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Casi esperando ver aparecer un fantasma entre los jirones de niebla, el viejo Teodor alzó el cuello de su abrigo y apretó el paso en dirección a la Ópera.

DOS JUDÍOS

3

– Buenas noches, Herr Moser.

– ¿Cómo se encuentra hoy de la ciática, Johan?

– Muy mejorado.

– Yo, en cambio, oigo resonar mis pelados huesos como tabas de cordero en una bolsa de piel.

El anticuario conocía a los acomodadores más veteranos del Palacio de la Ópera desde hacía tantos años que a Johan, por ejemplo, tan envejecido como él (y como la goyesca florista de la Kärntnerstrasse), podía recordarlo sin canas, con la mata de pelo todavía lustrosa.

El tiempo mata, pensó el viejo Teodor, pero nunca transcurría en vano. Al menos, servía para valorar ciertos actos y ensalzar algunos méritos. En la filosofía del anticuario, la constancia era un valor. Asimismo, la elegancia. Una pátina de la distinción del edificio se había contagiado a su personal. Avanzando por el vestíbulo del teatro, entre el reflejo de los mármoles y los bajorrelieves de las molduras, Moser se benefició de una conjunción de equilibrio y respeto. Las próximas horas iban a resultar de placer y descanso para él.

Su palco quedaba en el primer anillo, a la derecha del proscenio. Sufragarlo le suponía un costoso dispendio. Lo mantenía por respeto a la memoria de su mujer, y procuraba amortizarlo invitando a amistades susceptibles de convertirse en clientes suyos, o de seguir siéndolo.

No siempre acudía acompañado a la Ópera; tampoco le importaba asistir solo. Esa noche no había conseguido que sus próximos disfrutaran a su lado con la doble sesión sobre Modest Mussorgsky. Günter Schultz, por supuesto, no habría ido en ningún caso, pero tampoco la novia de su hijo, Margarita, quien, como cabal vienesa, amaba la música tanto como él, se había animado a ir al teatro.

La dificultad del programa parecía haber desanimado a sus habituales acompañantes. En la primera parte, Maurizio Amandi, el excéntrico pianista de origen italiano que esa noche debutaba en Viena, se proponía interpretar la partitura original de Cuadros para una exposición, tal como la había concebido Mussorgsky, su autor. En la segunda, arropado por la Filarmónica, cuya batuta él mismo iba a esgrimir, Amandi repetiría esa pieza en la versión orquestal de Ravel. Una apuesta arriesgada, surgida de la devoción que il bello Maurizio, según apodaba al pianista la prensa del corazón, testigo de sus affaires, sentía hacia la obra del compositor ruso, pero sin concesiones para el gran público.

Aunque Moser no conocía a Maurizio Amandi, ardía en deseos de saludarle. Su impaciencia venía justificada por un hecho inusuaclass="underline" la mañana anterior, de forma tan sorprendente como inesperada, había recibido una carta suya. Entre su correspondencia, Margarita Schultz, quien despachaba a diario con él, había apartado un sobre en cuyo remite figuraban el nombre y el apellido del intérprete.

Se trataba, en efecto, de una carta de puño y letra del pianista. Moser la había leído con asombro y después, doblándola con pulcritud, la había guardado en su cartera.

Una vez instalado en su palco, y tras comprobar que el aspecto de la platea, a medio aforo, no respondía al de las grandes veladas musicales, la desdobló con el cuidado de quien sospechaba pudiera tratarse de un futuro objeto de culto y volvió a leerla. La carta decía así:

Apreciado Herr Moser:

Me atrevo a dirigirme a usted en base a un dato suministrado por alguien cuya identidad, por el momento, y en aras de una elemental prudencia, mantendré en secreto. Según ese informador, se encuentra usted en posesión de ciertos documentos pertenecientes al legado de Modest Mussorgsky. Estoy dispuesto a ofrecerle una atractiva cantidad por su venta, o bien a alcanzar con usted algún tipo de acuerdo o de canje. Debido a mis compromisos profesionales, sólo permaneceré en Viena durante un par de jornadas. Puesto que los ensayos me ocuparán todo el día de hoy, me permito proponerle que nos saludemos en el cóctel que la Ópera ofrecerá mañana, al término de mi debut. Acto para el que le adjunto invitación.

