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«¿Es posible que se resigne a vivir sólo por cobardía, por temor a la muerte?», se preguntó de pie junto a la ventana y mirando tristemente al exterior.

Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. Al fin, cuando ya no abrigaba la menor duda acerca de la muerte del desgraciado, éste apareció.

Un grito de alegría se escapó del pecho de Sonia, pero cuando hubo observado atentamente la cara de Raskolnikof, la joven palideció.

—Aquí me tienes, Sonia —dijo Rodion Romanovitch con una sonrisa de burla—. Vengo en busca de tus cruces. Tú misma me enviaste a confesar mi delito públicamente por las esquinas. ¿Por qué tienes miedo ahora?

Sonia le miraba con un gesto de estupor. Su acento le parecía extraño. Un estremecimiento glacial le recorrió todo el cuerpo. Pero enseguida advirtió que aquel tono, e incluso las mismas palabras, era una ficción de Rodia. Además, Raskolnikof, mientras le hablaba, evitaba que sus ojos se encontraran con los de ella.

—He pensado, Sonia, que, en interés mío, debo obrar así, pues hay una circunstancia que... Pero esto sería demasiado largo de contar, demasiado largo y, además, inútil. Pero me ocurre una cosa: me irrita pensar que dentro de unos instantes todos esos brutos me rodearán, fijarán sus ojos en mí y me harán una serie de preguntas necias a las que tendré que contestar. Me apuntarán con el dedo... No iré a ver a Porfirio. Lo tengo atragantado. Prefiero presentarme a mi amigo el «teniente Pólvora». Se quedará boquiabierto. Será un golpe teatral. Pero necesitaré serenarme: estoy demasiado nervioso en estos últimos tiempos. Aunque te parezca mentira, acabo de levantar el puño a mi hermana porque se ha vuelto para verme por última vez. Es una vergüenza sentirse tan vil. He caído muy bajo... Bueno, ¿dónde están esas cruces?

Raskolnikof estaba fuera de sí. No podía permanecer quieto un momento ni fijar su pensamiento en ninguna idea. Su mente pasaba de una cosa a otra en repentinos saltos. Empezaba a desvariar y sus manos temblaban ligeramente.

Sonia, sin desplegar los labios, sacó de un cajón dos cruces, una de madera de ciprés y la otra de cobre. Luego se santiguó, bendijo a Rodia y le colgó del cuello la cruz de madera.

—En resumidas cuentas, esto significa que acabo de cargar con una cruz. ¡Je, je! Como si fuera poco lo que he sufrido hasta hoy... Una cruz de madera, es decir, la cruz de los pobres. La de cobre, que perteneció a Lisbeth, te la quedas para ti. Déjame verla. Lisbeth debía de llevarla en aquel momento. ¿Verdad que la llevaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña imagen. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía llevar ahora en mi cuello... Pero no digo más que tonterías y me olvido de las cosas importantes. ¡Estoy tan distraído! Oye, Sonia, he venido sólo para prevenirte, para que lo sepas todo... Para eso y nada más... Pero no, creo que quería decirte algo más... Tú misma has querido que diera este paso. Ahora me meterán en la cárcel y tu deseo se habrá cumplido... Pero ¿por qué lloras? ¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto!

Sin embargo, las lágrimas de Sonia le habían conmovido; sentía una fuerte presión en el pecho.

«Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? —pensó—. ¿Qué soy yo para ella? ¿Por qué llora y quiere acompañarme, por lejos que vaya, como si fuera mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi criada, mi niñera...?u

—Santíguate... Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración —suplicó la muchacha con voz humilde y temblorosa.

—Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonia, de todo corazón.

Pero no era exactamente esto lo que quería decir.

Hizo varias veces la señal de la cruz. Sonia cogió su chal y se envolvió con él la cabeza. Era un chal de paño verde, seguramente el mismo del que hablara Marmeladof en cierta ocasión y que servía para toda la familia. Raskolnikof pensó en ello, pero no hizo pregunta alguna. Empezaba a sentirse incapaz de fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió una profunda inquietud. De pronto observó, sorprendido, que Sonia se disponía a acompañarle.

—¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo —dijo, irritado, mientras se dirigía a la puerta—. No necesito acompañamiento —gruñó al cruzar el umbral.

Sonia permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodia ni siquiera le había dicho adiós: se había olvidado de ella. Un sentimiento de duda y de rebeldía llenaba su corazón.

«¿Debo hacerlo? —se preguntó mientras bajaba la escalera—. ¿No sería preferible volver atrás, arreglar las cosas de otro modo y no ir a entregarme?

Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las vacilaciones había pasado.

Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonia y de que la joven, con el chal en la cabeza, había quedado clavada en el suelo al oír su grito de furor... Este pensamiento lo detuvo un instante, pero pronto surgió con toda claridad en su mente una idea que parecía haber estado rondando vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse.

«¿Para qué he ido a su casa? Le he dicho que iba por un asunto. Pero ¿qué asunto? No tengo ninguno. ¿Para anunciarle que iba a presentarme? ¡Como si esto fuera necesario! ¿Será que la amo? No puede ser, puesto que acabo de rechazarla como a un perro. ¿Acaso tenía yo alguna necesidad de la cruz? ¡Qué bajo he caído! Lo que yo necesitaba eran sus lágrimas, lo que quería era recrearme ante la expresión de terror de su rostro y las torturas de su desgarrado corazón. Además, deseaba aferrarme a cualquier cosa para ganar tiempo y contemplar un rostro humano... ¡Y he osado enorgullecerme, creerme llamado a un alto destino! ¡Qué miserable y qué cobarde soy!

Avanzaba a lo largo del malecón del canal y ya estaba muy cerca del término de su camino. Pero al llegar al puente se detuvo, vaciló un momento y, de pronto, se dirigió a la plaza del Mercado.

Miraba ávidamente a derecha e izquierda. Se esforzaba por examinar atentamente las cosas más insignificantes que encontraba en su camino, pero no podía fijar la atención: todo parecía huir de su mente.

«Dentro de una semana o de un mes —se dijo— volveré a pasar este puente en un coche celular... ¿Cómo miraré entonces el canal? ¿Volveré a fijarme en el rótulo que ahora estoy leyendo? En él veo la palabra "Compañía". ¿Leeré las letras una a una como ahora? Esa "a" que ahora estoy viendo, ¿me parecerá la misma dentro de un mes? ¿Qué sentiré cuando la mire? ¿Qué pensaré entonces? ¡Dios mío, qué mezquinas son estas preocupaciones...! Verdaderamente, todo esto debe de ser curioso... dentro de su género... ¡Ja, ja, ja! ¡Qué cosas se me ocurren! Estoy haciendo el niño y me gusta mostrarme así a mí mismo... ¿Por qué he de avergonzarme de mis pensamientos...? ¡Qué barahúnda...! Ese gordinflón, que sin duda es alemán, acaba de empujarme, pero ¡qué lejos está de saber a quién ha empujado! Esa mujer que tiene un niño en brazos y pide limosna me cree, no cabe duda más feliz que ella. Seria chocante que pudiera socorrerla... ¡Pero si llevo cinco kopeks en el bolsillo! ¿Cómo diablo habrán venido a parar aquí?»

—Toma, hermana.

—Que Dios se lo pague —dijo con voz lastimera la mendiga.