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– No llegaréis a ninguna parte -les advirtió Patrik mientras pensaba en qué posibilidades se le ofrecían. Ninguna, concluyó. La única alternativa era ir tras Lars y Hanna. Sin motor, no llegarían muy lejos, seguramente arribarían a alguna de las islas que había enfrente. Patrik hizo un último intento-. Hanna, tú no pareces haber sido el cerebro de todo esto. Aún tienes la oportunidad de ayudarnos y de ayudarte a ti misma.

Hanna no respondió. Simplemente, devolvió tranquila la mirada suplicante de Patrik. Luego, muy despacio, llevó su mano hacia la de Lars, hacia la que sostenía la pistola. Lars ya no apuntaba a su hermana, sino que tenía la mano del arma apoyada en el banco en el que ella estaba sentada. Aún con la misma parsimonia ominosa, cogió la mano de Lars y se la llevó a la sien. Patrik vio que el rostro de Lars expresó primero extrañeza, y después, horror. Sin embargo, enseguida se vio dominado por la misma parsimonia que su hermana. Hanna le dijo algo que no pudieron oír quienes estaban en tierra. Él le susurró a su vez, la atrajo hacia sí, con la cabeza apoyada en su pecho. Entonces Hanna puso el índice en el de Lars. Y apretó el gatillo. Patrik se sobresaltó y, detrás de él, Gösta y Martin se quedaron sin respiración. Incapaces de moverse, incapaces de decir nada, vieron cómo Lars se sentaba despacio en la falca del barco, con el cuerpo de Hanna, ensangrentado y sin vida, en un tierno abrazo. La sangre le había salpicado la cara, como si se hubiera pintado para el combate. Y de esa guisa y con la misma calma, los miró por última vez. Luego se llevó la pistola a la sien. Y apretó el gatillo.

Cuando cayó hacia atrás por la borda, Hanna cayó con él. Los mellizos de Hedda desaparecieron bajo la superficie. En las profundidades a las que Hedda los desterró un día.

Tras unos segundos, las ondas provocadas por su caída desaparecieron del todo. El barco ensangrentado se balanceaba sobre las olas del mar y, a lo lejos, como en un sueno, Patrik vio un grupo de barcos que se acercaban. Habían llegado los refuerzos.

Ya cuando sintió el choque que lo convirtió todo en un infierno, supo que la culpa era suya. Ella tenía razón. Era un pájaro cenizo. No la escuchó, insistió y le suplicó, y no cedió hasta que ella consintió por fin. Y ahora el silencio era ensordecedor. El sonido de los coches al colisionar había dado paso a una calma espantosa y la presión del cinturón le había dejado un rastro de dolor en el pecho. Con el rabillo del ojo, vio que su hermana se movía. Apenas osaba mirarla, pero cuando lo hizo se dio cuenta de que tampoco ella había sufrido ningún daño. Combatió el deseo de llorar mientras oía cómo su hermana sollozaba quedamente al principio, antes de estallar en un llanto convulso y estridente. En un primer momento, no se atrevió a mirar el asiento delantero. El silencio total le decía lo que iba a encontrar. Sentía la culpa como un puño alrededor de su garganta. Con mucho cuidado, desenganchó el cinturón de seguridad y se inclinó despacio y lleno de angustia. Retrocedió en el acto y la brusquedad del movimiento intensificó el dolor del pecho. Ella clavó en él sus ojos vacíos. Muertos, ciegos. Le salía sangre por la boca y le había manchado la ropa. Creyó ver la acusación en su mirada exánime. ¿Por qué no me hicisteis caso? ¿Por qué no dejasteis que cuidara de vosotros? ¿Por qué? ¿Por qué? Eres un pájaro cenizo. Mira cómo estoy ahora.

Sollozaba e hipaba para obligar al oxígeno a pasar por la garganta, que parecía estrangulada. Alguien abrió la puerta y vio el rostro de una mujer que lo observaba conmocionada. La mujer se movía de un modo extraño, tambaleándose, y notó con desconcierto que olía igual que la otra mujer. Aquella que sólo existía en su memoria. Era el mismo olor duro que emanaba de su boca, de su piel y de su ropa. Cuando desapareció la dulzura. La mujer lo sacó del coche y comprendió que era la conductora del otro vehículo, el que había chocado con el suyo. La mujer dio un rodeo para sacar a su hermana y él la observó con atención. Jamás olvidaría su semblante.

Después, fueron tantas las preguntas… Y tan extrañas.

