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– Beth… -dije. Su mano junto al regazo había quedado cerca de la mía y tuve que contener el impulso de tocarla-. Sobre lo que dijiste antes… si yo puedo ayudarte de algún modo con los trámites del funeral, o con cualquier cosa que precises, no dudes en pedirme lo que sea. Seguramente el profesor Seldom o Michael ya te habrán ofrecido pero…

– ¿Michael? -dijo y rió secamente-. No creo que pueda contar mucho con él, está aterrado con esto. -Y agregó con una nota de desprecio, como si describiera a una especie particularmente cobarde:

– Es un hombre casado.

Se puso de pie y antes de que pudiera impedirlo se acercó al lavabo junto a mi escritorio para enjuagar su taza.

– Pero supongo, sí, que siempre puedo acudir al tío Arthur, Eso era algo que solía decirme mi madre. Creo que era la única que sabía cómo era la bruja bajo su máscara. Siempre me decía que si me quedaba sola y necesitaba ayuda recurriera al tío Arthur. "¡Si se te ocurre la manera de arrancarlo de sus fórmulas!", me decía. Es una especie de genio matemático, ¿no es cierto? -me preguntó con un dejo distraído de orgullo.

– Uno de los más grandes -dije.

– Sí, eso es lo que decía mi madre. Mirando ahora hacia atrás, supongo que estaría un poco enamorada en secreto de él. Siempre estaba pendiente de las visitas del tío Arthur. Pero será mejor que me calle de una vez, antes de que te cuente todos mis secretos.

– Eso sería divertido -dije.

– ¿Qué es una mujer sin secretos? -Se quitó la vincha, que dejó sobre la mesa de luz y se echó con las dos manos el pelo hacia atrás, alzándolo un poco antes de soltarlo detrás de la cabeza.- Oh, no me hagas caso -dijo-, es el estribillo de una vieja canción galesa.

Se acercó a la cama y retiró el edredón. Subió las manos al cuello del deshabillé.

– Si te das vuelta un momento -me dijo-, me gustaría quitarme esto.

Fui con mi taza al lavabo. Cuando cerré la canilla y el agua dejó de correr me quedé todavía de espaldas un instante. Escuché que pronunciaba mi nombre, con un esfuerzo conmovedor, tropezando en la doble ele. Se había metido en la cama y el pelo se esparcía seductoramente sobre la almohada. El edredón la cubría casi hasta el cuello pero había dejado fuera uno de los brazos.

– ¿Puedo pedirte un último favor? Es algo que hacía mi madre cuando era pequeña. ¿Podrías darme la mano hasta que me duerma?

– Claro que sí -dije. Apagué la lámpara y me fui a sentar en el borde de la cama. La luz de la luna entraba débilmente desde la altura del techo e iluminaba su brazo desnudo. Puse mi palma sobre la suya y entrelazamos al mismo tiempo los dedos. Su mano era cálida y seca. Miré más de cerca la piel suave del dorso y los dedos largos, con las uñas cortas y prolijas, que se habían abandonado confiadamente en los míos. Algo me había llamado la atención. Giré disimuladamente con cuidado mi muñeca para ver del otro lado su dedo pulgar. Allí estaba, pero era curiosamente delgado y muy pequeño, como si perteneciera a otra mano, una mano infantil, la mano de una niñita. Noté que abría los ojos y me miraba. Quiso retirar la mano pero yo la apreté más fuerte y acaricié con mi propio pulgar su pulgar diminuto.

– Ya descubriste el peor de mis secretos -dijo-. Todavía me chupo el dedo de noche.

CAPITULO 6

Cuando me desperté a la mañana siguiente Beth ya se había ido. Miré algo desconcertado la suave concavidad que había dejado su cuerpo en la cama y estiré la mano para buscar mi reloj: eran las diez de la mañana. Me levanté de un salto; había quedado en encontrarme con Emily Bronson en el Instituto antes del mediodía y todavía no había leído sus trabajos. Con cierta sensación de extrañeza, puse en mi bolso la raqueta y la ropa de tenis. Era jueves y en la marcha habitual de mi mundo todavía tenía mi partido por la tarde. Antes de salir volví a dar un vistazo decepcionado al escritorio y la cama. Hubiera esperado encontrar aunque más no fuera una pequeña nota, un par de líneas de Beth, y tuve que preguntarme si esa desaparición sin mensajes no sería precisamente el mensaje.

