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Méndez alzó la cabeza y cerró los ojos. Por un momento le pareció que en el gran comedor no había nadie, que había quedado en el más absoluto silencio.

– Es una historia romántica -dijo al fin-. Y el romanticismo está pasado de moda.

– Comete un error. Los motivos por los que se mata y se muere son ahora los mismos que hace dos mil años. Son lo más estable que existe: al contrario de las ideas religiosas y las ideas políticas, no pasan de moda jamás.

– Muy bien, pero yo estoy hablando de hoy, y usted me habla de algo que ocurrió hace quince años.

– Wenceslao Cortadas sólo tenía entonces treinta y cinco. Eche cuentas. Tiene que estar en perfecta forma.

– Echar cuentas sobre la edad de una mujer me disgusta y me marea. En la Constitución debería figurar que las mujeres tienen derecho a la eterna juventud.

– Estamos hablando de un hombre.

– También los hombres acabarán gustándome jóvenes -dijo sibilinamente Méndez-. Qué le vamos a hacer. Cuando haga tratos con ellos, les preguntaré los años que tienen. No se me había ocurrido.

3. CONTRATO PARA UN DESAMOR

SERGI LLOR, abogado de la calle de Ganduxer, tenía motivos para creer en el pasado más que en el presente, para refugiarse en las nostalgias más que en los sueños: acababa de tener un percance sentimental con una mujer llamada Libertad y seguía siendo militante de la Esquerra Republicana de Catalunya. Las mujeres y la Esquerra son sabias en el sentido de que hacen comprender a uno que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Cuando Blanca Bassegoda atravesó su sala de espera, pasando por delante de los cuadros de Modest Urgell, de las obras completas de Manresa y de los diplomas de solvencia mental que se alineaban en las paredes, Llor tuvo una sorpresa, porque hacía ya muchos años que los Bassegoda no eran sus clientes. Desde antes de la muerte de Óscar Bassegoda, el padre de Blanca, aquel apellido no figuraba en los secretos de su despacho ni, por supuesto, en la delicadeza de sus minutas. La complicada herencia había ido a estudio de otros abogados, y el hecho de que Blanca estuviese allí le hizo pensar que algo excepcional había ocurrido. Y en efecto, era así.

A Blanca, que ahora tenía treinta y siete años, la había conocido Sergi Llor cuando a los dieciocho salió del colegio de monjas sabiendo bien sabidas tres cosas: que Dios existe, que los hombres pertenecen a una especie dañina y que pasarse el dedo por ciertos sitios produce una satisfacción muy privada. Ahora Blanca Bassegoda dudaba seguramente de la existencia de Dios y no necesitaba para nada los trámites del dedo. Había aprendido, además, otras cosas: a cruzar las piernas, a controlar intereses bancarios, a cotizar los vestidos con firma, a invertir en pintura y a comer brillantemente en el Via Veneto, desbordando simpatía con personas a las que odiaba. Probablemente había aprendido también -se notaba en sus ojos- que a pesar de todo la felicidad no existe, pero que hay que seguir buscándola.

Paseó su mirada por el despacho y dijo:

– Mi marido no me deja en paz. Fueron sus primeras palabras. Se había casado cinco años atrás, ante más de seiscientas personas, una de las cuales era Sergi Llor. Boda en la catedral con nota de pago en La Vanguardia y El Noticiero, fotos de pago en el Hola, bendiciones de pago con todas las promesas de la dicha que como buenos cristianos merecéis, hijos míos del alma; viaje de novios a Tailandia, que está corrompida, si la vierais; a Hong Kong, que es una tienda, si supierais qué lacados en los almacenes Mao; a Bali, que es el último paraíso que nos queda por pudrir a los blancos. Piso en la Bonanova, muebles de Gordovil, bronces de Herraiz, vajilla de Talavera, ningún escándalo, ningún hijo, quién sabe si ningún orgasmo, en suma una vida como debe ser. Hasta ahora.

