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4

En la soledad de su palco, Moser se irguió, expectante. Las luces se habían apagado y el telón acababa de alzarse para dar entrada a una figura grácil, solemne y frívola a la vez, de la que emanaba un aura especial.

Iluminado por los focos, il bello Maurizio saludó al público vienés con una leve inclinación de cabeza y se dirigió al Steinway varado en mitad del escenario. Cuando las notas comenzaron a desgranar su magia, Moser pensó en Ruth, su difunta esposa. Acarició la rosa que reposaba sobre sus rodillas, cerró los ojos y se dejó transportar por la música.

Maurizio Amandi acababa de concluir Promenade, el paseo melódico que vertebraba las imágenes de los cuadros o croquis de Viktor Hartmann residentes en el cimiento escénico de la composición, y atacaba el primero de los fragmentos de la serie, Gnomus. Sugestionado por el conjuro del piano, el anticuario pudo literalmente oír los pasos de esa criatura fantástica deslizándose por el cielo del teatro con el sigilo de su alma de duende.

Acto seguido, intercalando una y otra vez la pegadiza melodía del Promenade, el pianista fue interpretando los siguientes cuadros: Il Vecchio Castello, Dos judíos, la bruja Baba Yaga, hasta completar la suite con La Gran Puerta de Kiev. Al concluir su interpretación, il bello Maurizio se puso en pie, avanzó hasta la boca del proscenio y, retirándose de la frente los rebeldes mechones rubios, agradeció los aplausos con una reverencia menos formal que paródica, pero ejecutada con el teatral donaire de quien está acostumbrado a seducir.

Saludando una y otra vez, el pianista permaneció en escena dos o tres minutos más, por lo que las luces de la sala demoraron en encenderse.

Desde su palco, inclinado hacia delante, con los ojos arrasados y los codos apoyados sobre la barandilla, un cautivado Moser proseguía aplaudiendo. Hasta que, de improviso, la rosa resbaló de sus rodillas y el anticuario dejó de escuchar el sonido de sus propias palmas.

Un brusco tirón había impulsado su nuca hacia atrás y un ardiente lazo le hundía y abrasaba la nuez.

Moser no había visto la cuerda que le enroscaba la garganta, pero no podía gritar ni respirar. A sus ojos afluía una película de sangre. Inútilmente, trató de liberar el cuello, de incorporarse en la butaca de terciopelo carmesí. Unas férreas manos lo mantenían sujeto y sólo consiguió patalear como un pelele en brazos de un titán.

Contra el sudor febril que le helaba la cara, notó una fragancia a espliego.

Y eso, la proximidad del ser humano, o inhumano, que lo estaba ejecutando, fue lo último, junto con el rojo medallón de la rosa caída en la alfombra del palco, que el viejo Teodor percibió antes de adentrarse en un nocturno de diabólicas notas y de emprender su particular promenade hacia la eternidad.

Que no era blanca, como la nieve de Viena, sino tenebrosa y pestilente como el aliento de un viejo fantasma.

PROMENADE

5

Ermita de San Caprasio (Asturias), 16 de diciembre de 1985, lunes

Después de conducir largo rato en la oscuridad, Anselmo Terrén vislumbró las luces de Muruago parpadeando entre la niebla posada en el valle.

Ni adrede habrían elegido una noche mejor, pensó.

Acababan de atravesar la sierra de La Clamor, a mil doscientos metros de altitud, por una tétrica carretera escorada por planchas de hielo. A la luz de los faros, bosques de hayas y pinos negros mostraban una fantasmal espesura. La nieve se adentraba entre los troncos en opalinas lenguas sobre las que, de vez cuando, un ciervo o un zorro se dejaban deslumbrar.

La calefacción del furgón se había estropeado, obligándoles a soportar un frío polar. Los dos hombres que acompañaban a Terrén, Niño Matesa, el valenciano, y un gallego, de apellido Castrón, guardaban silencio. Terrén los conocía bien; por esa razón, no sentía aprecio hacia ellos. En el fondo, prefería que mantuvieran las bocas cerradas. Su hosca reserva venía a traducirse en respeto.

Él pagaba. Él era el jefe.

– Estamos llegando -anunció Terrén-. ¡Las capuchas, venga! No hay más remedio que cruzar el pueblo.

No existía otro modo de llegar a la ermita de San Caprasio. Las calles de Muruago, una villa montañesa de cincuenta casas, aparecían enlodadas por las lluvias y el paso de yuntas, caballos asturcones y la cabaña lanar que, si el tiempo lo permitía, pastaba en los prados altos, entre las peñas que rascaban el cielo.

Sólo estaba asfaltada la calle principal. El furgón recorrió a setenta kilómetros por hora esa embarrada lámina de alquitrán y bosta. El bar estaba cerrado, como las ventanas de las casas. Terrén habría jurado que nadie les vio.

– Debe de ser por la primera pista, pero comprueba el mapa -le pidió a Niño Matesa, cuando dejaron atrás el villorrio.

El valenciano le confirmó el desvío. Pasados unos tres kilómetros de Muruago, la furgoneta fue engullida por la masa forestal. En medio de una lechosa tiniebla, tan opaca que apenas se veían los troncos, empezó a traquetear por el camino de cabras que ascendía al santuario.

Una piedra estuvo a punto de hacerles volcar. Terrén volvió a lamentarse por no haber utilizado un todoterreno, pero no había querido arriesgarse a robar uno.

Sabedor de que la policía no le quitaba ojo, en los últimos tiempos se había prodigado poco. Llevaba un año dedicándose a la venta ambulante y a la chamarilería, sus actividades legales, sus tapaderas. El golpe de Muruago venía dictado por la necesidad.

Los faros del furgón dibujaron la mole del ábside. La niebla era tan espesa que no se distinguía la torre.

– Los guantes -ordenó Terrén.

El pórtico estaba asegurado por una gruesa llave de hierro, de las llamadas de sacristán. Era la única entrada.

Niño Matesa sacó un racimo de palanquetas. A la luz de una linterna, estuvo manipulando la cerradura. La temperatura era ártica, pero un sudor como una salsa fría empezó a humedecerle la piel.

– ¿Atinas? -lo apuró Castrón-. ¿O los valencianos no la sabéis meter?

Niño Matesa le enfocó la linterna a la cara. Deslumbrado, Castrón no percibió su siniestra mirada.

– Eres tú quien me crispa los nervios, gallego.

El jefe no esperó mucho más antes de abrir el maletero de la furgoneta en busca de un mazo. Tomó aire y lo enarboló.

– Aparta, Niño.

El golpe resonó en el valle, pero todavía hicieron falta unos cuantos más hasta que la hoja de roble giró sobre sus goznes.

– El foco, Castrón.

Colocaron la lámpara sobre el altar y las linternas apuntando al crucero. El templo era lóbrego y rezumaba humedad. Restos de pinturas al fresco los contemplaban desde los muros. Se oía el viento rechinando en las aspilleras.

– ¿A qué esperáis? ¡Aprisa!

Trabajaron sin descanso, sabiendo lo que tenían que hacer. Las tallas y los óleos fueron trasladados al furgón. El mismo camino siguieron los bajorrelieves de los capiteles, arrancados a pico, y también los candelabros y cálices de la sacristía, cuya puerta apenas ofreció resistencia al mazo. Parte del retablo fue desmontado sin reparar en si dañaban las figuras, los santos, las filigranas vegetales policromadas con pan de oro.

Cuando faltaba poco para el amanecer, Terrén dio por concluida la tarea.

– Andando. Barrer el suelo y comprobar que no nos dejamos nada.