Era una mañana tibia y serena, que hacía aparecer lejano y vagamente irreal el día anterior. Pero cuando salí al jardín Mrs. Eagleton no estaba allí arreglando los canteros, y las cintas amarillas de la policía todavía rodeaban el porche. Un poco antes de llegar al Instituto crucé a uno de los quioscos de Woodstock Road y compré una dona y el diario. Encendí en mi oficina la cafetera eléctrica y abrí el diario sobre el escritorio. La noticia encabezaba la página de Locales con un gran titular: Asesinan a una ex heroína de guerra. Habían incluido una foto de una Mrs. Eagleton juvenil e irreconocible y otra del frente de la casa con el vallado de contención y los autos de policía estacionados. En la nota principal mencionaban que el cadáver había sido encontrado por un inquilino, un estudiante argentino de matemática, y que la última que había visto con vida a la viuda era su única nieta, Elizabeth. No había en el relato nada que yo no conociera; la autopsia, en las últimas horas de la noche, al parecer tampoco había arrojado nada nuevo. En un recuadro sin fuma se hablaba de la investigación policial. Reconocí de inmediato, bajo la aparente impersonalidad del estilo, el tono insidioso del periodista que me había entrevistado. Afirmaba que la policía se inclinaba a descartar que el crimen hubiera sido cometido por un intruso, a pesar de que la puerta de entrada estaba sin llave. Nada había sido tocado o robado en la casa. Había aparentemente una pista, que el inspector Petersen mantenía en secreto. El cronista estaba en condiciones de arriesgar que esa pista podría incriminar "a miembros del círculo familiar más íntimo de Mrs. Eagleton". Inmediatamente dejaba saber que el único familiar directo era Beth, quien heredaría "una modesta fortuna". De todas maneras, concluía la nota, hasta que hubiera otras novedades, el Oxford Times acompañaba la recomendación del inspector Petersen para que las amas de casa olvidaran los buenos viejos tiempos y mantuvieran a toda hora la puerta con llave.

Pasé las páginas para buscar la sección de necrológicas; una larga lista de nombres se asociaba al duelo. Había uno de la Asociación Británica de Scrabble y otro del Instituto de Matemática en el que figuraban Emily Bronson y Seldom. Separé Va página y la guardé en un cajón de mi escritorio. Me serví otra taza de café y me sumergí durante un par de horas en los papers de mi directora. A la una bajé a su oficina y la encontré almorzando un sandwich, con una servilleta de papel desplegada sobre los libros. Dio un pequeño grito de alegría cuando abrí la puerta, como si me viera regresar a salvo de una expedición llena de peligros. Hablamos del crimen durante unos minutos y le conté lo que pude, suprimiendo a Seldom de la escena; parecía realmente consternada y algo preocupada por mí. Me preguntó si la policía no me había molestado demasiado. Podían ponerse muy desagradables con los extranjeros, me dijo. Parecía a punto de disculparse por haberme sugerido alquilar allí. Hablamos todavía un rato más, mientras terminaba el sandwich. Lo comía sujetándolo con las dos manos y dando pequeños mordiscos en hilera como picotazos.

– No sabía que Arthur Seldom estaba en Oxford -dije en un momento.

– Bueno, ¡creo que nunca salió de aquí! -dijo Emily con una sonrisa-. Arthur piensa, como yo, que si uno espera el tiempo suficiente, todos los matemáticos acaban viniendo a Oxford en peregrinación. Tiene una posición regular en el Merton. Aunque es cierto que no se deja ver demasiado. ¿Dónde lo encontraste?

– Vi su nombre en el aviso fúnebre del Instituto -dije con cautela.