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– Pero usted no cree realmente que el asesino vaya a abandonar el juego- dije.

Seldom pareció considerar mi pregunta con más seriedad de lo que yo hubiera esperado.

– No, no lo creo -dijo por fin-. Sólo creo que tratará de ser más… imperceptible, como dijimos antes. ¿Tiene algo que hacer ahora? -me preguntó y miró el reloj del comedor-. A esta hora empieza el horario de visitas en el Radcliffe Hospital, yo voy para allá. Si quiere venir conmigo me gustaría que conociera a una persona.

CAPITULO 8

Salimos por una galena con arcos de piedra que bordeaba los jardines traseros. Seldom me mostró a lo lejos, como una reliquia histórica, el court de Royal Tennis del siglo XVI en el que había jugado Eduardo VII, al que yo hubiera podido confundir, por sus paredes, con una cancha de pelota paleta al aire libre. Cruzamos una calle y doblamos en lo que parecía una hendidura entre los edificios, como si un golpe de espada, en un largo tajo, hubiera abierto milagrosamente la piedra de lado a lado.

– Por aquí acortamos un poco el camino -dijo Seldom. Caminaba rápidamente, un poco más adelante que yo, porque no había lugar para los dos por el pasadizo entre las paredes. Desembocamos en una vereda que seguía el curso del río.

– Espero que no lo impresionen demasiado los hospitales -me dijo-. El Radcliffe puede ser un poco deprimente. Tiene siete pisos. Quizá conozca a un escritor italiano, Dino Buzzati; tiene un cuento que se llama exactamente así: Siete pisos. Está inspirado en algo que le ocurrió aquí, cuando vino a Oxford a dar una conferencia: lo cuenta en uno de sus diarios de viaje. Era un día de mucho calor y tuvo un ligero desmayo poco después de salir de la sala. Los organizadores, por precaución, insistieron en que lo revisaran en el Radcliffe. Lo llevaron al último piso, que es el piso reservado para los casos más leves y los estudios generales. Le hicieron allí los primeros análisis y exámenes. Todo iba bien, le dijeron, pero sólo para quedarse definitivamente tranquilos le harían unos estudios algo más especializados. Debían para eso descenderlo un piso, sus anfitriones lo esperarían arriba hasta que todo terminara. Lo llevaron en silla de ruedas, lo que le pareció a él un poco excesivo, pero prefirió atribuirlo al celo británico. En el sexto piso empezó a ver por los pasillos, y en los bancos de las salas de espera, gente con la cara quemada, vendajes, camillas con cuerpos horizontales, ciegos, mutilados. A él mismo lo hicieron recostar en una camilla para hacerle los estudios con rayos. Cuando quiso incorporarse otra vez, el radiólogo le dijo que habían detectado una pequeña anomalía, que posiblemente no fuera nada serio, pero que era preferible, hasta tanto tuvieran el resultado de todos los demás estudios, que se mantuviera en posición horizontal. Le dijeron también que tendrían que retenerlo en observación unas horas más y que preferían bajarlo al quinto piso, donde podría estar a solas en un cuarto. En el quinto piso ya no había gente en los pasillos, pero algunas puertas estaban entreabiertas. Pudo ver el interior de una de las habitaciones: sólo se veían frascos de suero, gente postrada, brazos conectados. Quedó solo en un cuarto, sobre la camilla, bastante alarmado, durante un par de horas. Una enfermera entró finalmente, con una tijera sobre una bandejita. La enviaba uno de los doctores del cuarto piso, el doctor X, que haría la evaluación final, para que le hiciera una pequeña tonsura en la nuca antes de la revisación. Mientras los mechones caían sobre la bandejita Buzzati preguntó si el doctor subiría a verlo. La enfermera se sonrió, como si aquello fuera algo que sólo a un extranjero podía ocurrírsele, y le dijo que los doctores preferían mantenerse cada uno en su piso. Pero ella misma, le dijo, lo bajaría por una de las rampas y lo dejaría mientras durara la espera junto a una ventana. El edificio tiene una planta en U y desde la ventana del cuarto piso Buzzati entrevió, al mirar hacia abajo, las persianas corredizas del primer piso que describe en el cuento. Había unas pocas abiertas, casi todas estaban cerradas. Le preguntó a la enfermera quiénes estaban en aquel primer piso y recibió la respuesta que consigna en el cuento: allí abajo sólo el cura trabajaba. Buzzati escribe que en esa hora terrible, mientras esperaba al médico, lo obsesionaba sobre todo una idea matemática. Se daba cuenta de que el cuarto piso era exactamente la mitad de la cuenta regresiva y un terror supersticioso le decía que si descendía un solo piso más, todo estaría perdido. Escuchaba que cada tanto llegaban desde el piso inferior, con intermitencias, como si reptaran por el hueco del ascensor, lo que le parecían gritos desesperados de alguien sumido en un delirio de dolor y llanto. Se propuso resistir con su vida si con cualquier otra excusa querían volver a bajarlo. Llegó finalmente el médico. No era el doctor X, sino el doctor Y, el médico principal a cargo. Hablaba algunas palabras en italiano y conocía su obra. Dio una mirada rápida a los análisis y a la radiografía y se sorprendió de que su joven colega, el doctor X, hubiera ordenado la tonsura; tal vez, dijo, había pensado en una punción preventiva, en cualquier caso nada de eso era necesario. Todo estaba perfectamente bien. Le pidió disculpas y esperaba, le dijo, que no lo hubieran perturbado demasiado los gritos que se escuchaban desde el piso de abajo. Era el único sobreviviente de un accidente de tránsito. El tercer piso podía ser muy ruidoso, le dijo, muchas enfermeras usaban allí algodones. Pero posiblemente pronto bajarían al pobre hombre al segundo y volvería la paz -Seldom me señaló hacia adelante con la cabeza la mole de ladrillos oscuros que había aparecido ante nosotros. Dijo después, como si luchara por terminar su relato con el mismo tono calmo y ordenado-. La anotación en el diario corresponde al 27 de junio del '67, dos días después del choque en el que perdí a mi esposa, el choque en el que murieron también John y Sarah. El hombre que agonizaba en el tercer piso era yo.

