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– ¿Yo?…

– No, si ya sé que usted es una tumba. Pero por cierto, hablando de tumbas, ¿dónde va con americana y corbata, haciendo este tiempo?

– ¿Y qué coño quieres? Yo no soy un suicida. ¿Quieres que me dé el sol y que me coma la cal de los huesos?

– Pues en cambio a mí ya me ve, haciendo salud como un toro. Hala, a pasarlo bien, señor Méndez. Lo primero va a ser el bañito. Y luego ya verá.

El bañito – La madre que lo parió. Méndez aún tenía que verlo y oírlo. Oír los gritos de la sólida maestra palentina, sus invocaciones al Santísimo y a sobrios santos pastores, su catálogo proclamado de vírgenes regionales que nunca cayeron en los pecados del mar. Ver al Amores cuya suerte se había ido al diablo, pobre Amores, valiente amador en 127, que estaba sacando un cadáver del agua: el cadáver de una muchacha a la que habían seccionado limpiamente un pecho.

El asunto correspondió al juzgado de El Vendrell, honesta ciudad donde Pau Casals Parió música celestial, Ángel Guimerá dramas inmortales y Jaume Carner pertinaces impuestos indirectos (por descontado, más duraderos que los dramas y la música). Sólo por eso, El Vendrell merecería pasar al catálogo de las ciudades inmortales, como el Reus de Gaudí, de Fortuny y de Sert, pero la gente de verano sólo suele enterarse de que en El Vendrell se puede beber, mientras que en Reus no hay agua. Pertrechada con conocimientos tan concretos, la gente de verano reúne todas las posibilidades de ser feliz.

El juzgado está sobre unas galerías comerciales donde se venden Die Welt y el Times, el último Le Carré y la primera espada de Toledo. En invierno rige allí una cultura comarcal, sedimentada y segura, digna de haber merecido las mejores atenciones de Josep Pla, pero en verano sólo imperan las leyes del amontonamiento, el sudor y de la dicha más colectiva. En el juzgado, la gente que quiere integrarse y comprar tierra consulta registros que hablan de límites inciertos, viñas romanas, enfiteusis, olivos y canonjías remotas; también se susurran en verano números de carreteras y nombres de personas que hicieron su último kilómetro y su último transito ad maior Renault incrementum, pero de un crimen, lo que se dice un crimen, no se había hablado nunca. Las impiedades de El Vendrell consisten en desear la mujer del prójimo algún sábado perdido, y además de manera que el prójimo lo sepa.

Méndez, quien no quería que le dieran demasiado trabajo (y si había follón de prensa se lo darían) le pidió al juez: -Mejor nada de publicidad. Todos sabemos que es un asesinato, y las investigaciones se harán, pero de cara a la gente se podría decir que es sólo una chica ahogada.

– ¿Y el pecho cortado? -preguntó el juez.

– Se lo comieron los peces -dijo rápidamente Méndez…

– ¿Y la gente lo creerá? ¿Qué hay del informe forense?

– Usted sabe que ese informe es, de momento, tan secreto como el sumario.

– ¿Y del periodista qué me dice?

– ¿,Ése? Mire, juez, ése ha estado descubriendo cadáveres desde que nació. Yo creo que cuando lo parió su madre eran hermanos siameses, y al volver el Amores la cabeza descubrió que el otro había muerto. El Amores se ha metido en tantos líos que ya ha perdido la cuenta, y éste es de órdago, porque la mujer creía que había ido a buscarle piso a la maestra, pero no a buscarle el higo. Si se entera de que se dieron un bañito, juntos, la que se va a armar. Y no digamos si se entera el perro. Por lo tanto Amores no meterá la pata en nada, y dirá exactamente lo que yo quiera que diga.

– Perfecto. ¿Y qué gana usted con esto, señor Méndez?

– Una cosa muy importante: discreción. Olvido, que se había presentado como juez de Barcelona, le apoyó.

– La verdad -dijo-, yo tampoco quisiera que los de Interviú explicaran lo del pecho cortado que apareció sobre mi Mesa, que es un deseo muy razonable.

