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– Supone que la atacó un hombre, ¿verdad?

– Es una suposición lógica, una suposición, por decirlo así, de manual. Pero también pudo hacerlo una mujer fuerte, porque la chiquilla poca resistencia podía oponer. Además, arrastrar un cuerpo por el agua apenas requiere esfuerzo. ¡Ah!…

– ¿Qué?

– Otra suposición de manual abona el que fuese una mujer. La chiquilla no hubiese permitido que a aquellas horas, en la playa solitaria, se le acercara un hombre. Quizá hubiese gritado o echado a correr. En cambio una mujer se le pudo acercar perfectamente, hablar con ella y esperar un buen momento para todo lo que siguió.

– Entiendo.

– Bueno, éstas son opiniones mías, puramente personales. Yo no llevo el caso ni usted tampoco. Oficialmente lo lleva la Guardia Civil.

– ¿Hubo violación? ¿Intento de violación? Méndez negó con la cabeza.

– No.

– ¿Entonces qué?

– No tiene demasiado sentido. La gente mata por odio, por honor, por dinero o por sexo. Nada de eso hubo en la muerte de una chiquilla normal, que llevaba sólo tres días aquí y que por lo tanto no podía haber provocado ni siquiera un desengaño amoroso Claro que también hay otra posibilidad: la gente mata cuando se vuelve loca.

– Ésa es la posibilidad en que yo creo -musitó Olvido-. Y creo en otra más.

– ¿Cuál? -Fue un hombre.

Méndez volvió de nuevo hacia ella la mirada que tenía perdida en las casas de aquel pueblo cargado de austeridades.

– ¿Qué le hace pensar eso? -preguntó.

– Venga. Aquel sencillo «venga» no les llevó a las playas-rotisserie, a los apartamentos-letra ni a las pizzería-mosca tan amadas por la colectividad veraniega. El coche de Olvido los condujo en poco más de una hora a una Barcelona hostil, repleta, donde según los periódicos todo el mundo estaba en la playa y donde según lo que veían los ojos todo el mundo se daba codazos en las calles y en los parkings. El coche de Olvido los condujo a través del verano a la calle de Valencia, cerca del paseo de San Juan, a una casa crepuscular, edificada en los primeros años del siglo según el gusto modernista, casa cuyo portal tenía hierros forjados y cuya fachada tenía emblemas, liras, minervas y ausencias. Ella encontró milagrosamente un sitio donde aparcar, echó el freno y dijo:

– Es aquí. «Aquí» había muebles solemnes y wagnerianos, chimeneas como las de las viejas fotos del café Els Quatre Gats, algún cuadro de Nonell, un Utrillo, una cabeza esculpida por Clará, una partitura, sobre el piano, firmada por Toldrá, por Federico Mompou y por Andrés Segovia. Había también allí un aire irreal de cosa extinguida, de vidrieras emplomadas sobre el viejo silencio del Ensanche, de tés puntuales y estrictos, de tardes musicales en honor de los difuntos y, ¿cómo no?, según Méndez, de criadas jóvenes y sufridas que recibían lo suyo en las habitaciones de atrás. Había pasillos largos y penumbrosos, había camas con vocación de eternidad. Dos balcones y una tribuna daban sobre la calle: la tribuna con sillones de mimbre blanco hechos para el cotilleo urbano; con carísimos visillos de Valenciennes hechos para la discreta observación del chaflán, para el espionaje más circunspecto. La casa sugería además cosas que no eran visibles (y Méndez era lo bastante viejo para saber que la categoría de las casas está en su capacidad de sugerencia): butaca en el Círculo del Liceo, cenas en el Círculo Ecuestre, vernissages en la Sala Pares y de vez en cuando excursiones canallas al Molino para llevarse alguna corista y practicar con ella todas las vicisitudes del salto del tigre. Un estilo de vida difícilmente perdurable estaba aguardando aún en aquella casa rica, discreta, amortizada y yacente.

Méndez preguntó: -¿Y qué?

– Ya ve que tengo las llaves de todo esto.

– ¿Por qué las tiene? ¿Es usted la dueña?

– No, claro que no, pero la casa está en administración judicial. Realmente las llaves hubieran debido estar en mi despacho, pero al salir de vacaciones me las llevé en el bolso sin darme cuenta.