«¿De dónde sois?», les preguntaban. «Del bosque», respondían ellos sin comprender por qué aquella respuesta provocaba tanta frustración en el entorno. «Sí, pero, ¿y antes? ¿Antes de llegar a la casa del bosque?» Ellos se quedaban mirando a los que preguntaban sin comprender qué era lo que querían saber. «Somos del bosque», era lo único que sabían responder. Claro que a veces pensaban en las saladas aguas del mar y en los gritos de las aves, pero él nunca dijo una palabra. Lo único que conocía de verdad era el bosque.

Durante los años que transcurrieron después, intentó no pensar en aquellas preguntas. Y, de haber sabido lo frío y malvado que era el mundo de fuera, jamás le habría insistido para que los llevase fuera del bosque. De mil amores se habría quedado con su hermana, aquél era su mundo, un mundo que, una vez ocurrida la desgracia, se les antojaba maravilloso. En comparación con el otro. Pero aquélla era una culpa con la que debería cargar. El lo había ocasionado. El, al no creer que, en efecto, era un pájaro cenizo. Al no creer que acarreaba la desgracia no sólo a sí mismo, sino también a los demás. De modo que la culpa de la mirada muerta de sus ojos era suya y sólo suya.

Con el transcurso de los años, su hermana llegó a ser lo único que lo mantenía vivo. Estaban los dos unidos frente a todos aquellos que intentaban separarlos y convertirlos en algo tan feo como el mundo del exterior. Pero ellos eran distintos. Juntos, eran distintos. En la oscuridad de la noche, siempre hallaban consuelo y podían huir de los horrores del día. La piel de ella contra la suya, el aliento de ella mezclado con el de él.

Y, finalmente, halló un modo de compartir la culpa. Y su hermana estaba siempre dispuesta a ayudarle. Siempre juntos. Siempre. Juntos.

Los primeros compases de la marcha nupcial de Mendelssohn resonaban en la iglesia. A Patrik se le secaba la boca. Miró a Erica, que caminaba a su lado, y luchó por combatir las lágrimas que se empeñaban en salir. Un hombre de verdad debía trazar algún tipo de límite… No era de recibo que caminase hacia el altar hecho un mar de lágrimas. Pero es que se sentía tan inmensamente feliz… Patrik apretó la mano de Erica, que le respondió con una amplia sonrisa.

Era tan guapa que no podía creerlo. Ni tampoco que estuviera allí, a su lado. Una imagen de su anterior boda, cuando se casó con Karin, cruzó como un rayo su mente. Pero el recuerdo desapareció tan pronto como se había presentado. Por lo que a él se refería, aquélla era su primera vez. Era la verdadera. Todo lo demás había sido un ensayo, un rodeo, la preparación para el instante en que pudiera caminar hacia el altar con Erica y prometerle su amor en la necesidad y en la abundancia, hasta que la muerte los separase.

Ya se abrían las puertas de la iglesia y empezaron a caminar despacio, mientras el organista tocaba y las caras sonrientes de los invitados se volvían hacia ellos. Miró una vez más a Erica y él mismo sonrió con más gana aún. Llevaba un vestido de corte sencillo, con pequeños bordados en blanco sobre blanco, que le quedaba perfecto. Se había peinado con un mono suelto y algunos rizos que caían en calculado desorden y llevaba el cabello adornado con florecillas también blancas. Y unos sencillos pendientes de perlas. Estaba infinitamente hermosa. Una vez más, sintió el llanto acudir a sus ojos, pero parpadeó resuelto para mantenerlo a raya. ¡Tenía que lograrlo sin llorar! ¡Tenía que conseguirlo!

En los bancos vieron a sus amigos y familiares. Y todos los colegas de la comisaría. Incluso Mellberg se había empaquetado en un traje y se había enroscado el cabello con más esmero de lo habitual. Tanto él como Gösta acudieron sin pareja, mientras que Martin, el padrino de Patrik, fue acompañado de su querida Pia, y Annika, de su Lennart. Patrik se alegraba de verlos a todos allí reunidos. Hacía tan sólo dos días dudaba de que fuese capaz de hacer lo que ahora se disponía a hacer. Cuando vio a Hanna y a Lars desaparecer hacia las profundidades marinas, sintió una pesadumbre y un cansancio tal que la idea de casarse se le antojaba remota. Pero llegó a casa, Erica lo mandó a la cama y lo arropó, y se pasó veinticuatro horas durmiendo. Y cuando Erica le contó que les habían regalado una cena y una noche en el Stora Hotel y le preguntó si le apetecía, sintió que era justo lo que necesitaba. Estar con Erica, una buena cena, dormir abrazado a ella y hablar, hablar y hablar.