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Llegó a la plaza del Mercado. Estaba llena de gente. Le molestaba codearse con aquella multitud, sí, le molestaba profundamente, pero no por eso dejaba de dirigirse a los lugares donde la muchedumbre era más compacta. Habría dado cualquier cosa por estar solo, pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que no podría soportar la soledad un solo instante. En medio de la multitud, un borracho se entregaba a las mayores extravagancias: intentaba bailar, pero lo único que conseguía era caer. Los curiosos le habían rodeado. Raskolnikof se abrió paso entre ellos y llegó a la primera fila. Estuvo contemplando un momento al borracho y, de pronto, se echó a reír convulsivamente. Poco después se olvidó de todo. Estuvo aún un momento mirando al hombre bebido y luego se alejó del grupo sin darse cuenta del lugar donde se hallaba. Pero, al llegar al centro de la plaza, le asaltó una sensación que se apoderó de todo su ser.

Acababa de acordarse de estas palabras de Sonia: «Ve a la primera esquina, saluda a la gente, besa la tierra que has mancillado con tu crimen y di en voz alta, para que todo el mundo te oiga: "¡Soy un asesino!"

Ante este recuerdo empezó a temblar de pies a cabeza. Estaba tan aniquilado por las inquietudes de los días últimos y, sobre todo, de las últimas horas, que se abandonó ávidamente a la esperanza de una sensación nueva, fuerte y profunda. La sensación se apoderó de él con tal fuerza, que sacudió su cuerpo, iluminó su corazón como una centella y al punto se convirtió en fuego devorador. Una inmensa ternura se adueñó de él; las lágrimas brotaron de sus ojos. Sin vacilar, se dejó caer de rodillas en el suelo, se inclinó y besó la tierra, el barro, con verdadero placer. Después se levantó y enseguida volvió a arrodillarse.

—¡Éste ha bebido lo suyo! —dijo un joven que pasaba cerca.

El comentario fue acogido con grandes carcajadas.

—Es un peregrino que parte para Tierra Santa, hermanos —dijo otro, que había bebido más de la cuenta—, y que se despide de sus amados hijos y de su patria. Saluda a todos y besa el suelo patrio en su capital, San Petersburgo.

—Es todavía joven —observó un tercero.

—Es un noble —dijo una voz grave.

—Hoy en día es imposible distinguir a los nobles de los que no lo son.

Estos comentarios detuvieron en los labios de Raskolnikof las palabras «Soy un asesino» que se disponía a pronunciar. Sin embargo, soportó con gran calma las burlas de la multitud, se levantó y, sin volverse, echó a andar hacia la comisaría.

Pronto apareció alguien en su camino. No se asombró, porque lo esperaba. En el momento en que se había arrodillado por segunda vez en la plaza del Mercado había visto a Sonia a su izquierda, a unos cincuenta pasos. Trataba de pasar inadvertida para él, ocultándose tras una de las barracas de madera que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su Calvario.

En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikof. Comprendió que Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su destino le condujera al fin del mundo. Este convencimiento le trastornó, pero en seguida advirtió que había llegado al término fatal de su camino.

Entró en el patio con paso firme. Las oficinas de la comisaría estaban en el tercer piso.

«El tiempo que tarde en subir me pertenece», se dijo.

El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien.

Encontró la escalera como la vez anterior: cubierta de basuras y llena de los olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los rellanos. Raskolnikof no había vuelto a la comisaría desde su primera visita. Sus piernas se negaban a obedecerle y le impedían avanzar. Se detuvo un momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre.

«Pero ¿por qué he de preocuparme del modo de entrar? —se preguntó de pronto—. De todas formas, he de apurar la copa. ¿Qué importa, pues, el modo de bebérmela? Cuanto más amargue el contenido, más mérito tendrá mi sacrificio.»

Pensó de pronto en Ilia Petrovitch, el «teniente Pólvora».

«Pero ¿es que sólo con él puedo hablar? ¿Acaso no podría dirigirme a otro, a Nikodim Fomitch, por ejemplo? ¿Y si volviera atrás y fuese a visitar al comisario de policía en su domicilio? Entonces la escena se desarrollaría de un modo menos oficial y menos... No, no; me enfrentaré con el "teniente Pólvora". Puesto que hay que beberse la copa, me la beberé de una vez.»

Y presa de un frío de muerte, con movimientos casi inconscientes, Raskolnikof abrió la puerta de la comisaría.

Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo. Ni siquiera apareció el gendarme de guardia. Raskolnikof pasó a la pieza inmediata.

«A lo mejor, no puedo decir nada todavía», pensó.

Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario escribía inclinado sobre su mesa. Zamiotof no estaba. El comisario, tampoco.

—¿No hay nadie? —preguntó al escribiente.

—¿A quién quiere ver?

En esto se dejó oír una voz conocida.

—No necesito oídos ni ojos: cuando llega un ruso, percibo por instinto su presencia..., como dice el cuento. Encantado de verle.

Raskolnikof empezó a temblar. El «teniente Pólvora» estaba ante él. Había salido de pronto de la tercera habitación.

«Es el destino —pensó Raskolnikof—. ¿Qué hace este hombre aquí?»

—¿Viene usted a vernos? ¿Con qué objeto?

Parecía estar de excelente humor y bastante animado.

—Si ha venido usted por algún asunto del despacho —continuó—, es demasiado temprano. Yo estoy aquí por casualidad... Dígame: ¿puedo serle útil en algo? Le aseguro, señor... ¡Caramba no me acuerdo del apellido! Perdóneme...

—Raskolnikof.

—¡Ah, sí! Raskolnikof. Lo siento, pero se me había ido de la memoria... Le ruego que me perdone, Rodion Ro... Ro... Rodionovitch, ¿no?

—Rodion Romanovitch.

—¡Eso es: Rodion Romanovitch! Lo tenía en la punta de la lengua. He procurado tener noticias de usted con frecuencia. Le aseguro que he lamentado profundamente nuestro comportamiento con usted hace unos días. Después supe que era usted escritor, incluso un sabio, en el principio de su carrera. ¿Y qué escritor joven no ha empezado por...? Tanto mi mujer como yo somos aficionados a la lectura. Pero mi mujer me aventaja: siente verdadera pasión, una especie de locura, por las letras y las artes... Excepto la nobleza de sangre, todo lo demás puede adquirirse por medio del talento, el genio, la sabiduría, la inteligencia. Fijémonos, por ejemplo, en un sombrero. ¿Qué es un sombrero? Sencillamente, una cosa que se puede comprar en casa de Zimmermann. Pero lo que queda debajo del sombrero, usted no lo podrá comprar... Le aseguro que incluso estuve a punto de ir a visitarlo, pero me dije que... Bueno, a todo esto no le he preguntado qué es lo que desea... Su familia está en Petersburgo, ¿verdad?

—Sí, mi madre y mi hermana.