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– Tampoco hace falta que me hables en ese tono. Sólo intentaba ayudar.

– Sí, ya… Pero es una idea absurda. Además, fue por mi culpa. Le enfurecí. Se pone celoso cuando sus gallinas comen de mi mano.

– Entonces su cerebro no puede ser tan pequeño -repuso ella con acritud-. ¿Los celos no son un sentimiento humano?

La irritación de Norman fue en aumento.

– ¿Cómo voy yo a saberlo? -preguntó sin la menor amabilidad-. Nunca he tenido la oportunidad de sentirlos.

Mentía, por supuesto. Tenía celos de cualquier hombre capaz de provocar una sonrisa en el rostro de Bessie Coldicott. Era modista en Crowborough y él adoptó la costumbre de rondar por el establecimiento donde trabajaba.

Ella bromeó al respecto.

– ¿Cómo es que pasas tan a menudo por aquí? La carnicería más próxima está a dos manzanas.

– Acorto camino.

– ¡Mentiroso! -Ella le dio una palmada en la muñeca-. Me meterás en líos si vienes tanto. La señora Smith es una buena mujer, pero no le gusta tener a hombres atisbando por la ventana. Molesta a las clientas.

– Lo único que quiero es saludarte. Ella se rió.

– Pero no mientras trabajo, Norman. Me gusta mi empleo y no quiero perderlo. Puedes esperarme en la parte de atrás a la hora de salir. Y me acompañas a casa.

A medida que avanzaba el verano, él pasaba más y más tiempo con Bessie. Le pidió repetidas veces que fuera a ver la granja, pero ella siempre se negaba.

– Vives solo, Norman. ¿Qué diría la gente? -¿Quién te va a ver? Está en medio de la nada.

– Siempre hay alguien. Las viejas aburridas levantan las cortinas para espiar a sus vecinos. En un sitio así todo el mundo habla.

Él se preguntó si sabría algo de Elsie.

– ¿Y qué dicen?

– Que de vez en cuando te visitaba una chica. ¿Es cierto?

Norman siempre había sabido que el tema surgiría algún día. Tomó aire.

– Sí, pero no había nada malo en ello, Bessie. Nunca durmió en la cabaña. Todo era de lo más decoroso.

– ¿Quién es?

– Alguien que conocí en Londres. Me gustó durante un tiempo, pero ahora ya no. El problema es… -Se interrumpió-. Está un poco chiflada. Siempre se comporta de un modo raro… se enfada de repente, grita, y al minuto siguiente rompe a llorar. No consigue conservar ni un solo empleo debido a su actitud.

Bessie hizo una mueca.

– En nuestra calle hay una mujer así. Prorrumpe en sollozos si alguien le dirige la palabra. Papá dice que es porque perdió a dos hijos en la guerra, pero según mamá todo eso le viene de nacimiento. Ya hacía esa clase de cosas antes de que ellos murieran.

– Elsie siempre ha sido rara.

– ¿Ése es su nombre?

Norman asintió.

– Elsie Cameron. De hecho, la idea de que viniera a verme fue más bien de sus padres. Supongo que confiaban en que algún día me casaría con ella y se la quitarían de encima. Es mayor que yo y su familia está harta de tenerla en casa.

– ¡Qué horror!

Sí, pensó Norman. Era un horror. ¿Por qué tenía que facilitarles la vida al señor y a la señora Cameron casándose con su desequilibrada hija? Él no la había parido. Ni la había consentido.

– No te preocupes, cielito -dijo Norman, cogiendo a Bessie de la mano-. Eso no pasará. Tengo muchos planes para el futuro… y ninguno de ellos incluye a Elsie.

– ¿Y qué me dices de mí? ¿Formo parte de tus planes?

– Quizá.

– Entonces no me llames «cielito» -replicó ella, propinándole un fuerte pellizco en la mano-. No soy ningún pollito de peluche al que puedes besar y acariciar a voluntad. Soy yo, y no le pertenezco a nadie.

6

Granja avícola Wesley, Blackness Road. Otoño de 1924

Bessie fue a tomar el té a principios de septiembre. Avisó a Norman con veinticuatro horas de antelación y él se pasó la noche y la mañana adecentando la cabaña. No podía creer lo sucia que estaba. El suelo estaba lleno de mierda de pollo que arrastraba en las botas y había polvo por todas partes.

Avergonzado por el aspecto de las sábanas, fue hasta la ciudad a comprar unas nuevas. Le dejó casi sin dinero, pero estaba seguro de que Bessie no se sentaría en un lecho que apestara a sudor y suciedad. Dobló las sábanas sucias y las escondió en un nido vacío. Su intención era volver a ponerlas antes de que Elsie volviera a la granja para que no sospechara que había recibido la visita de otra mujer.

Todo aquel esfuerzo obtuvo su recompensa. Bessie se quedó impresionada por la cabaña.

– Es muy acogedora. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

– Dos años.

– ¿No pasas frío?

– En invierno sí.

Ella miró hacia la viga que cruzaba el techo, donde él guardaba los sombreros.

– ¡Qué ordenado! ¿Dónde tienes la ropa?

– Aquí detrás. -Él levantó una cortina que estaba clavada a una de las paredes-. La cuelgo de ganchos y la cortina impide que se llene de polvo.

– Muy ordenado -repitió Bessie-. ¿Qué hay aquí dentro? -preguntó, señalando una pequeña cómoda.

A Norman le dio un vuelco el corazón. Las cartas de amor de Elsie. Debería haberlas escondido junto con las sábanas.

– Cuchillas de afeitar, las tijeras… Cosas de hombres.

Ella se sentó en el borde de la cama.

– Es mucho mejor de lo que yo creía. Me esperaba encontrar una especie de choza.

– ¿Por qué?

– Porque siempre te refieres a esto como «la cabaña». La imaginaba de hojalata… o hecha de trozos de hierro viejo. -Dio una palmada sobre el colchón-. Si me hubieras dicho que era así, habría venido antes.

Él no sabía qué pensar de aquel gesto. Debido a los cambios de humor de Elsie, era incapaz de distinguir con claridad las señales femeninas. ¿Sugería Bessie que se sentara a su lado en la cama? ¿O acaso le estaba invitando a ir más allá? ¿O tal vez era una prueba para que demostrara hasta qué punto era un caballero?

Se inclinó para encender el hornillo de petróleo donde reposaba la tetera.

– ¿Dónde te apetece tomar el té? -preguntó.

– Fuera -dijo ella con una sonrisa-. Se está bien al sol. -Se incorporó y se encaminó hacia la puerta-. Ya lo tomaremos dentro cuando refresque el tiempo.