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Mientras caminaba por la Marinhilferstrasse a buen paso, pues el concierto de Maurizio Amandi daría comienzo en breve, Teodor Moser no dejó de congratularse por la excelente idea que había tenido al contratar a Margarita Schultz.

Había conocido a su inminente nuera con antelación a su hijo Joseph, en el curso de la fiesta de Navidad ofrecida por los Schultz durante el último invierno, en su residencia de Heiligenstadt, elevada al gusto neoclásico en un paraje boscoso a las afueras de Viena. La tienda de Moser había suministrado a los Schultz piezas decorativas; el magnate le invitó con la esperanza de rebajar el precio.

A aquella recepción asistieron numerosos invitados, pero, por una afortunada circunstancia, la muchacha que le recogió el abrigo en las escalinatas no había resultado ser otra que Margarita, la hija de los dueños. El viejo Moser debió de caerle en gracia; hasta que sonó el primer vals, no dejaron de charlar. Como colofón a esa plática, el anticuario había invitado a la señora y a la señorita Schultz a conocer su establecimiento. Ambas habían aceptado, halagadas; fijaron una cita en la Kärntnerstrasse.

Moser había disfrutado mostrándoles sus tesoros, las piezas más refinadas, el dibujo de Rafael, su pareja de Rubens, el Pisarro, las primeras ediciones de Kipling, firmadas con una esvástica, o las visionarias cartas del músico Mussorgsky al crítico ruso Stasov, protector del Grupo de los Cinco: aquel ramillete de genios -Balakirev, Cesar Cui, Borodin, Rimsky-Korsakov, más el propio Mussorgsky-, que habrían de revolucionar la música rusa. Habiéndoles ofrecido un té a la menta en su abigarrado gabinete, donde guardaba sus colecciones particulares y la caja fuerte de hierro fundido que había acompañado a su padre, Jacob Moser, desde el gueto de Varsovia, en su éxodo de principios de siglo, el cerebro y la sonrisa del viejo Teodor se habían iluminado con una venturosa ocurrencia, con una oportuna intuición: la de ofrecer a Margarita Schultz un puesto de responsabilidad en su firma.

Enemigo de la improvisación, Moser era hombre de cálculos, de premeditadas estrategias comerciales. Pero, abandonando en esa ocasión su prudente dialéctica, se había sorprendido a sí mismo dirigiéndose a sus invitadas con absoluta franqueza. «El negocio crece y mi jubilación se acerca -había expuesto ante las Schultz-. Es por eso, porque mi añoso tronco precisa savia joven, que me permito ofrecerle, querida Margarita, el puesto de confianza al que mi hijo Joseph deberá renunciar, muy a pesar suyo, por exigencias de su carrera.» Madre e hija se consultaban entre sí, sorprendidas, cuando el sagaz judío, alzando las palmas de las manos, había agregado: «No me respondan ahora. Medítenlo. Para mí, supondría un honor contar con el asesoramiento de una hija de nuestra alta sociedad, emprendedora y culta, y sin duda preparada para desempeñar nuestro noble oficio.»Transcurridas algunas fechas, Margarita Schultz, con el cabello recogido, vestida con un elegante traje de chaqueta de color beis, se había presentado en el despacho de Teodor Moser para aceptar la oferta. Traía una carta de su padre, el constructor, expresándole su gratitud.

La hija de Schultz había comenzado a trabajar de inmediato, bajo un horario flexible que le permitía seguir asistiendo a sus clases. Moser la nombró directora de compras, le destinó un despacho contiguo al suyo y le asignó un sueldo superior al de los restantes empleados. «Será mi mejor inversión», se decía cada mes, al ingresar la transferencia en la cuenta de su nueva empleada.

El desenlace de aquella trama, como si lo hubiera escrito él mismo, había obedecido a su soñado guión.

Desde que Margarita trabajaba en la tienda, la presencia de su hijo Joseph se hizo habitual en la Kärnterstrasse. El joven arquitecto acudía con sus libros debajo del brazo para, amparándose bajo cualquier excusa, introducirse en el despacho de la jefa de compras.