– Mi marido no me deja en paz.

– ¿Cuándo se separó usted, Blanca?

– Hace dos años.

– ¿Han llegado a divorciarse?

– No, aunque supongo que lo haremos. De momento es sólo una separación legal.

– ¿Qué abogado se la tramitó? -Perdone que no fuera usted. Fue un abogado de mi marido. Llegamos a un acuerdo, y yo di facilidades. No íbamos a discutir por el abogado; lo que quería era acabar.

– No, si no lo decía por eso. Era sólo por si tenía que ponerme en contacto con un compañero. Ya me dirá quién es, si hace falta.

– Es posible que sí; pero es el abogado de mi marido, al fin y al cabo, no el mío. A la hora de los auténticos problemas tengo que recurrir a usted.

– ¿Cuáles son los auténticos problemas? ¿Qué significa exactamente eso de que no la deja en paz?

– Me persigue, me insulta… Ha llegado a amenazarme. Yo, al principio, no acababa de tomármelo en serio, pero ahora estoy asustada, se lo juro. Dice que me matará si no vuelvo a vivir con él. Y empiezo a pensar que es capaz de hacerlo.

Sergi Llor salió de detrás de la mesa y fue a sentarse junto a ella. Blanca Bassegoda no necesitaba sólo un abogado; necesitaba además un amigo. Los grandes tiempos de Óscar, el jefe de la familia, habían terminado, pero quizá precisamente por eso Sergi Llor sentía por aquella mujer una especial ternura, esa ternura fácil que se siente por las personas desamparadas que no necesitan ningún amparo, y por lo tanto no causarán demasiadas molestias.

– Me duele preguntárselo, pero ¿ha llegado a golpearla? -musitó.

– Dos veces.

– ¿Lo denunció a la policía? -La primera vez no, porque me pareció una vergüenza, una humillación reconocer mi desastre personal ante un funcionario aburrido y que no se despertaría más que para tratar de mirarme las piernas. Pero la segunda vez sí que lo hice. Ya no estaba dispuesta a aguantar más.

– ¿Y qué pasó?

– Pues que declaré ante un funcionario aburrido que sólo se despertó para tratar de mirarme las piernas.

– Conserva usted el viejo ingenio de la familia, Blanca. Una familia que siempre tuvo personalidad.

– Ya no sé lo que conservo.

– ¿Hizo algo la policía?

– ¿Qué iba a hacer? La policía intuyó que éramos un clan importante, que valía la pena dedicar cinco minutos al asunto y que no se podía dejar la gestión al arbitrio de cualquier mandado. Por lo tanto, el propio comisario llamó a Eduardo, mi marido, le hizo unas reflexiones y le advirtió que si reincidía se iba a acordar de él. Pero nada más. El asunto ni siquiera pasó al juzgado de guardia; de todos modos he de ser sincera y he de reconocer que ni tan sólo había lesiones leves. ¿ Qué iban a hacer?

– ¿Su marido reincidió?

– En el sentido físico no, pero en el sentido moral ha sido peor que nunca. Me sigue, me amenaza, me hace escenas… Ya estoy harta de vivir así. Quiere que vuelva con él o que me muera; en definitiva quiere que me muera. Y con las actuales leyes de este país, nadie hará nada por una mujer en peligro hasta que los periódicos publiquen que la han partido en pedazos, los han metido en una maleta y luego el asesino ha dado incluso una rueda de prensa. Diga usted lo que quiera, pero las cosas son así.

Sergi Llor se puso en pie y paseó por el despacho, según una vieja costumbre adquirida en las salas de los pasos perdidos de diversos palacios de justicia y en pasantías remotas que no le habían dejado más que una cierta sordidez en los pies y una arruga vertical en la frente. Miró por la ventana la calle de Ganduxer, miró su barrio de hombre situado que sin embargo no le quitaría aquella arruga nunca.