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Dos días después encontré en mi casillero una esquela con una invitación para jugar dobles en el club de Marston Ferry Road. Las canchas eran de ladrillo y estaban a pocos minutos de caminata de Cunliffe Close. El grupo lo constituían John, un fotógrafo norteamericano con largos brazos y buen juego de red; Sammy, un biólogo canadiense casi albino, animoso e infatigable, y Lorna, una enfermera irlandesa del Radcliffe Hospital, de pelo rojizo llameante y ojos verdes luminosos y seductores.

A la felicidad de volver a pisar el polvo de ladrillo se agregó la segunda felicidad inesperada de encontrar del otro lado, en el peloteo inicial, a una chica que no sólo era hermosa parte por parte, sino que tenía golpes de fondo seguros y elegantes y devolvía a ras de la red todos mis tiros. Jugamos tres sets, cambiando parejas, hicimos con Lorna un dúo sonriente y temible y durante la semana siguiente conté los días para volver a entrar en la cancha y luego los gavies para la rotación que la dejaría otra vez de mi lado.

Me cruzaba casi todas las mañanas con Mrs. Eagleton; a veces la encontraba arreglando el jardín, muy temprano, cuando yo salía para el Instituto, y cambiábamos un par de palabras. Otras veces la veía por Banbury Road, camino al mercado, a la hora en que yo hacía un intervalo para ir a comprar mi almuerzo. Usaba una sillita a motor con la que se deslizaba por la vereda como sobre una embarcación serena y saludaba con una graciosa inclinación de cabeza a los estudiantes que le abrían paso. Veía en cambio muy raramente a Beth, y sólo había vuelto a hablar una vez con ella, una tarde en que regresaba de jugar al tenis. Lorna se había ofrecido a dejarme con su auto en la entrada de Cunliffe Close y mientras me despedía de ella vi que Beth bajaba de un ómnibus, cargando su violoncelo. Fui a su encuentro para ayudarla en el camino hasta la casa. Era uno de los primeros días de verdadero calor y supongo que yo estaba con la cara y los brazos de un color subido después de la tarde al sol. Sonrió acusadoramente al verme.

– Bueno, puedo ver que ya estás establecido. ¿Pero no se supone que deberías estar estudiando matemática, en vez de jugar al tenis y pasear con chicas en auto?

– Tengo permiso de mi directora -dije riendo, e hice un gesto de absolución.

– Oh, es sólo un chiste: en realidad te envidio.

– ¿Envidiarme, por qué?

– No sé; das la impresión de ser tan libre: dejar tu país, tu otra vida, todo atrás; y dos semanas después así te encuentro: contento, bronceado, jugando al tenis.

– Deberías probarlo: sólo hace falta pedir una beca.

Movió la cabeza, con alguna tristeza.

– Lo intenté, ya lo intenté, pero parece que para mí es tarde. Por supuesto, ellos nunca lo van a reconocer, pero prefieren dárselas a chicas más jóvenes. Estoy por cumplir veintinueve años -me dijo, como si esa edad fuera una lápida definitiva y agregó con un tono súbitamente amargo-. A veces daría todo por escapar de aquí.

Yo miré en la distancia el verde del muérdago en las casas, las agujas de las cúpulas medievales, las muescas rectangulares de las torres almenadas.

– ¿Escapar de Oxford? A mí me costaría imaginar un lugar más hermoso.

Una antigua impotencia pareció nublarle por un instante los ojos.

– Quizá… sí, si no tuvieras que encargarte todo el tiempo de una inválida y hacer todos los días algo que ya desde hace mucho no significa nada.

– ¿No te gusta tocar el violoncelo?

Esto me parecía sorprendente, e interesante. La miré, como si por un instante pudiera quebrar la superficie inmóvil de sus ojos y acceder a una segunda capa.

– Lo odio -me dijo, y sus pupilas se oscurecieron-; cada vez lo odio más y cada vez me cuesta más disimularlo. A veces me da miedo que se note cuando tocamos, que el director o alguno de mis compañeros se dé cuenta de cómo detesto cada nota que toco. Pero terminamos cada concierto y la gente aplaude y nadie parece advertirlo. ¿No es gracioso?