– Ah… Aunque estoy de vacaciones, no necesito decirle que le ofrezco toda mi colaboración. Si usted me lo permite, puedo ahorrarle mucho trabajo; sólo en plan de ayuda, claro. Yo no dirijo nada.

Los jueces suelen ser muy celosos en sus demarcaciones, de sus incestos, de sus daños a terceros y hasta de sus muertos comarcales, considerándose entre ellos como dignos de toda sospecha y de toda conmiseración científica, pero el de El Vendrell contestó:

– Pues claro que sí, me será usted muy útil. El coche de Olvido se detuvo al regreso en un descampado, cerca de Sant Vicens de Calders, uno de los pueblos más pequeños de España para una de sus estaciones más grandes. Pueblo de casas silenciosas, de ventanas herméticas, de gatos olvidados y pintores que aspiran a la eternidad aunque sea una eternidad provinciana. Méndez miró con justificada aprensión aquel sitio de aire limpio donde no había ni un bar y seguramente no había ni una mujer pública, con la falta que hacen. Luego clavó sus ojos en Olvido y susurró:

– Es inútil que pare el coche aquí. Yo no me dejo.

– ¿Qué?…

– No, nada.

– Habla usted a veces de una manera que no lo entiendo, señor Méndez. O yo soy tonta o no tienen sentido algunas cosas de las que usted dice.

– Tienen el sentido que he ido sacando de las calles, señorita Olvido Montal. Pero no se preocupe; he de decirle en su honor que la mitad de la gente tampoco me entiende. Y ahora explíqueme por qué nos hemos detenido aquí como dos delincuentes maquinando un golpe o, lo que es peor, como dos novios maquinando un polvete, que en mi caso es rigurosamente imposible.

– Repito que tiene usted un lenguaje muy extraño, señor Méndez.

– Deje lo de señor y dígame lo que tiene pensado decirme.

– Me preocupa lo de aquel pecho depositado en mi mesa, precisamente en mi casa.

– Tiene toda la razón, pero entre los muchos motivos que hay para que le preocupe, ¿cuál es el motivo que le preocupa más?

Ni que Olvido Montal fuese gallega, porque en lugar de responder le hizo otra pregunta:

– ¿Qué piensa de esto, Méndez?

– Pues que a la chica la atraparon de noche, cuando paseaba por la arena o cuando volvía de una discoteca en Calafell. Muchas emplean el camino de la playa porque es el más corto; según lo que sé de la autopsia, llevaba muerta desde las dos de la madrugada más o menos, o sea que esto reafirma mi idea de que regresaba de una discoteca. ¿Por qué regresaba sola, cuando casi todas las jóvenes lo hacen en grupo? Bueno, pues vaya a saber. Por ejemplo porque podía haberse enfadado con alguien: con el novio, con las amigas, con el quiromasajista de turno. Qué puedo decirle. El caso es que la cazaron, le dieron un golpe capaz de atontarla cinco minutos y la ahogaron. En esa playa hay, después del sitio donde rompen las olas, una hondonada que te cubre (lo dicen los aventureros, porque a mí Dios me libre de probar eso), luego un banco de arena donde el agua te llega hasta la cintura, y después de ese banco de arena el proceloso mar abierto, el abismo desconocido. El atacante, que para mi fue uno solo, la arrastró hasta mar abierto cabeza abajo, y cuando llegaron allí la chica ya debía tener los pulmones llenos de agua. Luego la abandonó, con lo cual lo más lógico era que los primeros bañistas la descubrieran a la mañana siguiente, pero las corrientes marinas no son siempre las mismas, y un pescador me ha dicho dos cosas. La primera, que esas corrientes la pudieron llevar lejos y luego devolverla, y que por esa razón tardamos veinticuatro horas en poder descubrirla.

– Bien. ¿Y cuál fue la segunda cosa que le dijo?

– Que en toda esta puñetera costa llena de gente fina no hay un solo sitio donde te sirvan cazalla a granel.

La costa era también el reino de las motos de dos tiempos, o sea de las innobles motos que sólo fabrican ruido. Dos de ellas rugieron camino abajo y ahogaron el comentario de Olvido. Luego Méndez continuó:

– Por supuesto, no me gusta mencionar el detalle de que antes de abandonarla en el agua le cortó el pecho.