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– Y del de Erika -murmuró Terrén.

– Ni lo sueñes, socio -zanjó el Berlinés-. Esta mujer no es para ti.

PROMENADE

7

Isla de San Andrés (Colombia), 21 de diciembre de 1985, sábado

Hacían una pareja tan estrafalaria como dos turistas en la Luna.

El, con sus gafas de espejo, sus bermudas yema, una estampada camisa hawaiana y el calado gorro de tenis dejando asomar una sonrosada nuca y los rizos de las patillas teñidas de gena. Ella, alta y pecaminosa, explosiva y vulgar, con sus pendientes gitanos y la larga melena pelirroja destellando al sol que brillaba a través de las cristaleras del aeropuerto de San Andrés.

La mujer era más frágil que su compañero, pero, ante su pasividad, tuvo que cargar con las maletas y empujar hacia la salida el carrito de ruedas con el equipaje. Para aliviar su sofoco, se detuvo a abanicarse. Un taxista la ayudó a cargar los bultos. Tras acordar un precio, los trasladó al Coconut Resort.

El taxi carecía de refrigeración. Un bochorno húmedo que nada tenía que ver con el aire gélido, nevado, de Viena, ni con el viento marino, con el gallego que en aquella época del año refrescaba las costas de Gijón, Bolsean, Bilbao, les saturó la piel.

La fachada del hotel caribeño daba a la playa y a un embarcadero desde el que partían lanchas hacia Johnny Kay, un cayo anunciado como una sucursal del paraíso.

– Onésimo Carranza -se presentó el hombre en la recepción del Coconut. Pese a su identidad, arrastraba las erres con un fuerte acento centroeuropeo-. Reservé desde Cartagena de Indias, ayer. Aquí tiene nuestros pasaportes.

– Les esperábamos. -El amable conserje recogía la documentación-. Yo mismo atendí su reserva. Bienvenidos a San Andrés. ¿Necesitará algún servicio extra, señor?

Onésimo Carranza le dedicó un pícaro guiño.

– De nada, amigo. Como verá -y la señaló, como si fuese una yegua-, cargo con mi señora.

Al recepcionista, un mulato chino, se le aclaró la tez.

– No me refería a… esa clase de servicios.

– Era broma. ¿Es que los colombianos no tienen sentido del humor?

Para demostrar lo contrario, el mulato rio tardíamente.

– En serio, señor: ¿puedo ofrecerles alguna atención adicional? ¿Automóvil de alquiler? ¿Excursiones en barco, una inolvidable travesía en el submarino panorámico?

Onésimo Carranza no se había quitado las gafas de espejo ni su tenístico gorrito. Indicó, con alacridad:

– Sólo la prensa.

– Los periódicos del día están a su disposición. ¿Desea que se los suban a su habitación?

– ¿Se refiere a la prensa internacional?

– Aunque llegan con retraso, disponemos de diarios españoles -agregó el conserje, en consideración a la nacionalidad de los huéspedes.

Pero Carranza iba a seguir revelándose insensible a la cortesía isleña. Protestó:

– ¿Es que aquí, en San Andrés, no hay periódicos?

– Por supuesto, señor -repuso el mulato, desconcertado-. Tenemos El Vigía, de carácter semanal, y un boletín de noticias turísticas que financiamos los hosteleros.

Carranza le apuntó con el índice. Si lo hubiera hecho con una pistola no le habría inspirado menor cautela.

– ¿Usted costea ese boletín?

– Me refería al consorcio hostelero, señor.

– ¡Así resulta mucho más inteligible y legítimo! -exclamó el huésped, con un énfasis casi judicial-. Porque, tal como me ha parecido se atribuía en un principio, de su plural posesivo podría desprenderse que usted, además de editor de una publicación periódica, sería también accionista de este hotel. Y no se trata del caso, ¿estoy en lo cierto? ¿Verdad que no es dueño de rotativos ni de hoteles de lujo?

