

Alatriste puso la jarra en la mesa y observó con detenimiento al general, pues nunca lo había visto tan de cerca. Recordaba un poco al conde de Guadalmedina: mismas hechuras, buen talle bajo el rico peto milanés, bigotillo y perilla, manos cuidadas, cadena de oro al cuello, espada con rubí en el pomo. La misma fina casta de aristócrata español, aunque la situación poco airosa le templara un poco la arrogancia -siempre habría que tratar con los nobles, se dijo, cuando alguien acaba de romperles bien la cara-. Pese a todo, el general conservaba gentil aspecto, incluso con la palidez de las heridas, los vendajes y la sangre que manchaba su ropa. Recordaba a Guadalmedina, en efecto; aunque Alvaro de la Marca nunca habría pensado en rendirse a los turcos. Pese a todo, Pimentel había aguantado bastante bien. Mejor que otros de su clase y carácter. Pero también el coraje se mellaba, sabía Alatriste por experiencia; y más en hombre que se veía herido y con tanta responsabilidad. No iba a ser él, concluyó, quien juzgara a quien llevaba dos días batiéndose espada en mano, como todos. Cada cual tenía sus límites.

– ¿Lleva vuestra merced un libro encima?

Alatriste miró el que le asomaba por el bolsillo, palpándolo distraído. Después lo sacó, poniéndolo en manos del general. Éste hojeó algunas páginas con curiosidad.

– ¿Quevedo?… -inquirió al cabo, devolviéndoselo-. ¿De qué sirve un libro así en una galera?

– Para soportar días como éste.

Volvió a meterse el libro entre la ropa. Gorostiola y los otros lo miraban, desconcertados. Para ellos, un libro religioso habría tenido algún sentido, pero no ése. Por supuesto, ninguno de ellos había oído hablar nunca del tal Quevedo ni de la madre que lo parió.

– Estoy seguro -dijo el general, cogiendo la jarra- de que podré conseguir condiciones satisfactorias.

Las dos últimas palabras motivaron otra ojeada significativa entre Alatriste y Machín de Gorostiola. No había sorpresa ni desprecio por el comentario de Pimentel; aquélla era mirada ecuánime, de veteranos. Todos sabían a qué condiciones se estaba refiriendo el generaclass="underline" un rescate razonable para él, que se vería bien tratado en Constantinopla hasta que llegase el dinero de España. Y quizá también rescataran a algún oficial. El resto, soldados, marineros, quedaría al remo y cautivo para toda la vida, mientras Pimentel volvía a Nápoles o a la Corte, admirado de damas y felicitado por caballeros, a contar los pormenores de su homérico combate. Más cuenta habría tenido, pensó Alatriste, rendirse el día anterior, antes de empezar la sarracina. Los muertos seguirían allí, y los heridos y mutilados no estarían hacinados en las galeras, aullando de dolor.

Machín de Gorostiola interrumpió sus reflexiones:

– Vuestra merced, señor Alatriste, conviene saber qué opinas queremos. Oficial único de Mulata, o así.

– No soy oficial.

– Como sea lo que pues. No joder y no jodamos.

Alatriste miró los papeles y la ropa pisoteados bajo sus alpargatas rotas, manchadas de sangre seca. Una cosa era su opinión, y otra que se la pidieran. Y darla.

– Lo que opino… -murmuró.

En realidad, pensó, lo había sabido siempre, desde que entró en la cámara y vio aquellas caras. Todos menos el general lo sabían también.

– No -dijo.

– ¿Perdón? -inquirió Pimentel.

Alatriste no lo miraba a él, sino a Machín de Gorostiola. Aquello no era asunto de Pimenteles, sino de soldados.

– Digo que la gente de la Mulata no acepta rendirse.

Hubo un silencio largo. Sólo se oía tras los mamparos gemir a los heridos, amontonados en las entrañas de la galera.

– Habrá que preguntárselo -dijo Pimentel, al fin.

Movió Alatriste la cabeza, con mucha sangre fría. Más helados todavía, sus ojos claros se clavaron en los del general.

– Acaba de hacerlo vuestra excelencia.

Una sonrisa disimulada asomó al rostro barbudo de Machín de Gorostiola, mientras el general hacía un mohín de disgusto.

– ¿Y eso? -preguntó con sequedad.

Alatriste seguía mirándolo impasible.

– Otros días fueron de matar… Quizá hoy sea día de morir.

Por el rabillo del ojo vio que el cómitre y el caporal asentían, aprobadores. Machín de Gorostiola se había vuelto hacia don Agustín Pimentel. El vizcaíno parecía satisfecho; aliviado de un peso incómodo.

– Vuecelencia puede todos ver, de acuerdo estamos. Vizcaíno por mar, hidalgo por el diablo.

