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»—Simón Zaharevitch —dijo Catalina Ivanovna— tiene ahora un empleo y recibe un sueldo. Se ha presentado a su excelencia, y su excelencia ha salido de su despacho, ha tendido la mano a Simón Zaharevitch, ha dicho a todos los demás que esperasen y lo ha hecho pasar delante de todos. ¿Comprende, comprende usted? "Naturalmente —le ha dicho su excelencia—, me acuerdo de sus servicios, Simón Zaharevitch, y, aunque usted no se portó como es debido, su promesa de no reincidir y, por otra parte, el hecho de que aquí ha ido todo mal durante su ausencia (¿se da usted cuenta de lo que esto significa?), me induce a creer en su palabra."

»Huelga decir —continuó Marmeladof— que todo esto lo inventó mi mujer, pero no por ligereza, ni para darse importancia. Es que ella misma lo creía y se consolaba con sus propias invenciones, palabra de honor. Yo no se lo reprocho, no se lo puedo reprochar. Y cuando, hace seis días, le entregué íntegro mi primer sueldo, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me llamó cariñito. "¡Cariñito mío!", me dijo, y tuvimos un íntimo coloquio, ¿comprende? Y dígame, se lo ruego: ¿qué encanto puedo tener yo y qué papel puedo hacer como esposo? Sin embargo, ella me pellizcó la cara y me llamó cariñito.

Marmeladof se detuvo. Intentó sonreír, pero su barbilla empezó a temblar. Sin embargo, logró contenerse. Aquella taberna, aquel rostro de hombre acabado, las cinco noches pasadas en las barcas de heno, aquella botella y, unido a esto, la ternura enfermiza de aquel hombre por su esposa y su familia, tenían perplejo a su interlocutor. Raskolnikof estaba pendiente de sus labios, pero experimentaba una sensación penosa y se arrepentía de haber entrado en aquel lugar.

—¡Ah, señor, mi querido señor! —exclamó Marmeladof, algo repuesto—. Tal vez a usted le parezca todo esto tan cómico como a todos los demás; tal vez le esté fastidiando con todos estos pequeños detalles, miserables y estúpidos, de mi vida doméstica. Pero le aseguro que yo no tengo ganas de reír, pues siento todo esto. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche estuve urdiendo en mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo reorganizaría nuestra vida, en los vestidos que pondrían a los niños, en la tranquilidad que iba a tener mi esposa, en que arrancaría a mi hija de la vida de oprobio que llevaba y la restituiría al seno de la familia... Y todavía soñé muchas cosas más... Pero he aquí, caballero —y Marmeladof se estremeció de súbito, levantó la cabeza y miró fijamente a su interlocutor—, he aquí que al mismo día siguiente a aquel en que acaricié todos estos sueños (de esto hace exactamente cinco días), por la noche, inventé una mentira y, como un ladrón nocturno, robé la llave del baúl de Catalina Ivanovna y me apoderé del resto del dinero que le había entregado. ¿Cuánto había? No lo recuerdo. Pero... ¡miradme todos! Hace cinco días que no he puesto los pies en mi casa, y los míos me buscan, y he perdido mi empleo. El uniforme lo cambié por este traje en una taberna del puente de Egipto. Todo ha terminado.

Se dio un puñetazo en la cabeza, apretó los dientes, cerró los ojos y se acodó en la mesa pesadamente. Poco después, su semblante se transformó y, mirando a Raskolnikof con una especie de malicia intencionada, de cinismo fingido, se echó a reír y exclamó:

—Hoy he estado en casa de Sonia. He ido a pedirle dinero para beber. ¡Ja, ja, ja!

—¿Y ella te lo ha dado? —preguntó uno de los que habían entrado últimamente, echándose también a reír.

—Esta media botella que ve usted aquí está pagada con su dinero —continuó Marmeladof, dirigiéndose exclusivamente a Raskolnikof—. Me ha dado treinta kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he visto con mis propios ojos. Ella no me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio... Ha sido una mirada que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Sólo allá arriba se puede sufrir así por los hombres y llorar por ellos sin condenarlos. Sí, sin condenarlos... Pero es todavía más amargo que no se nos condene. Treinta kopeks... ¿Acaso ella no los necesita? ¿No le parece a usted, mi querido señor, que ella ha de conservar una limpieza atrayente? Esta limpieza cuesta dinero; es una limpieza especial. ¿No le parece? Hacen falta cremas, enaguas almidonadas, elegantes zapatos que embellezcan el pie en el momento de saltar sobre un charco. ¿Comprende, comprende usted la importancia de esta limpieza? Pues bien; he aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los treinta kopeks que tenía. Y me los bebo, ya me los he bebido. Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de un hombre como yo? Dígame, señor: ¿tiene usted piedad de mí o no la tiene? Con franqueza, señor: ¿me compadece o no me compadece? ¡Ja, ja, ja!

Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.

—Pero ¿por qué te han de compadecer? —preguntó el tabernero, acercándose a Marmeladof.

La sala se llenó de risas mezcladas con insultos. Los primeros en reír e insultar fueron los que escuchaban al funcionario. Los otros, los que no habían prestado atención, les hicieron coro, pues les bastaba ver la cara del charlatán.

—¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? —bramó de pronto Marmeladof, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación, como si sólo esperase este momento—. ¿Por qué me han de compadecer?, me preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que merezco es que me crucifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión...! ¡Crucifícame, juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo me encaminaré al suplicio, pues tengo sed de dolor y de lágrimas, no de alegría. ¿Crees acaso, comerciante, que la media botella me ha proporcionado algún placer? Sólo dolor, dolor y lágrimas he buscado en el fondo de este frasco... Sí, dolor y lágrimas... Y los he encontrado, y los he saboreado. Pero nosotros no podemos recibir la piedad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los hombres; de Aquel que todo lo comprende, del único, de nuestro único Juez. Él vendrá el día del Juicio y preguntará: «¿Dónde está esa joven que se ha sacrificado por una madrastra tísica y cruel y por unos niños que no son sus hermanos? ¿Dónde está esa joven que ha tenido piedad de su padre y no ha vuelto la cara con horror ante ese bebedor despreciable?» Y dirá a Sonia: «Ven. Yo te perdoné..., te perdoné..., y ahora te redimo de todos tus pecados, porque tú has amado mucho.» Sí, Él perdonará a mi Sonia, Él la perdonará, yo sé que Él la perdonará. Lo he sentido en mi corazón hace unas horas, cuando estaba en su casa... Todos seremos juzgados por Él, los buenos y los malos. Y nosotros oiremos también su verbo. Él nos dirá: «Acercaos, acercaos también vosotros, los bebedores; acercaos, débiles y desvergonzadas criaturas.» Y todos avanzaremos sin temor y nos detendremos ante Él. Y Él dirá: «¡Sois unos cerdos, lleváis el sello de la bestia y como bestias sois, pero venid conmigo también!» Entonces, los inteligentes y los austeros se volverán hacia Él y exclamarán: «Señor, ¿por qué recibes a éstos?» Y Él responderá: «Los recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh personas sensatas!, porque ninguno de ellos se ha considerado jamás digno de este favor.» Y Él nos tenderá sus divinos brazos y nosotros nos arrojaremos en ellos, deshechos en lágrimas..., y lo comprenderemos todo, entonces lo comprenderemos todo..., y entonces todos comprenderán... También comprenderá Catalina Ivanovna... ¡Señor, venga a nos el reino!

Se dejó caer en un asiento, agotado, sin mirar a nadie, como si, en la profundidad de su delirio, se hubiera olvidado de todo lo que le rodeaba.