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– Preferiría que no mencione a Seldom -me dijo en voz baja-. Dimos únicamente el nombre de usted a la prensa, como si hubiera estado solo al encontrar el cadáver.

Asentí y volví junto a la escalera. Mientras respondía las preguntas vi que se estacionaba un taxi. Beth bajó con su violoncelo y pasó muy cerca de nosotros sin vernos. Tuvo que decirle su nombre al policía de la entrada para que le permitieran pasar. Su voz sonó débil y algo estrangulada.

– Así que esta es la chica -dijo el periodista mirando su reloj-. También tengo que hablar con ella, creo que hoy ya me perderé la cena. Una última pregunta: ¿qué le dijo Petersen recién, cuando le pidió que se acercara?

Dudé un instante antes de responderle.

– Que tal vez tenían que molestarme con algunas preguntas más mañana -dije.

– No se preocupe -me dijo-. No sospechan de usted.

Reí.

– ¿Y de quién sospechan? -le pregunté.

– No sé: supongo que de la chica. Sería lo más natural, ¿no es cierto? Es la que se quedará con el dinero y con la casa.

– No sabía que Mrs. Eagleton tenía dinero.

– Es la pensión para héroes de la guerra. No es una fortuna, pero para una mujer sola…

– Igualmente: ¿no estaba Beth ya en el ensayo a la hora del crimen?

El hombre pasó hacia atrás las hojas de su libreta.

– Veamos: la muerte ocurrió entre las dos y las tres, según el informe del forense. Hay una vecina que se cruzó con ella cuando salía hacia el Sheldonian un poco después de las dos. Yo llamé al teatro hace un rato: la chica llegó puntualmente para el ensayo a las dos y media. Pero todavía quedan esos minutos, antes de que saliera. De modo que estaba en la casa, pudo hacerlo, y es la única beneficiada.

– ¿Va a sugerir eso en su artículo? -dije, y creo que mi voz sonó algo indignada.

– ¿Por qué no? Es más interesante que atribuírselo a un ladrón y recomendar a las amas de casa que mantengan las puertas cerradas. Voy a tratar de hablar ahora con ella -y me dirigió una breve sonrisa maliciosa-: lea mi nota mañana.

Bajé a mi cuarto y sin encender las luces me quité los zapatos y me eché en la cama, con un brazo cruzado sobre los ojos. Una vez más intenté rehacer en mi memoria el momento en que entramos con Seldom en la casa y toda la secuencia de nuestros movimientos, pero no parecía haber nada más allí: nada, por lo menos, de lo que Seldom podría estar buscando. Sólo reaparecía en toda su vividez el movimiento dislocado del cuello y la cabeza de Mrs. Eagleton al derrumbarse, con los ojos abiertos y espantados. Escuché el motor de un auto que se ponía en marcha y me icé sobre los brazos para mirar por la ventana. Vi cómo sacaban el cadáver de Mrs. Eagle-ton en una camilla y lo subían a la ambulancia. Los dos patrulleros encendieron las luces; al maniobrar para salir los conos amarillos proyectaron una sucesión de sombras fantasmagóricas y huidizas sobre las paredes de las casas. La camioneta del Oxford Times ya no estaba y cuando la pequeña comitiva de autos se perdió en la primera curva, el silencio y la oscuridad del clóse me parecieron por primera vez agobiantes. Me pregunté qué estaría haciendo Beth arriba, a solas en la casa. Prendí la lámpara y vi sobre el escritorio los papers de Emily Bronson con algunas de mis notas en los márgenes. Me preparé un café y me senté, con el propósito de retomar donde los había dejado. Estudié durante más de una hora, sin llegar mucho más lejos. Tampoco conseguía la pequeña calma piadosa, ese singular bálsamo intelectual, el simulacro de orden en el caos, que se obtiene al seguir los pasos de un teorema. Escuché de pronto lo que me parecieron unos golpes amortiguados en la puerta. Eché hacia atrás la silla y esperé un instante. Los golpes se repitieron, con más claridad. Abrí y distinguí en la oscuridad la cara confusa y algo avergonzada de Beth. Tenía puesto un deshabillé violeta y estaba en chinelas, con el pelo sólo sujeto adelante por una vincha, como si algo la hubiese hecho saltar de la cama. La hice pasar y se quedó junto a la puerta, con los brazos cruzados y los labios algo temblorosos.