Pimentel se llevaba la jarra de vino a los labios con la mano sana, que al llegar a la boca temblaba un poco. Por fin, el aire entre furioso y resignado, dejó la jarra en la mesa con cara de haber tragado vinagre. Ningún general, por bien mirado que estuviese en la Corte, podía rendirse sin acuerdo de sus oficiales. Eso costaba la reputación. Y a veces, la cabeza.

– Tenemos muerta a la mitad de la gente -dijo.

– Entonces -respondió Alatriste- venguémosla con la otra mitad.

El asalto que nos dieron por la tarde fue el finibusterre. Una de las galeras turcas se había anegado por completo, pero vinieron las otras seis juntas, remando contra la brisa de poniente, su capitana la primera, buscando dar abordaje todas a un tiempo; lo que suponía meternos dentro, de golpe, seis o setecientos hombres -más de un tercio, jenízaros-, contra poco más del centenar de españoles que aún podíamos valernos. Y de ese modo, tras asestarnos de camino su artillería, nos entraron a fondo, crujiendo la palamenta rota en el choque, buscando abrirnos brecha con sus espolones en las bandas, para hundirnos si podían. A unas galeras pudimos rechazarlas a estocadas y mosquetazos, pero otras nos arrojaron rezones y se trabaron. Y era tal su empuje que, mientras en la Caridad Negra los vizcaínos peleaban tan mezclados con los turcos que era imposible dar un mosquetazo en seguridad de acertar a unos y no a otros, en la nuestra nos ganaron la arrumbada zurda, el árbol trinquete y llegaron hasta el pie del árbol maestro y el bastión del esquife, haciéndose con media nave. Pero, no sé cómo, pudimos aguantar firmes y luego apretarles el negocio, pues tuvimos la suerte de que, dirigiendo a los turcos en el asalto, fuese un jenízaro grande como un filisteo que daba gritos y mandobles feroces -luego supimos que era capitán famoso de esa tropa, muy estimado del Gran Turco, por nombre Uluch Cimarra-; y ocurrió que, habiendo llegado el perrazo hasta el bastión del esquife, donde nuestra gente empezaba a recular y desampararlo, el grupo de galeotes desherrados compuesto por el gitano Ronquillo y su jábega, armados con chuzos, medias picas, alfanjes y espadas que tomaban de los que caían por todas partes, le fueron encima con tan bravo talante que, al primer choque, el tal Ronquillo le clavó un chuzo en un ojo al jenízaro gigantesco; y éste, dando gran alarido, echóse manos a la cara y cayó a la tablazón, donde los consortes del galeote, ya en corto y sacando de no sé dónde cuchillos jiferos de cachas amarillas, lo hicieron rodajas en menos que un Jesús, cebados en él como jauría en jabalí. Eso detuvo a los turcos, muy asombrados de que a su paladín se las dieran de aquella manera. Y aún estaban en eso, dudando, alfanjes en alto, cuando el capitán Alatriste decidió aprovechar la coyuntura, voceó a degüello reuniendo con empujones a cuantos estábamos por allí, y por el bastión del esquife nos echamos adelante una veintena de hombres, seguros de que o tajábamos recio, o nos acababan. Y como daba lo mismo matar, morir o que se cayera la torre de Valladolid, dimos la carga hombro a hombro el capitán Alatriste, Sebastián Copons, el moro Gurriato y yo, con la chusma de Ronquillo y otros que al vernos juntos y en orden se unieron. Y pues no hay nada que más consuele en el desastre que un grupo que conserva la disciplina, no se desbarata y acomete, al vernos así, cuantos andaban desperdigados o peleaban solos se nos acogieron como quien corre a meterse en el último cuadro de infantería. De ese modo, engrosando a medida que avanzábamos por la galera y los turcos empezaban a excusar la sangría hasta volvernos las espaldas, pisoteando a los galeotes que entre los bancos destrozados estaban casi todos muertos o rotos de heridas y sufrimiento, llegamos al espolón mismo de la galera turquesca, abrasando a cuchilladas a los enemigos. Y como muchos se arrojaban al mar, algunos nos aventuramos por el espolón y las serviolas hasta la galera misma, que pisamos dándole abordaje con el denuedo que es de imaginar, pues al grito de «¡Santiago, aborda, aborda!» -yo gritaba «¡Angélica, Angélica!»-, los cuatro gatos que éramos tomamos la arrumbada turca como quien entra por viña vendimiada; y cuando nos vieron aparecer negros de pólvora y rojos de sangre, tan desesperados y feroces como Satanás, los turcos empezaron a tirarse en mayor número al agua y a correr hacia popa para abroquelarse en la carroza. Con lo que les ganamos el trinquete sin esfuerzo, y aun el árbol maestro si nos atreviéramos.