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Raskolnikof ignoró durante largo tiempo la muerte de su madre. Sin embargo, desde su llegada a Siberia recibía regularmente noticias de su familia por mediación de Sonia, que escribía todos los meses a los esposos Rasumikhine y nunca dejaba de recibir respuesta. Las cartas de Sonia parecieron al principio demasiado secas a Dunia y su marido. No les gustaban. Pero después comprendieron que Sonia no podía escribir de otro modo y que, al fin y al cabo, aquellas cartas les daban una idea clara y precisa de la vida del desgraciado Raskolnikof, pues abundaban en detalles sobre este punto. Sonia describía tan simple como minuciosamente la existencia de Raskolnikof en el presidio. No hablaba de sus propias esperanzas, de sus planes para el futuro ni de sus sentimientos personales. En vez de explicar el estado espiritual, la vida interior del condenado, de interpretar sus reacciones, se limitaba a citar hechos, a repetir las palabras pronunciadas por Rodia, a dar noticias de su salud, a transmitir los deseos que había expresado, los encargos que había hecho... Gracias a estas noticias en extremo detalladas, pronto creyeron tener junto a ellos a su desventurado hermano, y no podían equivocarse al imaginárselo, pues se fundaban en datos exactos y precisos.

Sin embargo, las noticias que recibían no tenían, especialmente al principio, nada de consolador para el matrimonio. Sonia contaba a Dunia y a su marido que Rodia estaba siempre sombrío y taciturno, que permanecía indiferente a las noticias de Petersburgo que ella le transmitía, que la interrogaba a veces por su madre. Y cuando Sonia se dio cuenta de que sospechaba la verdad sobre la suerte de Pulqueria Alejandrovna, le dijo francamente que había muerto, y entonces, para sorpresa suya, vio que Raskolnikof permanecía poco menos que impasible. Aunque concentrado en sí mismo y ajeno a cuanto le rodeaba —le explicaba Sonia en una carta—, miraba francamente y con entereza su nueva vida. Se daba perfecta cuenta de su situación y no esperaba que mejorase en mucho tiempo. No alimentaba vanas esperanzas, contrariamente a lo que suele ocurrir en los casos como el suyo, y no parecía experimentar extrañeza alguna en su nuevo ambiente, tan distinto del que había conocido hasta entonces.

Su salud era satisfactoria. Iba al trabajo sin resistencia ni apresuramiento; no lo eludía, pero tampoco lo buscaba. Se mostraba indiferente respecto a la alimentación, pero ésta era tan mala, exceptuando los domingos y días de fiesta, que al fin aceptó algún dinero de Sonia para poder tomar té todos los días. Sin embargo, le rogó que no se preocupara por él, pues le contrariaba ser motivo de inquietud para otras personas.

En otra de sus cartas, Sonia les explicó que Rodia dormía hacinado con los demás detenidos. Ella no había visto la fortaleza donde estaban encerrados, pero tenía noticias de que los presos vivían amontonados, en condiciones nada saludables y francamente horribles. Raskolnikof dormía sobre un jergón cubierto por un simple trozo de tela y no deseaba tener un lecho más cómodo.

Si rechazaba todo aquello que podía suavizar su vida, hacerla un poco menos ingrata, no era por principio, sino simplemente por apatía, por indiferencia hacia su suerte. Sonia contaba que, al principio, sus visitas, lejos de complacer a Raskolnikof, lo irritaban. Sólo abría la boca para hacerle reproches. Pero después se acostumbró a aquellas entrevistas, y llegaron a serle tan indispensables, que cayó en una profunda tristeza en cierta ocasión en que Sonia se puso enferma y estuvo algún tiempo sin ir a visitarle.

Los días de fiesta lo veía en la puerta de la prisión o en el cuerpo de guardia, adonde dejaban ir al preso para unos minutos cuando ella lo solicitaba. Los días laborables iba a verlo en los talleres donde trabajaba o en los cobertizos de la orilla del Irtych.