Por encima de su humillación, el mulato intentó mantener aquella impertinente mirada. El turista se acodó en el mostrador y disparó una rociada de saliva al preguntarle:

– ¿Estoy hablando, entonces, con un honrado asalariado del Coconut Resort?

El empleado parpadeó. Un indígena frente a los conquistadores no se habría sentido más desnudo.

– Así es, señor.

Carranza resopló.

– En tal caso, hará dos cosas por mí. Me anotará la dirección de ese semanario local, El Vigía, pedirá un taxi para dentro de quince minutos y nos garantizará que mañana nos habremos trasladado a la isla de Providencia. ¿Me ha entendido, o tendré que repetírselo punto por punto?

– Reserva de vuelo -murmuró el conserje, desbaratado-. Dos pasajes, si hay suerte, para el 24 de diciembre, martes…

– ¿El 24? ¿No hay vuelo antes?

– No, señor. Sólo los martes y los jueves.

– Un helicóptero, entonces -insistió Carranza-. O por mar. Contrate en exclusiva ese submarino panorámico. ¡No es dinero lo que me falta, ni lo que me ha traído hasta aquí!

– Podemos volar en Nochebuena -intervino la mujer, que también tenía acento, si bien más suave-. Será muy romántico.

– ¡Haced lo que os dé la gana! -se irritó Carranza.

Dejando al recepcionista al filo de una crisis, el grosero cliente se dirigió a su habitación. La chica lo siguió con docilidad.

Mientras ella se cambiaba, él salió a la terraza. La luz de San Andrés era tan intensa que incluso tras los cristales protectores le escocían los ojos.

La pelirroja abandonó el cuarto de baño y dio unos pasos de baile entre el armario y la cama. Se había pintado los labios de rojo coral. Llevaba minifalda, medias de lycra y una camisa de algodón sobre la que refulgía un extraño broche.

– ¿Estoy guapa?

– Deslumbrante -asintió él, sin mirarla.

Ella se encaramó sobre unos zapatos blancos de tacón, muy caribeños.

– ¿No me dices nada de mis andamios?

– Te levantan el culo. Eso me excita.

La pelirroja rio y empezó a desnudarse.

IL VECCHIO CASTELLO

8

Isla de Providencia (Colombia), 22 de diciembre de 1985, domingo

Caribe adentro, en la Isla de Providencia, a ochenta millas marinas de San Andrés y a más de trescientas de Cartagena de Indias, a Alessandro Amandi le llamaban el patrón. Y no porque el sancionado ex canciller italiano, decimoquinto conde de Spallanza, influyese en el gobierno del islote, pues se mantenía apartado de la comunidad nativa, hasta el punto de relacionarse tan sólo con su maltrecha conciencia, sino porque se sospechaba que era un intocable.

Al margen de ese invisible título, garante de una rutina sin sobresaltos ni molestias, los isleños apenas sabían nada de Alessandro Amandi. Quizá por eso, corrían a su costa rumores que lo identificaban con un perseguido mafioso, con un político corrupto, incluso con un destronado príncipe. Ninguna de esas versiones era en absoluto cierta, aunque, en la tradición de oscuros exiliados que allí, en Providencia, buscaban refugio y olvido, llegaran a rozar la superficie del personaje.

A los ojos de la ley, el decimoquinto conde de Spallanza seguía siendo un honrado ciudadano, con pasaporte internacional y todos sus derechos vigentes, excluida la inmunidad diplomática.

Alessandro Amandi había desembarcado en Providencia cinco años atrás, el día de los Inocentes de 1980, coincidiendo con su expulsión de la embajada de Bogotá. Nada más descender, cargado de maletas y embalajes, del fokker de San Andrés, el conde se había instalado en la mansión de Carlos Reulens, lugarteniente del cártel de Medellín, y uno de los narcos más conspicuos de Colombia.