– Yo diría que estás a salvo. No creo que haya una vibración especial del odio. En ese sentido la música es tan abstracta como la matemática: no puede distinguir categorías morales. En tanto sigas la partitura no me imagino una forma de detectarlo.

– Seguir la partitura… es lo que hice toda mi vida -suspiró. Habíamos llegado frente a la puerta y apoyó la mano en el picaporte. -No me hagas caso -me dijo-: hoy tuve un mal día.

– Pero el día no terminó -dije-: ¿no hay algo que pueda hacer yo para mejorarlo?

Me miró con una sonrisa entristecida y recobró el violoncelo.

– Oh, you are such a Latin man -murmuró, como si aquello fuera algo de lo que debiera protegerse, pero aun así, antes de cerrar la puerta, me dejó mirar por última vez sus ojos azules.

Pasaron dos semanas más. El verano empezó a anunciarse lentamente, con atardeceres suaves y muy largos. El primer miércoles de mayo, en el camino de regreso del Instituto, retiré de un cajero automático el dinero para pagar el alquiler de mi cuarto. Toqué el timbre en la puerta de Mrs. Eagleton y mientras esperaba a que me abrieran vi que por el camino que ondulaba hasta la casa se aproximaba un hombre alto, dando largos pasos, con una expresión sería y reconcentrada. Lo miré de soslayo cuando se detuvo a mi lado; tenía una frente ancha y despejada y ojos pequeños y hundidos, con una cicatriz notoria en el mentón. Tendría quizás unos cincuenta y cinco años, aunque cierta energía contenida en sus movimientos le daba todavía un aspecto juvenil. Hubo un pequeño momento de incomodidad mientras esperábamos los dos junto a la puerta cerrada, hasta que se decidió a preguntarme, con un acento escocés grave y armonioso, si ya había tocado el timbre. Le respondí que sí y toqué por segunda vez. Dije que quizá mi primer timbre había sido demasiado corto y al oírme el hombre distendió sus facciones en una sonrisa cordial y me preguntó si yo era argentino.

– Entonces -me dijo, cambiando a un perfecto castellano con un gracioso dejo porteño- usted debe ser el alumno de Emily.

Respondí que sí, sorprendido, y le pregunté dónde había aprendido español. Sus cejas se arquearon, como si mirara a un pasado muy lejano y me dijo que había sido muchos años atrás.

– Mi primera esposa era de Buenos Aires -y me extendió la mano-. Yo soy Arthur Seldom.

Pocos nombres hubieran podido despertar en mí una admiración mayor en esa época. El hombre de ojos pequeños y transparentes que me estrechaba la mano era ya entre los matemáticos una leyenda. Yo había estudiado durante meses para un seminario el más famoso de sus teoremas: la prolongación filosófica de las tesis de Gödel de los años 30. Se lo consideraba una de las cuatro espadas de la Lógica y bastaba revisar la variedad en los títulos de sus trabajos para advertir que era uno de los raros casos de summa matemática: bajo esa frente despejada y serena se habían agitado y reordenado las ideas más profundas del siglo. En mi segunda incursión por las librerías de la ciudad yo había tratado de conseguir su último libro, una obra de divulgación sobre series lógicas, y me había enterado, con alguna sorpresa, de que estaba agotado desde hacía dos meses. Alguien me había dicho que desde la publicación de aquel libro Seldom había desaparecido del circuito de congresos y al parecer nadie se animaba a arriesgar qué estaría estudiando ahora. En todo caso, yo ni siquiera sabía que vivía en Oxford, y mucho menos hubiera esperado encontrármelo en la puerta de Mrs. Eagleton. Le dije que había expuesto sobre su teorema en un seminario y pareció agradecido por mi entusiasmo. Me daba cuenta, sin embargo, de que algo lo preocupaba y de que desviaba sin poder evitarlo su atención a la puerta.