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– Podría arreglar para que lo conocieras, si te interesa. Creo que habla muy bien en castellano. Su primera esposa era argentina -me dijo-. Trabajaba como restauradora en el museo Ashmolean, en el gran friso asirio.

Se interrumpió, como si hubiera cometido sin querer una pequeña indiscreción.

– Ella… ¿murió? -aventuré.

– Sí -dijo Emily-. Hace muchos años. Fue en el accidente en que murieron también los padres de Beth: estaban los cuatro en el auto. Eran inseparables. Iban a Clovelly, por un fin de semana. Arthur fue el único que se salvó.

Plegó la servilleta y la arrojó cuidadosamente al cesto para que no cayeran las migas. Tomó un traguito de su botella de agua mineral y se ajustó levemente los lentes sobre la nariz.

– Y bien -dijo, tratando de enfocarme con sus ojos de un celeste desvaído, casi blanquecino- ¿te quedó algún tiempo para leer los trabajos?

Cuando salí del Instituto con mi raqueta eran las dos de la tarde. Por primera vez el calor agobiaba y las calles parecían adormecidas bajo el sol del verano. Vi doblar lentamente, delante de mí, con la pesadez de una oruga, uno de los buses de dos pisos del Oxford Cuide Tours, con turistas alemanes que se protegían con viseras y gorritos y hacían señas de admiración al edificio rojo de Keble College. Adentro del Parque Universitario los estudiantes improvisaban picnics sobre el césped. Me invadió una fuerte sensación de incredulidad, como si la muerte de Mrs. Eagleton ya se hubiera desvanecido. Los crímenes imperceptibles, había dicho Seldom. Pero en el fondo, todo crimen, toda muerte, agitaba apenas las aguas y se volvía pronto imperceptible. Habían pasado menos de veinticuatro horas. Nada parecía haberse perturbado. ¿No iba yo mismo, como todos los jueves, a mi partido de tenis? Y sin embargo, como si después de todo sí se hubieran puesto en marcha secretamente pequeños cambios, noté una quietud desacostumbrada al entrar en el camino curvo que desembocaba en el Marston. Sólo se escuchaba el golpe rítmico y solitario de una pelota contra el frontón, con su agigantado eco vibrante. No estaban en el estacionamiento los autos de John y de Sammy, pero descubrí el Volvo rojo de Lorna subido sobre el césped contra el alambrado de una de las canchas. Di la vuelta al edificio de los vestuarios y la encontré practicando su revés contra la pared con un ímpetu reconcentrado. Aun desde la distancia podía ver la bella línea de las piernas, firmes y delgadas, que la pollera muy corta dejaba al descubierto, y cómo se tensaban y sobresalían sus pechos con el giro de la raqueta en cada golpe. Detuvo la pelota mientras me aproximaba a ella y pareció sonreír para sí.

– Pensé que ya no vendrías -me dijo. Se secó la frente con el dorso de la mano y me dio un beso rápido en la mejilla. Me miró con una sonrisa intrigada, como si se contuviese de preguntarme algo, o como si participáramos de una confabulación en la que estuviéramos los dos en el mismo bando pero no supiera muy bien cuál era su parte.

– ¿Qué pasó con John y Sammy? -pregunté.

– No sé -me dijo, y abrió con inocencia sus grandes ojos verdes-. Nadie me llamó. Ya estaba por pensar que se habían puesto los tres de acuerdo para dejarme sola.

Fui al vestuario y me cambié rápidamente, algo sorprendido por mi inesperada buena suerte. Todas las canchas estaban vacías; Loma me esperaba junto a la puerta de alambre. Alcé el pasador; Lorna entró delante de mí y en el pequeño trecho hacia el banco, se dio vuelta para mirarme otra vez, algo indecisa. Finalmente me dijo, como si no pudiera contenerse:

– Vi en el diario lo del asesinato -los ojos le brillaron con algo parecido al entusiasmo-. Dios mío: yo la conocía -dijo, como si todavía estuviera sorprendida, o como si aquello hubiera debido servirle a la pobre Mrs. Eagleton de escudo-. Y también vi algunas veces a la nieta en el hospital. ¿Es verdad que fuiste el que descubrió el cadáver?

Asentí, mientras sacaba la raqueta de la funda.

