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«Intenta hacernos creer que esas estilográficas ejercían alguna clase de poder sobre su voluntad -había dictaminado el psiquiatra-. Que su deseo no se enfocaba tanto hacia su posesión, aunque no existía otra forma de aplacar su avidez, su ansiedad, como hacia la necesidad de ser poseído por ellas. Está convencido de que tienen vida propia, de que precisan su compañía y custodia.»

– ¿Qué será de esas piezas? -preguntó Horacio.

Las plumas permanecían bajo custodia del Ministerio del Interior, en una caja de seguridad del Banco de España. Ante su futuro se adivinaba un complicado proceso. Maurizio Amandi estaba dispuesto a donar su ejemplar (algunos museos especializados en objetos de escritura se habían interesado por las legendarias Swastikas de John Egmont), pero los parientes de Moser y Feduchy aún no se habían pronunciado. En cuanto a la cuarta pluma, permanecía en paradero desconocido.

– No es cosa nuestra -repuso Martina, sacando del bolsillo la suya, el ejemplar espurio, que el comisario Satrústegui le había autorizado a conservar.

– ¿Se imagina que desaparezcan obligándonos a reabrir el caso? ¿O que alguien vuelva a matar para obtener la cuarta Swastika?

– De esa manera dispondría usted de nuevos elementos para escribir su historia. Porque se propone dar forma literaria a este caso, ¿estoy en lo cierto?

El rostro de Horacio se encendió.

– He comenzado a tomar algunas notas, la verdad. Y hay un editor interesado.

– Confío en que haya tenido la decencia de cambiarme el nombre e incluir esa tópica advertencia sobre cualquier parecido con la realidad.

– Por mera coincidencia, coincide con el suyo.

Martina recordó que Horacio era aragonés; no había nada que hacer. Sonrió, resignada.

– Tenga, escribirá mejor con esto.

La subinspectora le entregó la Swastika.

– ¿Qué está haciendo, Martina? ¡De ninguna manera puedo aceptarla!

– Se lo ruego. A mí me traería confusos recuerdos.

– Si insiste…

En la mano del archivero, los falsos rubíes brillaron bajo las luces de una farola. La subinspectora despidió a Horacio en la puerta de su casa y se alejó caminando hacia el casco viejo, en busca de un restaurante donde cenar sola.

La oscuridad caía sobre Bolsean. Del cielo negro ella habría querido colgar una esperanza, la mano de un inocente, ecos de causas perdidas. Porque Martina de Santo no exigía belleza a la ciudad. Sólo acción, compasión, justicia y, ojalá, cuando se hubiera curado de las últimas heridas, las de la piel y las del alma, un nuevo caso criminal en el que sumergirse a fondo.

Juan Bolea

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