Respetuosamente,

MAURIZIO AMANDI

La misiva, en forma de cuartilla escrita con tinta escarlata, había llegado a la tienda de antigüedades de la Kärntnerstrasse en un sobre sin franquear del Hotel Sacher, uno de cuyos empleados se encargó de realizar la entrega.

Moser no había creído oportuno responder por idéntico conducto. Después de pensar en ello, y de consultarlo con Margarita Schultz, había llamado por teléfono al director del hotel, conocido y cliente suyo (varias de las antigüedades del Sacher procedían de su tienda), encareciéndole comunicara al famoso pianista que había recibido su mensaje y que, en calidad de abonado a la Ópera e incondicional suyo, asistiría al concierto y al posterior vino de honor, donde muy gustosamente se pondría a su disposición.

A sus años, Moser no creía en los avatares del destino, pero la carta de Maurizio Amandi había hecho despertar en él emociones que imaginaba adormecidas en el letargo de la vejez. Le recordó su propio estilo de cazador de tesoros, su impronta de coleccionista, ese espíritu de avidez y aventura que le había llevado a perseguir las más variadas y, en apariencia, inabordables piezas, por media Europa, por medio mundo. También él había escrito cartas similares, utilizándolas como tarjeta de presentación y señuelo de un juego emocionante, y a veces peligroso, cuyas enrevesadas reglas sólo resultaban inteligibles para la restringida élite del coleccionismo selecto.

Pero lo que realmente había desconcertado a Moser fue el hecho de que Maurizio Amandi supiera que determinados manuscritos de Modest Mussorgsky obraban en su dominio.

Tales documentos se habían enajenado en un plazo muy reciente, siendo contados los testigos que accedieron a los términos de la transacción. Los originales de Mussorgsky procedían de la colección noruega Fiedhesen, cuyos herederos, acuciados por las deudas, habían decidido rematarla en lotes. Uno de los cuales, a cambio de doscientos cincuenta mil dólares, había ido a parar a Viena, a la caja fuerte de Teodor Moser. Dicho lote integraba la partitura original de una ópera de juventud de Mussorgsky -Han de Islandia- que se creía perdida, más una serie de epístolas que el iluminado compositor había dirigido al crítico Stasov, principal avalista del Grupo de los Cinco.

Ingenuas, plenas de exaltaciones y desdenes propios de la época y de la ideología de los románticos nacionalistas, las cartas de Mussorgsky reunían un cierto interés. Muy superior, por supuesto, pensaba el anticuario, asesorado en este punto por Franz Berger, uno de los maestros de la Filarmónica, devenía la trascendencia de un Han de Islandia jamás estrenado pero que, de serlo, de recuperarse y orquestarse, acreditaría los primeros esbozos operísticos del autor de Boris Godunov.

La básica educación musical de Moser le había permitido admirar, de la mano de Berger, las páginas del Han. El talento de Mussorgsky se vislumbraba en las escenas corales y en ese mar de fondo, intrigante, ancestral, que pautaba la melodía. Pese a las imperfecciones técnicas, aquel jovencísimo y, por entonces, hacia 1860, anónimo petersburgués de adopción, el cadete Mussorgsky, había sido capaz de establecer líquidas cortinas de sonido sobre columnas musicales plenas de fortaleza y vigor. Los pentagramas de Han de Islandia irradiaban vida.

Berger pensaba que Mussorgsky no tenía nada que ver con los restantes compositores del Grupo de los Cinco, con Borodin, con Rimsky-Korsakov, ni siquiera con Schumann, de quien Mussorgsky se había reconocido discípulo en el prólogo de su carrera. Influido por su opinión, el anticuario se reafirmó en que la inspiración del Han obedecía a la confluencia de un milagro, a un relámpago en la oscuridad, a uno de esos escasos ejemplos en los que el genio se manifestaba en estado puro, simple y revelador, y verdadero más allá de las verdades de su época.