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Antes de salir, Raskolnikof había tenido tiempo de llevarse la mano al bolsillo, coger las monedas que le quedaban del rublo que había cambiado en la taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el alféizar de la ventana. Después, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y estuvo a punto de volver a subir.

«¡Qué estupidez he cometido! —pensó—. Ellos tienen a Sonia, y yo no tengo quien me ayude.»

Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que, aunque hubiese podido, no lo habría hecho, y decidió volverse a casa.

«Sonia necesita cremas —siguió diciéndose, con una risita sarcástica, mientras iba por la calle—. Es una limpieza que cuesta dinero. A lo mejor, Sonia está ahora sin un kopek, pues esta caza de hombres, como la de los animales, depende de la suerte. Sin mi dinero, tendrían que apretarse el cinturón. Lo mismo les ocurre con Sonia. En ella han encontrado una verdadera mina. Y se aprovechan... Sí, se aprovechan. Se han acostumbrado. Al principio derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbraron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.»

Quedó ensimismado. De pronto, involuntariamente, exclamó:

—Pero ¿y si esto no es verdad? ¿Y si el hombre no es un ser miserable, o, por lo menos, todos los hombres? Entonces habría que admitir que nos dominan los prejuicios, los temores vanos, y que uno no debe detenerse ante nada ni ante nadie. ¡Obrar: es lo que hay que hacer!

III

Al día siguiente se despertó tarde, después de un sueño intranquilo que no le había procurado descanso alguno. Se despertó de pésimo humor y paseó por su buhardilla una mirada hostil. La habitación no tenía más de seis pasos de largo y ofrecía el aspecto más miserable, con su papel amarillo y polvoriento, despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo en unos centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le habría cohibido el temor de dar con la cabeza en el techo. Los muebles estaban en armonía con el local. Consistían en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual se veían, como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba verlos para deducir que no los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un largo y extraño diván que ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura de la pieza y que estaba tapizado de una indiana hecha jirones. Éste era el lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente vestido y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita.

No era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono; pero Raskolnikof, dado su estado de espíritu, se sentía feliz en aquel antro. Se había aislado de todo el mundo y vivía como una tortuga en su concha. La simple presencia de la sirvienta de la casa, que de vez en cuando echaba a su habitación una ojeada, le ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos mentales dominados por ideas fijas.

Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni siquiera le había pasado por la imaginación ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba sin comer. Nastasia, la cocinera y única sirvienta de la casa, estaba encantada con la actitud del inquilino, cuya habitación había dejado de barrer y limpiar hacía tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la escoba. Ella fue la que lo despertó aquella mañana.

—¡Vamos! ¡Levántate ya! —le gritó—. ¿Piensas pasarte la vida durmiendo? Son ya las nueve... Te he traído té. ¿Quieres una taza? Pareces un muerto.

El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció a la sirvienta.

—¿Me lo envía la patrona? —preguntó, incorporándose penosamente.

—¿Cómo se le ha ocurrido ese disparate?

Y puso ante él una rajada tetera en la que quedaba todavía un poco de té, y dos terrones de azúcar amarillento.

—Oye, Nastasia; hazme un favor —dijo Raskolnikof, sacando de un bolsillo un puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque, como de costumbre, se había acostado vestido—. Toma y ve a comprarme un panecillo blanco y un poco de salchichón del más barato.

-El panecillo blanco te lo traeré enseguida pero el salchichón... ¿No prefieres un plato de chtchis [9] ? Es de ayer y está riquísimo. Te lo guardé, pero viniste demasiado tarde. Palabra que está muy bueno.

Cuando trajo la sopa y Raskolnikof se puso a comer, Nastasia se sentó a su lado, en el diván, y empezó a charlar. Era una campesina que hablaba por los codos y que había llegado a la capital directamente de su aldea.

—Praskovia Pavlovna quiere denunciarte a la policía —dijo.

El frunció las cejas.

—¿A la policía? ¿Por qué?

—Porque ni le pagas ni lo vas a hacer: la cosa no puede estar más clara.

—Es lo único que me faltaba —murmuró el joven, apretando los dientes—. En estos momentos, esa denuncia sería un trastorno para mí. ¡Esa mujer es tonta! —añadió en voz alta—. Hoy iré a hablar con ella.

—Desde luego, es tonta. Tanto como yo. Pero tú, que eres inteligente, ¿por qué te pasas el día echado así como un saco? Y no se sabe ni siquiera qué color tiene el dinero. Dices que antes dabas lecciones a los niños. ¿Por qué ahora no haces nada?

—Hago algo —replicó Raskolnikof secamente, como hablando a la fuerza.

—¿Qué es lo que haces?

—Un trabajo.

—¿Qué trabajo?

—Medito —respondió el joven gravemente, tras un silencio.

Nastasia empezó a retorcerse. Era un temperamento alegre y, cuando la hacían reír, se retorcía en silencio, mientras todo su cuerpo era sacudido por las mudas carcajadas.

—¿Has ganado mucho con tus meditaciones? —preguntó cuando al fin pudo hablar.

—No se pueden dar lecciones cuando no se tienen botas. Además, odio las lecciones: de buena gana les escupiría.

—No escupas tanto: el salivazo podría caer sobre ti.

—¡Para lo que se paga por las lecciones! ¡Unos cuantos kopeks! ¿Qué haría yo con eso?