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Cerca del lugar que ocupó la Biblioteca alejandrina hay actualmente una esfinge sin cabeza esculpida en la época del faraón Horemheb, en la dinastía dieciocho, un milenio antes de Alejandro. Desde este cuerpo leonino se ve fácilmente una moderna torre de enlace por microondas. Entre ellos corre el hilo ininterrumpido de la historia de la especie humana. De la esfinge a la torre hay un instante de tiempo cósmico: un momento dentro de los quince mil millones de años, más o menos, que han transcurrido desde el big bang. Los vientos del tiempo se han llevado casi todo rastro del paso del universo de entonces al de ahora. Las pruebas de la evolución cósmica han quedado asoladas de modo más absoluto que los rollos de papiro de la Biblioteca alejandrina. Y sin embargo, gracias al valor y a la inteligencia, hemos llegado a vislumbrar algo de este camino serpenteante por el cual han avanzado nuestros antepasados y nosotros mismos.

El Cosmos careció de forma, durante un número desconocido de eras que siguieron a la efusión explosiva de materia y energía del big bang. No había galaxias, ni planetas, ni vida. En todas partes había una oscuridad profunda e impenetrable, átomos de hidrógeno en el vacío. Aquí y allí estaban creciendo impercepti~ blemente acumulaciones más densas de gas, se estaban condensando globos de materia: gotas de hidrógeno de masa superior a soles. Dentro de estos globos de gas se encendió por primera vez el fuego nuclear latente en la materia. Nació una primera generación de estrellas que inundó el Cosmos de luz. No había todavía en aquellos tiempos planetas que pudieran recibir la luz, ni seres vivientes que admiraran el resplandor de los cielos. En el profundo interior de los hornos estelares la alquimia de la fusión nuclear creó elementos pesados, las cenizas de la combustión del hidrógeno, los materiales atómicos para construir futuros planetas y fonnas vivas. Las estrellas de gran masa agotaron pronto sus reservas de combustible nuclear. Sacudidas por explosiones colosales, retornaron la mayor parte de su sustancia al tenue gas de donde se habían condensado. Allí, en las nubes oscuras y exuberantes entre las estrellas, se estaban formando nuevas gotas constituidas por muchos elementos, generaciones posteriores de estrellas que estaban naciendo. Cerca de ellas crecieron gotas más pequeñas, cuerpos demasiado pequeños para encender el fuego nuclear, pequeñas gotas en la niebla estelar que seguían su camino para formar los planetas. Y entre ellos había un mundo pequeño de piedra y de hierro, la Tierra primitiva.

La Tierra, después de coagularse y de calentarse, liberó los gases de metano, amoníaco, agua e hidrógeno que habían quedado encerrados en su interior, y formó la atmósfera primitiva y los primeros océanos. Luz estelar procedente del Sol bañó y calentó la Tierra primigenio, provocó tempestades, generó relámpagos y truenos. Los volcanes se desbordaron de lava. Estos procesos fragmentaron las moléculas de la atmósfera primitiva; los fragmentos se juntaron de nuevo dando formas cada vez más complejas, que se disolvieron en los primitivos océanos. Al cabo de un tiempo los mares alcanzaron la consistencia de una sopa caliente y diluida. Se organizaron moléculas, y se dio impulso a complejas reacciones químicas, sobre la superficie de arcillas. Y un día surgió una molécula que por puro accidente fue capaz de fabricar copias bastas de sí misma a partir de las demás moléculas del caldo. A medida que pasaba el tiempo surgían moléculas autorreproductoras más complicadas y precisas. El cedazo de la selección natural favoreció las combinaciones más aptas para ser reproducidas de nuevo. Las que copiaban mejor producían más copias. Y el primitivo caldo oceánico se fue diluyendo a medida que se consumía y se transformaba en condensaciones complejas de moléculas orgánicas autorreproductoras. La vida había empezado de modo paulatino e imperceptible.