– ¿Administración judicial? ¿Quiere decir que es un asunto que le ha correspondido a usted?

– Sí, pero a petición de las partes. Quiero decir que no hay, de momento, un pleito. Es lo que se llama un acto de jurisdicción voluntaria.

– Vamos, que las partes han pedido algo así como la custodia del juez mientras se decide algo, ¿verdad?

– Más o menos.

– ¿Y qué se decide?

– La interpretación de un testamento. Dos abogados, uno elegido por cada parte, lo están estudiando.

– ¿El testamento de quién?

– Del señor Óscar Bassegoda, el dueño de esta casa y de muchas casas más. ¿Usted no ha oído hablar del señor Bassegoda? Era un hombre de su época.

– A ver, refrésqueme la memoria. ¿Vivía en el distrito quinto?

– Hombre, qué va.

– ¿Trabajaba en la Bodega Bohemia?

– Pero qué dice.

– ¿Comía en Casa Leopoldo?

– No creo que nunca se dejase caer por allí.

– ¿Se daba lavajes en las clínicas urinarias de la calle de las Tapias?

– ¡Ni soñarlo! -Entonces no tengo el gusto. Olvido hizo un gesto de protesta y de resignación a un tiempo.

– Cada vez le entiendo menos, Méndez.

– Pues no es difícil. Unas personas tienen un mundo y otras personas tienen otro. Y los mundos no suelen ser intercambiables.

Regresaron por el pasillo, alcanzaron de nuevo la tribuna que daba a todos los pasados de la calle de Valencia.

– ¿Cuándo murió el tal señor Bassegoda? -preguntó Méndez.

– Hará unos tres años.

– ¿Y qué pasa con su testamento?

– Pues lo que le digo: que es de difícil interpretación, y los herederos no acaban de ponerse de acuerdo. Piense que hay mucho dinero detrás: alhajas de familia, depósitos bancarios, solares, una gran torre en los altos de la Vía Augusta… Y lo que yo no sé, porque ante los jueces sólo se declara lo más indispensable. Los posibles herederos son cuatro, pero cada uno representa un problema distinto. De aquí el lío.

– ¿Problemas? ¿Qué problemas? -preguntó Méndez, con la solicitud y el respeto que le merecían todos los litigios en que se ventilaban cantidades superiores a los veinte duros.

– Los posibles beneficiarios de la herencia son cuatro (y ya ve que no empleo la palabra «herederos», porque esa palabra tiene en Derecho una significación muy concreta): una hija separada del marido; el tal marido, al que no le ha sido asignado nada, pero que como trabajó en las empresas familiares cree tener derechos; un sobrino que se crió con los Bassegoda y que me parece que es detective privado; y por último un periodista que ha de cobrar una cantidad muy modesta, pero a quien el señor Bassegoda, con el clásico arrepentimiento de los que se mueren poco a poco, dejó muchísimo dinero para que lo repartiese en obras de caridad «según su leal saber y entender», como se dice en los libros de leyes. Ya ve que el panorama no es lo que se dice fácil.

– Me lo ha explicado usted muy bien, señorita juez, pero no entiendo nada.

– ¿Qué es lo que no entiende?

– Qué puñeta tiene que ver todo eso con lo de la niña muerta en la playa.

– Verá: muchos dirían que ha sido como una intuición. Yo pienso que ha sido una asociación de ideas.

– ¿Asociación de ideas? -preguntó Méndez con toda lógica desconfianza que las ideas le merecían.

– Venga y lo verá. La sala de música, de la cual Méndez ya había visto de pasada el piano, era pequeña, era recoleta, y así como el resto de la casa parecía haber sido construido para la grandeza de los pecados capitales, ésta parecía haber sido maquinada para las delicias de la soledad y del arrepentimiento espontáneo. Había luz, había macetas con plantas de interior ya muertas, había una radiogramola Telefunken propia de bienestares remotos. Todo.

Había también algunos cuadros, y uno de ellos lo señaló Olvido casi con reverencia: era el de una hermosa mujer desnuda de cintura para arriba, mujer de otra época, cuerpo deseable en un cincuenta por ciento, modesta hembra que en esta vida no ha podido tenerlo todo, mujer de un solo hemisferio, qué le vamos a hacer.