En sus cartas, Sonia hablaba también de sí misma. Decía que había logrado crearse relaciones y obtener cierta protección en su nueva vida. Se dedicaba a trabajos de aguja, y como en la ciudad escaseaban las costureras, había conseguido bastantes clientes. Lo que no decía era que había logrado que las autoridades se interesaran por la suerte de Raskolnikof y lo excluyeran de los trabajos más duros.

Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las últimas de Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror angustioso) que Raskolnikof huía de todo el mundo, que sus compañeros de prisión no le querían, que estaba pálido como un muerto y que pasaba días enteros sin pronunciar una sola palabra.

En una nueva carta, Sonia manifestó que Rodia estaba enfermo de gravedad y se le había trasladado al hospital del presidio.

II

Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible vida del presidio, ni los trabajos forzados, ni la alimentación, ni la vergüenza de llevar la cabeza rapada e ir vestido de harapos lo que había quebrantado su naturaleza. ¡Qué le importaban todas estas miserias, todas estas torturas! Por el contrario, se sentía satisfecho de trabajar: la fatiga física le proporcionaba, al menos, varias horas de sueño tranquilo. ¿Y qué podía importarle la comida, aquella sopa de coles donde nadaban las cucarachas? Cosas peores había conocido en sus tiempos de estudiante. Llevaba ropas de abrigo adaptadas a su género de vida. En cuanto a los grilletes, ni siquiera notaba su peso. Quedaba la humillación de llevar la cabeza rapada y el uniforme de presidiario. Pero ¿ante quién podía sonrojarse? ¿Ante Sonia? Sonia le temía. Además, ¿qué vergüenza podía sentir ante ella? Sin embargo, enrojecía al verla y, para vengarse, la trataba grosera y despectivamente.

Pero su vergüenza no la provocaban los grilletes ni la cabeza rapada. Le habían herido cruelmente en su orgullo, y era el dolor de esta herida lo que le atormentaba. ¡Qué feliz habría sido si hubiese podido hacerse a sí mismo alguna acusación! ¡Qué fácil le habría sido entonces soportar incluso el deshonor y la vergüenza! Pero, por más que quería mostrarse severo consigo mismo, su endurecida conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado. Lo único que se reprochaba era haber fracasado, cosa que podía ocurrir a todo el mundo. Se sentía humillado al decirse que él, Raskolnikof, estaba perdido para siempre por una ciega disposición del destino y que tenía que resignarse, que someterse al absurdo de este juicio sin apelación si quería recobrar un poco de calma. Una inquietud sin finalidad en el presente y un sacrificio continuo y estéril en el porvenir: he aquí todo lo que le quedaba sobre la tierra. Vano consuelo para él poder decirse que, transcurridos ocho años, sólo tendría treinta y dos y podría empezar una nueva vida. ¿Para qué vivir? ¿Qué provecho tenía? ¿Hacia dónde dirigir sus esfuerzos? Bien que se viviera por una idea, por una esperanza, incluso por un capricho, pero vivir simplemente no le había satisfecho jamás: siempre habla querido algo más. Tal vez la violencia de sus deseos le había hecho creer tiempo atrás que era uno de esos hombres que tienen más derechos que el tipo común de los mortales.

Si al menos el destino le hubiera procurado el arrepentimiento, el arrepentimiento punzante que destroza el corazón y quita el sueño, el arrepentimiento que llena el alma de terror hasta el punto de hacer desear la cuerda de la horca o las aguas profundas... ¡Con qué satisfacción lo habría recibido! Sufrir y llorar es también vivir. Pero él no estaba en modo alguno arrepentido de su crimen. ¡Si al menos hubiera podido reprocharse su necedad, como había hecho tiempo atrás, por las torpezas y los desatinos que le habían llevado a la prisión! Pero cuando reflexionaba ahora, en los ratos de ocio del cautiverio, sobre su conducta pasada, estaba muy lejos de considerarla tan desatinada y torpe como le había parecido en aquella época trágica de su vida.