Evolucionaron plantas unicelulares, y la vida empezó a generar su propio alimento. La fotosíntesis transformó la atmósfera. Se inventó el sexo. Formas que antes vivían libres se agruparon para constituir una célula compleja con funciones especializadas. Evolucionaron los receptores químicos, y el Cosmos pudo catar y oler. Organismos unicelulares evolucionaron dando colonias multicelulares, que elaboraban sus diversas partes transfortnándolas en sistemas de órganos especializados. Evolucionaron ojos y oídos, y ahora el Cosmos podía ver y oír. Las plantas y los animales descubrieron que la tierra podía sostener la vida. Los organismos zumbaban, se arrastraban, barrenaban, rodaban, se deslizaban, se agitaban, temblaban, escalaban y flotaban. Bestias colosales hacían resonar las junglas humeantes. Emergieron pequeñas criaturas, nacidas vivas y no en recipientes de cáscara dura, con un fluido parecido a los primeros océanos que les recorrían las venas. Sobrevivieron gracias a su rapidez y a su astucia. Y luego, hace sólo un momento, unos determinados animales arbóreos se bajaron de los árboles y se dispersaron. Su postura se hizo erecta y se enseñaron a sí mismos el uso de herramientas, domesticaron otros animales, plantas y el fuego, e idearon el lenguaje. La ceniza de la alquimia estelar estaba emergiendo ahora en forma de consciencia. A un ritmo cada vez más acelerado inventó la escritura, las ciudades, el arte y la ciencia y envió naves espaciales a los planetas y a las estrellas. Éstas son algunas de las cosas que los átomos de hidrógeno hacen si se les da quince mil millones de años de evolución cósmica.

Suena como un mito épico, y con razón. Pero es simplemente una descripción de la evolución cósmica tal como la ciencia de nuestro tiempo nos la revela. Somos difíciles de conseguir y un peligro para nosotros mismos. Pero cualquier historia de la evolución cósmica demuestra con claridad que todas las criaturas de la Tierra, lo último que ha manufacturado la industria del hidrógeno galáctico, son seres dignos de aprecio. En otras partes pueden haber otras transmutaciones de la materia, igualmente asombrosas, y por esto intentamos captar, esperanzados, un zumbido en el cielo.

Hemos sostenido la idea peculiar de que una persona o una sociedad algo diferente de nosotros, seamos quienes seamos, es algo extraño o raro, de lo cual hay que desconfiar o que ha de repugnarnos. Pensemos en las connotaciones negativas de palabras comoforastero o extranjero. Y sin embargo los monumentos y culturas de cada una de nuestras civilizaciones representan simplemente maneras diferentes del ser humano. Un visitante extraterrestre que estudiara las diferencias entre los seres humanos y sus sociedades, encontraría estas diferencias triviales en comparación con las semejanzas. Es posible que el Cosmos esté poblado por seres inteligentes. Pero la lección darviniana es clara: no habrá humanos en otros lugares. Solamente aquí. Sólo en este pequeño planeta. Somos no sólo una especie en peligro sino una especie rara. En la perspectiva cósmica cada uno de nosotros es precioso. Si alguien está en desacuerdo contigo, déjalo vivir. No encontrarás a nadie parecido en cien mil millones de galaxias.

La historia humana puede entenderse como un lento despertar a la consciencia de que somos miembros de un grupo más amplio. Al principio nos debimos lealtad a nosotros mismos y a nuestra familia inmediata, luego a bandas de cazadores recolectores nómadas, luego a tribus, pequeños asentamientos, estadosciudad, naciones. Hemos ampliado el círculo de las personas a las cuales amamos. Hemos organizado ahora lo que calificamos modestamente de superpotencias, que incluyen grupos de personas de orígenes étnicos y,culturas divergentes que en cierto sentido trabajan unidas; lo cual es desde luego una experiencia humanizadora y forinadora del carácter. Para poder sobrevivir tenemos que ampliar todavía más el ámbito de nuestra lealtad para incluir a la comunidad humana entera, a todo el planeta Tierra. Muchos de los que gobiernan las naciones encuentran desagradable una idea así. Temerán perder poder. Tendremos ocasión de oír muchos discursos sobre traición y deslealtad. Las naciones Estado ricas tendrán que compartir su riqueza con las pobres. Pero nuestra alternativa, como dijo H. G. Wells en un contexto diferente, es claramente o el universo o nada.