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Miró el reloj. Las siete menos cinco. Faltaban cinco minutos para que Rose-Marie llamase a la puerta. Por cierto que debería hacerle una copia de las llaves de inmediato. No podía permitir que su novia llamase a la puerta como un invitado cualquiera.

A las siete y cinco, Mellberg empezó a preocuparse. Rose-Marie era siempre muy puntual. Arregló un poco el mantel, colocó bien las servilletas en las copas, desplazó los cubiertos unos milímetros a la derecha y luego otra vez al lugar de origen.

A las siete y media estaba convencido de que Rose-Marie yacía muerta en una cuneta. Se imaginó que su pequeño vehículo rojo se estrellaba contra un camión, o contra uno de esos jeeps monstruosos que la gente se empeñaba en comprarse y que eran capaces de demoler cuanto se cruzase en su camino. ¿No debería llamar al hospital? Caminaba desesperado de un lado a otro de la sala de estar hasta que se dijo que quizá debería llamarla primero al móvil. Se dio una palmada en la frente. ¿Cómo no lo había pensado antes? Marcó el número, que conocía de memoria, pero quedó atónito al oír el mensaje grabado según el cual «aquel número no correspondía a ningún abonado». Volvió a marcar pensando que se habría equivocado en alguna cifra, pero obtuvo el mismo mensaje por respuesta.

Tendría que llamar a su hermana y preguntarle si ella conocía la razón del retraso. De repente cayó en la cuenta de que no tenía su número. Y de que no tenía la menor idea de cómo se llamaba su hermana. Lo único que sabía era que vivía en Munkedal. ¿O no? En la mente de Mellberg empezó a germinar una idea inquietante. La desechó, se negaba a aceptarla pero, para sus adentros, vio representada a cámara lenta la escena en la que entraba en el banco para ordenar la transferencia. Doscientas mil coronas. Esa, ni más ni menos, era la cantidad que había transferido al número de cuenta que ella le había dado, un número de una cuenta en España. Doscientas mil. Dinero para comprar una participación en un apartamento. Ya no podía quitarse de la cabeza aquella idea. Llamó al número de información telefónica y preguntó si había algún teléfono o alguna dirección a nombre de Rose-Marie, pero no hallaron nada. Desesperado, intentó recordar si había visto alguna prueba, el carné de identidad o algo parecido que pudiese confirmarle que se llamaba como dijo que se llamaba. Con horror creciente, tomó conciencia de que jamás había visto ningún documento. No sabía ni cómo se llamaba, ni dónde vivía ni quién era, ésa era la amarga verdad. Sólo que ahora ella tenía doscientas mil coronas en una cuenta en España. Su dinero.

Como un sonámbulo, se acercó al frigorífico y sacó la mousse de Rose-Marie. Extrajo el anillo, que brillaba a través del chocolate. Mellberg lo sostuvo entre el índice y el pulgar y estuvo un rato contemplándolo. Después, lo dejó sobre la mesa y, entre sollozos, empezó a comerse el postre.

– ¿No ha sido un día fabuloso?

– Ajá… -confirmó Patrik cerrando los ojos. Habían decidido desde el principio no salir de viaje de novios enseguida, sino emprender un viaje algo más largo cuando Maja hubiese cumplido un par de meses más. El primer destino de la lista era Tailandia, por el momento. Sin embargo, les resultaba un tanto extraño volver a lo cotidiano así, sin más. Pasaron el domingo durmiendo, bebiendo agua y hablando del sábado. De modo que Patrik resolvió tomarse el lunes libre. Quería tener la oportunidad de relajarse y digerirlo todo, antes de que lo cotidiano les impusiera de nuevo sus rutinas. Teniendo en cuenta su esfuerzo de las últimas semanas, nadie tuvo nada que objetar al respecto. Y allí estaban, de hecho, abrazados en el sofá, con la casa para ellos solos. Adrian y Emma estaban en la guardería y Anna se había llevado a Maja a casa de Dan para que ellos dos disfrutasen de un día de paz y tranquilidad. Y no es que necesitara ninguna excusa para ir a casa de Dan. Ella y los niños habían pasado con él todo el domingo.

