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2. LA PLAYA

DESDE FINALES de junio había estado buscando una casa con corazón, pero las casas con corazón ya no abundan. Desde el fondo de su cultura nacida en enormes bibliotecas y en archivos donde el tiempo nunca muere, Olvido odiaba los apartamentos hecho con papeles de fumar, con toses de vecinos y con soles racionados por una pared frontera. Buscaba una casa con historia, algo apartada, con complicidades de silencio y de arena. Sabía que no era fácil.

Olvido la buscó en Calafell, pero las viejas casas de Calafell han sido tragadas por las nuevas inmobiliarias, y las que quedan sólo parecen servir para que hable de ellas Carlos Barral en su museo de pescadores de cera. Olvido encontró al fin la casa en Sant Salvador, cerca de un museo, éste de verdad, donde Pau Casals oyó en tiempos la vieja voz del mar. Era una casa ocre, con un pequeño patio delantero que daba a la carretera, y otro patio posterior que daba a la arena de la playa y a todos los olvidos del oleaje. La casa estaba rodeada por árboles ignorados y daba sensación de silencio, de soledad compartida con algún espíritu. Este, según había descubierto Olvido, es el secreto de las casas elegidas.

Todas las construcciones de esa clase deberían estar protegidas por la ley, pensaba Olvido mientras paseaba por delante de la vivienda de Joan Reventós y se hundía en la recta de la playa. Si esas construcciones que aún quedan no las protege la ley, seguía pensando Olvido, las ciudades costeras perderán su carácter y acabarán siendo como Benidorm, a cuyo alcalde franquista ella, que era juez, hubiese metido en la cárcel, en vez de darle una medalla por haber sabido alquilar la patria. Aunque ésas -lo reconocía- eran ideas de mujer antigua y solitaria, de cuyos sentimientos nunca ha habido necesidad de que se tenga la menor noticia fidedigna.

Los hombres que la vieron pensaron, sin embargo, que algo se perdería cuando la arena se quedase sin ella. Olvido se atrevió a exhibir alguna vez sus pechos desnudos en aquella playa familiar donde los ombligos tienen certificado de matrimonio y donde las matronas hablan con sosiego del porvenir de sus hijos. No lo hizo como una mujer moderna, sino que lo hizo con la naturalidad -y ahí estuvo su encanto- de la primera mujer del mundo. Paseó por la orilla su alta estatura, sus piernas largas y de potentes muslos, ya con unas leves arruguitas junto a los pliegues del pubis. Paseó su pelo corto, sus ojos inexpresivos y fríos, paseó bajo centenares de miradas sus nalgas poderosas, densas y duras, donde al andar se insinuaba el misterio nunca revelado del pliegue final. Los ojos de los hombres hurgaron en él y calcularon su movilidad con la pericia más discreta.

Entre los mirones más antiguos y entendidos, entre los que merecían la medalla de San Hermenegildo de la observación dorsal estaba el viejo policía Méndez. Desterrado de su cuartel general de la calle Nueva, expulsado del distrito quinto barcelonés, arrojado vivo a los leones del bienestar, Méndez había sido premiado con un servicio de relax, con un verano interminable entre playas repletas, bares donde se hablaba alemán y meritorias tiendas donde se vendían sombreros de paja y otros productos indígenas. Méndez había alcanzado de pronto la plenitud de los que llegan, había sido elevado a esa categoría de funcionarios estatales que sirven a España o a la Generalitat de Catalunya tomando nota de sus maravillosas puestas de sol.

En realidad había sido un premio, y él lo sabía. Por primera vez en este siglo Méndez había despertado entre sus compañeros, sin saber cómo, oleadas de solidaridad. Fuese porque estaba demasiado blanco o demasiado débil, fuese porque olvidaba las colillas dentro de los vasos de whisky de los amigos o porque las ladillas -se decía- ya le asomaban por los bordes de la corbata, a Méndez le fue ofrecido un servicio lleno de las tres cosas que hacen más feliz al funcionario hispano: sol, vagancia y mujeres en sazón. Como en verano se organizaban pequeños núcleos de vigilancia en las playas y a ellas eran enviados algunos agentes de la policía, a Méndez se le dijo que la Patria podía necesitarle en una de ellas. El diálogo sobre los sacrificios de la misión fue la mar de concreto. Se le dijo muy bien lo que tenía que hacer:

– Ver si pasa algo, observar si hay allí algún fichado, chorizo o macarra, darse una vuelta por los hoteles, controlar al personal en los bares sin que se note, redactar informes y estar en contacto permanente con la Superioridad.

– Pero eso significa que tendré que estar en una playa… Sol, aire libre, pinos, fruta recién recogida, oleaje… será mi Muerte.

– Tampoco se trata de hacer el servicio nadando, Méndez.

– Joder que no. A la que me descuide, ya verá.

– Es que le conviene salir de esta basura, sobre todo en verano. Es un premio, parece mentira que no se dé cuenta. No sé cómo aguanta aquí, con esta mierda de calor, esa cochambre de los bares y esa peste de las alcantarillas que ya se han quedado secas. Cualquier compañero suyo me besaría la mano si le hiciese una oferta así.

Y el jefe añadió cautamente:

– Pero usted no hace falta que me bese nada.

– Yo no noto el calor, se lo aseguro -se defendió Méndez-. En el cine Edén hay refrigeración, y muchos días funciona. En los bares de San Olegario no entra el sol. Y qué me dice de los combinados de sifón y cazalla que te preparan en la calle de las Tapias. El verano se te pasa que no lo ves.

– Hostia, Méndez, si es que usted quiere que se lo coma una infección. Además las órdenes no se discuten. Nos han pedido refuerzos para las plantillas de la costa, y hay que obedecer. El servicio es el servicio.

Méndez se resistió, apeló a su antigüedad remotísima, a su expediente limpísimo, a su delicadísima piel nocturna. Dijo que el sol podría desintegrarlo incluso antes de ser alzada la tapa del ataúd. Enumeró los peligros de la arena, sus hoyos traicioneros, sus pisotones de señoras en trance, sus meadas de chiquillas en flor. Cuando vio que aquello no colaba, Méndez apeló a los derechos de la Patria, a las necesidades de la salud pública. ¿Qué pasaría con un tipo como él suelto en la playa, repartiendo entre los niños microbios, garrapatas y toses? ¿Qué pasaría? ¿Eh?