Unas veces (con intención de obsequiar a sus maestros, en cuyos estudios de arquitectura realizaba prácticas), le urgía disponer de una determinada edición de Vitrubio; en otras ocasiones, Joseph manifestaba un inaplazable interés por confrontar la opinión de Margarita respecto a los fondos arquitectónicos de los pintores renacentistas, palacios y ciudades, tempestades y templos que se vislumbraban como telones de fondo a escenas profanas o místicas. Cuando, además, su hijo empezó a esperarla a la salida de sus lecciones, en el Liceo de Artes, aguardándola pacientemente a la intemperie, en el jardín salpicado de estatuas cuyos ciegos ojos habían visto a Schiele y a Klimt, Moser intuyó que su inversión estaba próxima a conceder frutos.

Caminando por las heladas calles peatonales de Viena, el anticuario sonrió para sí. La petición de mano iba a celebrarse durante esas Navidades, y la boda, con visos de convertirse en un acontecimiento social, tendría lugar en la primavera próxima. El arzobispo de Viena, amigo personal de la señora Schultz (mecenas, a su vez, de la diócesis), iba a encargarse de oficiar el enlace en la Catedral de San Esteban. Para tranquilidad de Günter Schultz, Joseph no había mostrado inconveniente en transigir con la fe de la novia. Formaban una pareja enamorada, equilibrada, y nadie, salvo el padre de la muchacha, dudaba de su felicidad.

Una honda sensación de dicha, pero teñida de nostalgia, embargó a Moser cuando se detuvo en un quiosco donde se vendían flores y pájaros, para comprar una rosa roja.

Había adquirido esa costumbre tras el fallecimiento de su esposa, Ruth, como una forma de recordar su ausencia en el palco de la Ópera. Durante las funciones, mantenía el tallo apoyado sobre sus flacas rodillas, junto al programa de mano. En el cénit de un aria, en la cumbre de una sinfonía casi podía sentir a Ruth respirando a su lado, con la mirada brillante y todos sus sentidos entregados al canto y a la música.

Al pagar la rosa, el anticuario pensó cuánto le habría gustado a Ruth haber conocido a su nuera, y qué hermosa habría estado entrando a la Catedral de San Esteban del brazo de Joseph. Esa truncada esperanza hizo asomar la tristeza a sus ojos marchitos. Pero no quería abandonarse a la compasión y luchó contra sus recuerdos charlando con la florista sobre la belleza de Viena en diciembres como aquél.

– Y eso que a los viejos no nos beneficia la nieve -había disentido la vendedora de flores.

– No estoy de acuerdo -replicó Moser. Y agregó, metafórico-: El misterio de la nieve sirve para anunciarnos que, tras el invierno, renacerá una nueva primavera.

La florista tiritaba bajo un pañolón de campesina y una hopalanda de sarga. Sus pequeños pájaros parecían a punto de congelarse dentro de las jaulas.

– ¿Estaba pensando en la muerte, Herr Moser? No debería hacerlo. No, al menos, esta noche.

– ¿Por qué razón?

– Porque puedo sentirla ahí fuera, con su helado hocico, rondándonos, queriendo arruinar mis flores.

«¡Tendrá que seguir esperando!», iba a exclamar el anticuario, pero era supersticioso y guardó silencio.

Al alejarse del quiosco, no pudo evitar que un premonitorio escalofrío le recorriese de pies a cabeza. Le había deprimido la visión de esos pajaritos con la cabeza entre las alas y las plumas rígidas a causa del frío.

La nieve se extendía sobre los adoquines de piedra; Moser estuvo a punto de resbalar. Le habría gustado ver gente, pero había tomado por un apartado callejón y de pronto se encontró solo. Las fachadas traseras de las casas se alzaban como claustrofóbicos muros. Los gruesos portones, con sus aldabas de hierro, se hallaban cerrados, salvo un patio del que surgían los acordes del Réquiem de Mozart.