CAPITULO 9

Subimos en silencio los escalones de piedra. Entramos en el hall y atravesamos un largo vestíbulo; Seldom saludaba en los pasillos a casi todos los médicos y enfermeras con los que nos cruzábamos.

– Viví aquí adentro casi dos años enteros -me dijo-. Y tuve que volver después cada semana durante todo otro año. A veces todavía me despierto en la mitad de la noche y creo estar otra vez en alguna de las salas. -Me señaló un recodo donde arrancaban los peldaños gastados de una escalera en espiral.- Vamos al segundo -me dijo-, llegaremos por aquí más rápido.

El segundo piso era un pasillo largo y luminoso, que tenía algo del silencio profundo y recogido de las catedrales. Nuestros pasos levantaban un eco inhóspito. Los pisos parecían recién encerados y relucían como si muy poca gente los pisara.

– Las enfermeras lo llaman la pecera, o la sección vegetariana -dijo Seldom, y abrió la puerta batiente de una de las salas.

Había dos hileras de camas, demasiado juntas entre sí, como en un hospital de campaña. En cada cama había un cuerpo del que sólo asomaba la cabeza, conectada a un respirador artificial. El efecto sumado de los respiradores era un gorgoteo reposado y profundo, que hacía pensar, verdaderamente, en un mundo sumergido bajo el agua. Mientras avanzábamos por el espacio entre las dos filas de camas vi que del costado de cada cuerpo asomaba hacia afuera una bolsa que recogía las deyecciones. Los cuerpos, pensé, habían quedado reducidos a sus orificios elementales. Seldom interceptó mi mirada.

– Una vez me desperté en la noche -me dijo en voz baja- y escuché a dos enfermeras que habían trabajado aquí y murmuraban sobre los "sucios". Son los que llenan su bolsa dos veces por día y ellas tienen el trabajo adicional de cambiarla por la tarde. No importa cuál sea su estado real, los "sucios" no duran demasiado en la sala. De algún modo se las arreglan, ya sabe, para que empeoren un poco y deban ser trasladados. Bienvenido al país de Florence Nightingale. Tienen una impunidad absoluta, porque los familiares casi nunca llegan hasta aquí, vienen al principio una o dos veces, y luego desaparecen. Es como un depósito, muchos están conectados desde hace años. Por eso yo trato de venir todas las tardes: desde hace algún tiempo Frankie se convirtió, desgraciadamente, en un "sucio" y no quisiera que le ocurra nada extraño.