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—Venga... Mire... Está completamente embriagada. Hace un momento se paseaba por el bulevar. Sabe Dios lo que será, pero desde luego, no tiene aspecto de mujer alegre profesional. Yo creo que la han hecho beber y se han aprovechado de su embriaguez para abusar de ella. ¿Comprende usted? Después la han dejado libre en este estado. Observe que sus ropas están desgarradas y mal puestas. No se ha vestido ella misma, sino que la han vestido. Esto es obra de unas manos inexpertas, de unas manos de hombre; se ve claramente. Y ahora mire para ese lado. Ese señor con el que he estado a punto de llegar a las manos hace un momento es un desconocido para mí: es la primera vez que le veo. Él la ha visto como yo, hace unos instantes, en su camino, se ha dado cuenta de que estaba bebida, inconsciente, y ha sentido un vivo deseo de acercarse a ella y, aprovechándose de su estado, llevársela Dios sabe adónde. Estoy seguro de no equivocarme. No me equivoco, créame. He visto cómo la acechaba. Yo he desbaratado sus planes, y ahora sólo espera que me vaya. Mire: se ha retirado un poco y, para disimular, está haciendo un cigarrillo. ¿Cómo podríamos librar de él a esta pobre chica y llevarla a su casa? Piense a ver si se le ocurre algo.

El agente comprendió al punto la situación y se puso a reflexionar. Los propósitos del grueso caballero saltaban a la vista; pero había que conocer los de la muchacha. El agente se inclinó sobre ella para examinar su rostro desde más cerca y experimentó una sincera compasión.

—¡Qué pena! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. Es una niña. Le han tendido un lazo, no cabe duda... Oiga, señorita, ¿dónde vive?

La muchacha levantó sus pesados párpados, miró con una expresión de aturdimiento a los dos hombres a hizo un gesto como para rechazar sus preguntas.

—Oiga, guardia —dijo Raskolnikof, buscando en sus bolsillos, de donde extrajo veinte kopeks—. Aquí tiene dinero. Tome un coche y llévela a su casa. ¡Si pudiéramos averiguar su dirección...!

—Señorita —volvió a decir el agente, cogiendo el dinero—: voy a parar un coche y la acompañaré a su casa. ¿Adónde hay que llevarla? ¿Dónde vive?

—¡Dejadme en paz! ¡Qué pelmas! —exclamó la muchacha, repitiendo el gesto de rechazar a alguien.

—Es lamentable. ¡Qué vergüenza! —se dolió el agente, sacudiendo la cabeza nuevamente con un gesto de reproche, de piedad y de indignación—. Ahí está la dificultad —añadió, dirigiéndose a Raskolnikof y echándole por segunda vez una rápida mirada de arriba abajo. Sin duda le extrañaba que aquel joven andrajoso diera dinero—. ¿La ha encontrado usted lejos de aquí? —le preguntó.

—Ya le he dicho que ella iba delante de mí por el bulevar. Se tambaleaba y, apenas ha llegado al banco, se ha dejado caer.

—¡Qué cosas tan vergonzosas se ven hoy en este mundo, Señor! ¡Tan joven, y ya bebida! No cabe duda de que la han engañado. Mire: sus ropas están llenas de desgarrones. ¡Ah, cuánto vicio hay hoy por el mundo! A lo mejor es hija de casa noble venida a menos. Esto es muy corriente en nuestros tiempos. Parece una muchacha de buena familia.

De nuevo se inclinó sobre ella. Tal vez él mismo era padre de jóvenes bien educadas que habrían podido pasar por señoritas de buena familia y finos modales.

—Lo más importante —exclamó Raskolnikof, agitado—, lo más importante es no permitir que caiga en manos de ese malvado. La ultrajaría por segunda vez; sus pretensiones son claras como el agua. ¡Mírelo! El muy granuja no se va.

Hablaba en voz alta y señalaba al desconocido con el dedo. Éste lo oyó y pareció que iba a dejarse llevar de la cólera, pero se contuvo y se limitó a dirigirle una mirada desdeñosa. Luego se alejó lentamente una docena de pasos y se detuvo de nuevo.

—No permitir que caiga en sus manos —repitió el agente, pensativo—. Desde luego, eso se podría conseguir. Pero tenemos que averiguar su dirección. De lo contrario... Oiga, señorita. Dígame...

Se había inclinado de nuevo sobre ella. De súbito, la muchacha abrió los ojos por completo, miró a los dos hombres atentamente y, como si la luz se hiciera repentinamente en su cerebro, se levantó del banco y emprendió a la inversa el camino por donde había venido.

—¡Los muy insolentes! —murmuró—. ¡No me los puedo quitar de encima!

Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar algo. Iba con paso rápido y todavía inseguro. El elegante desconocido continuó la persecución, pero por el otro lado de la calzada y sin perderla de vista.

—No se inquiete —dijo resueltamente el policía, ajustando su paso al de la muchacha—: ese hombre no la molestará. ¡Ah, cuánto vicio hay por el mundo! —repitió, y lanzó un suspiro.

En ese momento, Raskolnikof se sintió asaltado por un impulso incomprensible.

—¡Oiga! —gritó al noble bigotudo.

El policía se volvió.

—¡Déjela! ¿A usted qué? ¡Deje que se divierta! —y señalaba al perseguidor—. ¿A usted qué?

El agente no comprendía. Le miraba con los ojos muy abiertos.

Raskolnikof se echó a reír.

—¡Bah! —exclamó el agente mientras sacudía la mano con ademán desdeñoso.

Y continuó la persecución del elegante señor y de la muchacha.

Sin duda había tomado a Raskolnikof por un loco o por algo peor.

Cuando el joven se vio solo se dijo, indignado:

«Se lleva mis veinte kopeks. Ahora hará que el otro le pague también y le dejará la muchacha: así terminará la cosa. ¿Quién me ha mandado meterme a socorrerla? ¿Acaso esto es cosa mía? Sólo piensan en comerse vivos unos a otros. ¿A mí qué me importa? Tampoco sé cómo me he atrevido a dar esos veinte kopeks. ¡Como si fueran míos...!»

A pesar de estas extrañas palabras, tenía el corazón oprimido. Se sentó en el banco abandonado. Sus pensamientos eran incoherentes. Por otra parte, pensar, fuera en lo que fuere, era para él un martirio en aquel momento. Hubiera deseado olvidarlo todo, dormirse, después despertar y empezar una nueva vida.

«¡Pobre muchacha! —se dijo mirando el pico del banco donde había estado sentada—. Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se enterará de todo. Primero, su madre le pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser vil, y acto seguido, a lo mejor, la echará a la calle. Aunque no la eche, una Daría Frantzevna cualquiera acabará por olfatear la presa, y ya tenemos a la pobre muchacha rodando de un lado a otro... Después el hospital (así ocurre siempre a las que tienen madres honestas y se ven obligadas a hacer las cosas discretamente), y después... después... otra vez al hospital. Dos o tres años de esta vida, y ya es un ser acabado; sí, a los dieciocho o diecinueve años, ya es una mujer agotada... ¡Cuántas he visto así! ¡Cuántas han llegado a eso! Sí, todas empiezan como ésta... Pero ¡qué me importa a mí! Un tanto por ciento al año ha de terminar así y desaparecer. Dios sabe dónde..., en el infierno, sin duda, para garantizar la tranquilidad de los demás... ¡Un tanto por ciento! ¡Qué expresiones tan finas, tan tranquilizadoras, tan técnicas, emplea la gente...! Un tanto por ciento; no hay, pues, razón, para inquietarse... Si se dijera de otro modo, la cosa cambiaria..., la preocupación sería mayor...