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– ¿Usted cree que planeaba salvarse? -preguntó Seldom.

– Eso no creo ya que nunca lo sepamos -dijo Petersen-. En el peritaje se descubrió que había limado ligeramente la dirección. Esto le habría dado en principio una coartada. Pero por otro lado, si pensaba saltar, podría haberlo hecho antes. Creo que quiso manejar hasta el final, para estar seguro de que el ómnibus verdaderamente cayera al precipicio. Sólo cuando atravesó la valla se decidió a saltar. Cuando pudieron rescatarlo ya estaba totalmente inconsciente y murió en la ambulancia antes de llegar al hospital. Bien -dijo el inspector mientras llamaba al mozo y consultaba su reloj-, no me gustaría llegar tarde al servicio. Sólo quiero decirles una vez más que aprecié verdaderamente la ayuda de ustedes -y le sonrió por primera vez a Seldom sin prevenciones-: leí hasta donde pude los libros que usted me prestó, pero las matemáticas nunca fueron mi fuerte.

Nos pusimos de pie junto con él y lo vimos alejarse hacia la iglesia de St. Giles, donde se había congregado ya una gran cantidad de gente. Algunas de las mujeres llevaban velos negros y otras eran llevadas de la mano adentro de la iglesia, como si les resultara demasiado penoso subir solas los pocos escalones de la entrada.

– ¿Usted vuelve al Instituto? -me preguntó Seldom.

– Sí -dije-, en realidad no debería haberme tomado estos minutos: tengo que terminar y enviar hoy sin falta el informe de mi beca. ¿Y usted?

– ¿Yo? -Miró hacia la entrada de la iglesia, y por un momento me pareció que estaba muy solo y curiosamente desvalido.- Creo que voy a esperar aquí a que termine el servicio: quiero acompañar la procesión al cementerio.

CAPITULO 25

Durante las horas siguientes llené, tropezando cada vez más a menudo, como un fatigado corredor de vallas, la sucesión de ridículos casilleros que se me pedían en el informe. A las cuatro de la tarde logré por fin imprimir los archivos y juntar todas las hojas en un gran sobre de papel madera. Bajé a la secretaría, dejé el sobre a Kim para que lo enviara a la Argentina con el correo de la tarde y salí a la calle en una leve euforia de liberación. Recordé, en el camino de regreso a Cunliffe Close, que debía pagarle a Beth el segundo mes de alquiler e hice un ligero desvío para retirar el dinero del cajero automático. Me encontré repitiendo los mismos pasos que un mes atrás, casi exactamente a la misma hora. El aire de la tarde tenía la misma tibieza, las calles la misma calma, todo parecía duplicarse, como si fuera una última oportunidad que se me daba para volver atrás, al día en que todo había empezado. Elegí al retomar Banbury Road el mismo lado, la vereda del sol, y caminé rozando los setos de ligustros, para plegarme a esa conjunción misteriosa de repeticiones. Sólo al llegar al recodo de Cunliffe Close vi, todavía adherido al pavimento, el último jirón de la piel del angstum, algo que un mes atrás no estaba. Me forcé a acercarme. Los autos, la lluvia, los perros, habían hecho su trabajo. La sangre se había reabsorbido. Apenas quedaba ese último fragmento de piel seca erizada de pelos que sobresalía del pavimento, como una cascara a punto de ser arrancada. "El angstum hace todo por salvar a su cría", había dicho Beth. ¿No había escuchado a la mañana una frase casi igual? Sí, había sido el inspector Petersen: "Es difícil saber hasta dónde llegaría uno por un hijo". Me quedé petrificado, con los ojos clavados en ese último despojo, escuchando en el silencio. De pronto lo supe, lo supe enteramente. Vi, como si siempre hubiera estado allí, lo que Seldom quería que viera desde el principio. Me lo había dicho, casi letra por letra, y yo no había sabido escuchar. Me lo había repetido, de cien maneras diferentes, me había puesto bajo las narices las fotos y yo sólo había visto todo el tiempo emes, corazones y ochos.

Retrocedí y desanduve toda la avenida llevado por un único pensamiento; tenía que encontrar a Seldom. Crucé el mercado, subí por High Street, y tomé el atajo de King Edward para llegar lo antes posible a Merton College. Pero Seldom no estaba allí. Me quedé por un momento algo desorientado frente a la ventanilla de la recepción. Pregunté si lo habían visto regresar a la hora del almuerzo y me dijeron que no recordaban haberlo visto otra vez desde la mañana. Se me ocurrió que quizás estuviera en el hospital, visitando a Frank. Tenía unos cuartos en el bolsillo y llamé desde el teléfono del College a Lorna, para que me comunicara con el segundo piso. No, Mr. Kalman no había tenido durante el día ninguna visita. Pedí que me pasaran otra vez con Lorna.