– ¿No sospechaste nada en ningún momento? -le preguntó Erica al verlo inmerso en sus pensamientos.

Patrik comprendió enseguida a qué se refería. Reflexionó un instante, antes de responder.

– No, la verdad es que no sospeché nada. Hanna era simplemente… normal. Sí que noté que algo la apesadumbraba, pero pensé que tendría problemas en casa. Y sí que los tenía, pero no de la naturaleza que nosotros imaginábamos.

– Pero… ¿cómo podían vivir juntos? ¿Siendo hermanos?

– No creo que obtengamos nunca todas las respuestas, pero Martin llamó antes para contarme que ya teníamos los informes de los Servicios Sociales. Después del accidente, su vida de niños de acogida fue un infierno. Imagínate hasta qué punto les afectaría que los secuestraran y los apartaran de su madre primero, y luego, verse obligados a vivir aislados con Sigrid. Aquello debió de dar origen a algo así como un lazo antinatural entre los dos.

– Ya… -respondió Erica, aunque le costaba imaginárselo. Aquello estaba más allá de todo lo… inteligible-. Pero ¿cómo puede nadie hacer convivir dos partes tan opuestas? -preguntó al cabo de unos minutos.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Patrik besándola en la punta de la nariz.

– Pues que no entiendo cómo puede nadie llevar una vida normal, estudiar y hacerse policía y psicólogo, además. Y, al mismo tiempo, vivir con esa… maldad.

Patrik se tomó su tiempo antes de responder. Él tampoco lo comprendía del todo, pero había cavilado mucho al respecto desde el jueves y creía haber llegado a algo parecido a una respuesta.

– Yo creo que es eso, precisamente, son dos partes distintas. La una llevaba una vida normal. A mí me daba la impresión de que Hanna deseaba de verdad trabajar como policía y hacer algo importante. Y era una buena policía. Sin duda. A Lars no lo conocí antes… -Hizo una pausa, antes de proseguir-. Bueno, tengo de él una idea más vaga, pero es obvio que era un hombre inteligente, y creo que él también tenía la intención de vivir una existencia normal. Al mismo tiempo, el secreto que escondían debía de devorarlos por dentro, devoraría su psique. Así que, cuando se toparon con Elsa Forsell en el primer destino de Hanna en Nyköping, fue como el detonante de algo que, en realidad, había estado latente todo el tiempo. Bueno, ésa es mi teoría, pero jamás llegaremos a saberlo.

– Ya… -respondió Erica pensativa-. Eso es lo que yo sentía con mi madre -explicó-. Como si viviese dos vidas separadas. Una con nosotros, con mi padre, con Anna y conmigo, y otra en su cabeza. Y a esa otra, nosotros no teníamos acceso.

– ¿Por eso has decidido investigar?

– Sí -afirmó Erica-. No lo sé, pero tengo el presentimiento de que nos ocultaban algo.

– ¿Y no tienes ni idea de qué puede ser? -Patrik le apartó de la cara un mechón de pelo sin dejar de contemplarla.

– No -respondió Erica-. Y tampoco sé con exactitud por dónde empezar. No queda nada. Ella nunca guardó nada.

– ¿Estás segura? -preguntó Patrik-. ¿Has mirado en el desván? La última vez que estuve allí, había un montón de chismes viejos.

– La mayoría serán de mi padre. Pero… podríamos echarle un vistazo. Por si acaso -dijo con entusiasmo al tiempo que se ponía de pie.

– ¡¿Ahora?! -preguntó Patrik, que no se sentía con ánimo de dejar el calor del sofá para subir a un desván frío y polvoriento y, además, lleno de telarañas. Y no había nada que él odiase más que las arañas.