– ¿Puedo pedirte un favor? Sólo por esta noche -dijo, con la voz entrecortada-: no consigo dormirme allá arriba… ¿podría quedarme aquí hasta la mañana?

– Por supuesto, claro que sí -dije-. Voy a desarmar el sillón, así te dejo mi cama.

Me agradeció, aliviada, y se dejó caer sobre una de las sillas. Miró algo aturdida en torno y vio mis papeles desparramados sobre el escritorio.

– Estabas estudiando -dijo-. No quisiera interrumpirte.

– No, no -dije-, estaba por hacer un intervalo, yo tampoco podía concentrarme. ¿Preparo un café?

– Preferiría un té para mí -dijo.

Nos quedamos en silencio, mientras yo ponía a calentar agua y trataba de encontrar una fórmula de condolencia adecuada. Pero fue ella la que habló primero.

– Me dijo tío Arthur que estabas con él cuando la encontraron… debió ser horrible. Yo también tuve que verla: me hicieron reconocer el cadáver. Dios mío -dijo, y sus ojos se volvieron transparentes, de un azul líquido y tembloroso-: nadie se había preocupado por cerrarle los ojos.

Giró la cabeza y la alzó un poco hacia un costado, como si pudiera hacer retroceder las lágrimas.

– Realmente lo lamento mucho -murmuré-: sé cómo te estarás sintiendo…

– No, no creo que sepas -dijo-. No creo que nadie lo sepa. Era lo que había estado esperando durante todo este tiempo. Desde hace años. Aunque sea terrible decirlo: desde que supe que tenía cáncer. Me imaginaba que ocurriría casi como fue, que alguien vendría a decírmelo, en la mitad de un ensayo. Rogaba que fuera así, que ni siquiera tuviese que verla mientras la llevaban. Pero el inspector quiso que la reconociera. ¡No le habían cerrado los ojos! -volvió a decir en un susurro consternado, como si se hubiera cometido una injusticia inexplicable-. Me paré junto a ella pero no pude mirarla; temía que todavía, de algún modo, pudiera hacerme daño, que pudiera arrastrarme, que no me soltara. Y creo que lo consiguió. Sospechan de mí -dijo, abatida-. Petersen me hizo muchísimas preguntas, con ese modo fingidamente considerado y después, ese horrible hombre del periódico ni se molestó en disimularlo. Les dije lo único que sé: que cuando me fui, a las dos, estaba dormida, junto al tablero de scrabble. Pero siento que no tendría fuerzas para defenderme. Soy la persona que más deseaba verla muerta, mucho más, estoy segura, que quienquiera que la haya matado.

Parecía consumida por los nervios; las manos le temblaban inconteniblemente y al advertir mi mirada las ocultó cruzando los brazos bajo las axilas.

– En todo caso -dije, mientras le alcanzaba la taza-, no creo que Petersen realmente esté pensando nada de eso: saben algo más, que no quisieron difundir. ¿No te dijo nada el profesor Seldom?

Negó con la cabeza y me arrepentí de haber hablado. Pero vi sus ojos azules, expectantes, como si temieran todavía dejar paso a una esperanza, y decidí que la indiscreción latina podía ser más piadosa que la reserva británica.

– Sólo te puedo decir esto, porque nos pidieron que lo mantuviéramos en secreto. El que la mató le dejó a Seldom un mensaje en su casillero. En la nota aparecía escrita la dirección de la casa y también la hora: las tres de la tarde.

– Las tres de la tarde -repitió ella lentamente, como si un peso enorme la liberara de a poco-. A esa hora yo ya estaba en el ensayo. -Sonrió de una manera temerosa, como si una batalla larga y difícil empezara a ser ganada y tomó un sorbo de su té. Me miró con gratitud por encima de la taza.