– ¿No se te ocurre ningún otro lugar donde pueda estar?

Hubo un silencio del otro lado de la línea y no pude saber si Lorna simplemente estaba pensando, o trataba de decidir si debía decirme algo que me podría revelar la verdadera relación que había tenido con Seldom.

– ¿Qué día es hoy? -me preguntó inesperadamente.

Era el 25 de junio. Se lo dije y Lorna suspiró, como si asintiera.

– Es el día que murió su mujer, el día del accidente. Creo que lo vas a encontrar en el Museo Ashmolean.

Rehice el camino a Magdalen Street y subí las escalinatas del Museo. Nunca había estado todavía allí. Atravesé una pequeña galería de retratos presidida por el rostro impenetrable de John Denwey y seguí las flechas que indicaban el gran friso de los asirios. Seldom era la única persona en el salón. Estaba sentado en una de las banquetas que habían dispuesto a cierta distancia de la pared central. A medida que me acercaba vi que el friso se prolongaba como un pergamino de piedra delgado y larguísimo extendido de lado a lado en la sala. Mitigué involuntariamente mis pasos al aproximarme: Seldom parecía estar sumido en un profundo recogimiento, con los ojos clavados en un detalle de la piedra, inmóviles y vaciados de expresión, como si hiciera mucho que hubiera dejado de mirar. Por un instante me pregunté si no hubiera debido esperarlo afuera. Cuando se volvió hacia mí no pareció sorprenderse de verme allí y sólo dijo, con su tono llano de siempre: -Bueno, si llegó hasta acá es porque sabe, o porque cree que sabe, ¿no es cierto? Siéntese -y me señaló la banqueta a su lado-: si quiere ver el friso entero tiene que sentarse aquí.

Me senté donde me indicaba y vi la sucesión de imágenes abigarradas de lo que parecía un inmenso campo de batalla. Las figuras eran pequeñas y estaban marcadas sobre la piedra amarillenta con una precisión admirable. En la multiplicación de escenas de combate un solo guerrero parecía enfrentarse a legiones enteras de enemigos. Se lo reconocía por una larga barba y una espada que sobresalía entre todas. La repetición incansable del guerrero daba al recorrer el friso de izquierda a derecha una vivida sensación de movimiento. Al mirar por segunda vez uno advertía que las posiciones sucesivas podían ser vistas como una progresión temporal y que al final del friso eran mucho más numerosas las figuras caídas, como si el guerrero hubiera vencido por sí solo a todo el ejército.

– El rey Nissam, guerrero infinito -dijo Seldom, con una entonación extraña-. Ese es el nombre con el que se le presentó el friso al rey Nissam y todavía el nombre con que llegó al Museo Británico tres mil años después. Pero hay otra historia que guarda la piedra para el que tiene la paciencia de verla. Mi mujer logró reconstruirla casi por completo cuando el friso llegó aquí. Si se fija en el cartel al costado verá que la obra fue encargada a Hassiri, el escultor más importante entre los asirios, para celebrar un cumpleaños del rey. Hassiri tenía un hijo, Nemrod, a quien había enseñado su arte y trabajaba junto con él. Nemrod estaba prometido a una muchacha muy joven, Agartis. El mismo día en que el padre y el hijo alistaban la piedra para empezar los trabajos, el rey Nissam, durante una excursión de caza, encontró a la muchacha junto al río. Quiso tomaría por la fuerza y Agartis, que no reconoció al rey, trató de escapar por el bosque. El rey le dio alcance fácilmente y le cortó la cabeza con su espada después de violarla. Cuando volvió al palacio y pasó delante de los escultores, padre e hijo pudieron ver la cabeza de la muchacha colgada de la grupa con el resto de las piezas de caza. Mientras Hassiri iba a llevar la triste noticia a la madre de la muchacha, su hijo, en un arranque de desesperación, grabó sobre la piedra la figura del rey que segaba la cabeza de una mujer arrodillada. Hassiri encontró al volver a su hijo enloquecido, martillando en la piedra una imagen que sería su condena a muerte. Lo apartó de la pared, lo hizo retornar a su casa y quedó a solas con su dilema. Probablemente hubiera sido fácil para él borrar de la piedra esa imagen. Pero Hassiri era un artista antiguo y creía que cada obra lleva una verdad misteriosa amparada por una mano divina, una verdad que no corresponde a los hombres destruir.