– Quiero que me prometas que después vas a contarme todo -me dijo.

– Tuve que prometer que no iba a contar nada -dije.

– ¿En serio? Eso lo hace todavía más interesante. ¡Yo sabía que había algo más! -exclamó-. No fue ella, la nieta, ¿no es cierto? Te advierto -me dijo, apoyándome un dedo en el pecho-: no está permitido tener secretos con tu compañera favorita de dobles: vas a tener que contármelo.

Reí, y le pasé sobre la red una de las pelotas. En el silencio del club desierto empezamos a cruzar tiros largos desde el fondo. Hay quizá sólo algo más intenso en el tenis que un tanto muy disputado y son justamente estos peloteos iniciales desde la base, donde se trata, inversamente, de sostener la pelota, de mantenerla en juego el mayor tiempo posible. Lorna era admirablemente segura en sus dos golpes y resistía y se amurallaba contra las líneas hasta que podía ganar el espacio suficiente para perfilarse otra vez de drive y contraatacar desde el rincón con un golpe esquinado. Los dos jugábamos dejando la pelota lo bastante lejos y lo bastante cerca para que el otro corriera y la alcanzara, y aumentábamos un poco más la velocidad con cada golpe. Lorna se defendía valientemente, cada vez más agitada, y sus zapatillas dejaban largas huellas cuando resbalaba de lado a lado de la cancha. Después de cada tanto volvía al centro, resoplaba, y se apretaba hacia atrás con un movimiento gracioso su cola de caballo. El sol le daba de frente y hacía brillar bajo la pollera las piernas largas y bronceadas. Jugábamos en silencio, concentrados, como si algo más importante empezara a decidirse adentro de la cancha. Solamente marcábamos las pelotas malas. En uno de los tantos más largos, cuando se recobraba para volver al centro después de un tiro muy esquinado, tuvo que girar a contrapié para alcanzar otra pelota sobre su revés. Vi que en el esfuerzo de la contorsión una de sus piernas cedía. Cayó pesadamente de costado y quedó tendida boca arriba, con la raqueta lejos del cuerpo. Me acerqué algo preocupado a la red. Me di cuenta de que no estaba golpeada sino sólo exhausta. Respiraba afanosamente, con los brazos extendidos hacia atrás, como si no pudiera juntar fuerzas para levantarse. Pasé por encima de la red y me incliné a su lado. Me miró, y sus ojos verdes tenían un extraño destello bajo el sol, a la vez burlón y expectante. Cuando le alcé la cabeza se incorporó a medias sobre uno de los codos y me pasó a su vez un brazo detrás del cuello. Su boca quedó muy cerca de la mía y sentí el soplo caliente de su respiración, todavía entrecortada. La besé y se dejó caer otra vez lentamente de espaldas arrastrándome sobre ella mientras la besaba. Nos separamos un instante y nos miramos con esa primera mirada honda, feliz y algo sorprendida de los amantes. Volví a besarla y sentí mientras la estrechaba cómo se hundían en mi pecho las puntas de sus pechos. Deslicé una mano bajo su remera y ella me dejó acariciar por un instante el pezón pero me detuvo, alarmada, cuando intenté pasar mi otra mano debajo de su falda.

– Un momento, un momento -susurró, mirando a los costados-. ¿En tu país hacen el amor en las canchas de tenis? -Me entrelazó la mano para apartarme suavemente y me dio otro beso rápido.- Vamos a mi casa. -Se puso de pie, arreglándose como pudo la ropa y sacudiéndose el polvo de ladrillo de la falda.- Si vas por tus cosas, no te duches -murmuró-: yo te espero en el auto.

Manejó en silencio; de tanto en tanto sonreía para sí y giraba un poco la cabeza para mirarme. En uno de los semáforos estiró la mano y me acarició la cara.

– Pero entonces -le pregunté en un momento-. Lo de John y Sammy…

– ¡No! -dijo riendo, pero con un tono menos convincente que la primera vez-, no tuve nada que ver. ¿No creen acaso los matemáticos en las casualidades?

Estacionamos en una de las calles laterales de Summertown. Subimos dos pisos por una pequeña escalerita alfombrada; el departamento de Loma era una especie de buhardilla en la parte alta de una gran casona victoriana. Me hizo pasar y nos besamos otra vez contra la puerta.