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– ¿Puede ser entonces que todavía esté allí? -dijo Petersen.

– Me temo que no -dijo Seldom-; cuando salí del aula volví a acordarme del mensaje. La dirección en Cunliffe Close me había dejado algo preocupado: recordé mientras daba la clase que Mrs. Eagleton vivía aquí, aunque no estaba seguro del número. Quise volver a leerlo, para confirmar la dirección, pero el ordenanza había entrado a limpiar mi oficina y el cesto de papeles estaba vacío. Fue por eso que decidí venir.

– Podemos hacer de todos modos un intento -dijo Petersen y llamó a uno de sus hombres-. Wilkie: vaya a Merton College y hable por favor con el ordenanza… ¿cuál es el nombre?

– Brent -dijo Seldom-. Pero no creo que sirva: a esta hora ya debe haber pasado el camión recolector.

– Si no aparece lo llamaremos para que le dé a nuestro dibujante una descripción de la letra; por ahora esto lo mantendremos en secreto: les pido a los dos máxima discreción. ¿Había algún otro detalle en el mensaje que usted pueda recordar? Tipo de papel, color de la tinta, o algo que le haya llamado la atención.

– La tinta era negra, yo diría que de lapicera fuente. El papel era blanco, común, tamaño carta. La letra era grande y clara. El mensaje estaba cuidadosamente doblado en cuatro en mi casillero. Y había, sí, un detalle intrigante: debajo del texto habían trazado prolijamente un círculo. Un círculo pequeño y perfecto, también en negro.

– Un círculo -repitió Petersen pensativo-; ¿como si fuera una firma? ¿Un sello? ¿O eso le dice a usted algo distinto?

– Tal vez tenga que ver con ese capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie -dijo Seldom-; lo que yo sostengo allí es que, si uno deja de lado las películas y las novelas policiales, la lógica oculta detrás de los crímenes en serie -por lo menos de los que están históricamente documentados- es en general muy rudimentaria, y tiene que ver sobre todo con patologías mentales. Los patrones son muy burdos, lo característico es la monotonía y la repetición, y en su abrumadora mayoría están basados en alguna experiencia traumática o una fijación de la infancia. Es decir, son casos más apropiados para el análisis psiquiátrico que verdaderos enigmas lógicos. La conclusión del capítulo era que el crimen por motivaciones intelectuales, por pura vanidad de la razón, digamos, a la manera de Raskolnikov, o en la variante artística de Thomas de Quincey, no parece pertenecer al mundo real. O bien, agregaba en broma, los autores han sido siempre tan inteligentes que todavía no los hemos descubierto,

– Ya veo -dijo Petersen-; usted piensa que alguien que leyó su libro recogió el desafío. Y en ese caso el círculo sería…

– Quizás el primer símbolo de una serie lógica -dijo Seldom-. Sería una buena elección: es posiblemente el símbolo que admitió históricamente mayor variedad de interpretaciones, tanto dentro como fuera de la matemática. Puede significar casi cualquier cosa. Es en todo caso una manera ingeniosa de iniciar una serie: con un símbolo de máxima indeterminación al principio, de modo que estemos casi a ciegas sobre la posible continuación.

– ¿Diría usted que esta persona es quizás un matemático?

– No, no: en absoluto. La sorpresa de mis editores fue justamente que el libro había llegado al público más variado. Y todavía no podemos ni siquiera decir que el símbolo deba interpretarse realmente como un círculo; quiero decir, yo vi antes que nada un círculo, posiblemente por mi formación matemática. Pero podría ser el símbolo de algún esoterismo, o de una religión antigua, o algo completamente distinto. Una astróloga hubiera visto posiblemente una luna llena, y su dibujante, el óvalo de una cara…

– Bien -dijo Petersen-, volvamos ahora por un momento a Mrs. Eagleton. ¿Usted la conocía bien?

– Harry Eagleton fue mi tutor de estudios y estuve algunas veces invitado a reuniones y a cenar aquí después de mi graduación. Fui amigo también de Johnny, el hijo de ellos, y de su esposa Sarah. Murieron juntos en un accidente, cuando Beth era una niña. Beth quedó desde entonces a cargo de Mrs. Eagleton. Últimamente veía bastante poco a las dos. Sabía que Mrs. Eagleton estaba luchando desde hacía tiempo con un cáncer, y que tuvo varias internaciones… la encontré algunas veces en Radcliffe Hospital.

– Y esta chica, Beth, ¿vive todavía aquí? ¿Cuántos años tiene ahora?

– Unos veintiocho, o quizá treinta… Sí, vivían juntas.

– Deberíamos hablar cuanto antes con ella, quisiera hacerle también algunas preguntas -dijo Petersen-. ¿Alguno de ustedes sabe dónde podríamos encontrarla ahora?

– Debe estar en el teatro Sheldonian -dije yo-. En el ensayo de la orquesta.

– Eso está en mi camino de regreso -dijo Seldom-; si a usted no le importa, me gustaría pedirle, como amigo de la familia, que me permita a mí darle esta noticia. Es posible que necesite ayuda también con los trámites del entierro.

– Seguro, no hay problema -dijo Petersen-; aunque el funeral tendrá que demorarse un poco: debemos hacer primero la autopsia. Dígale por favor a la señorita Beth que la esperamos aquí. Todavía tiene que trabajar el equipo de huellas, estaremos quizás un par de horas más. Fue usted el que avisó por teléfono, ¿no es cierto? ¿Recuerdan si tocaron algo más?

Los dos negamos con la cabeza. Petersen llamó a uno de sus hombres, que se acercó con un pequeño grabador.

– Sólo les voy a pedir entonces que hagan una breve declaración al teniente Sacks sobre sus actividades a partir del mediodía. Es de rutina, luego podrán irse. Aunque me temo que quizá tenga que volver a molestarlos con algunas preguntas más en los próximos días.

Seldom contestó durante dos o tres minutos a las preguntas de Sacks y noté que cuando me llegó el turno a mí esperó discretamente a un costado a que yo me liberara. Pensé que quizá quería despedirse apropiadamente, pero cuando me volví a él me hizo una seña para que saliéramos juntos.

CAPITULO 4

– Pensé que tal vez podríamos caminar juntos hasta el teatro -dijo Seldom, mientras empezaba a armar un cigarrillo-. Me gustaría saber… -y pareció dudar, como si le costara encontrar la formulación correcta. Había oscurecido por completo y yo no alcanzaba a distinguir entre las sombras la expresión de su cara-. Me gustaría estar seguro -dijo finalmente- de que los dos vimos lo mismo allí. Quiero decir, antes de que llegara la policía, antes de todas las hipótesis y explicaciones: el primer cuadro que encontramos. Me interesa la impresión de usted, que era el único totalmente desprevenido.

Me quedé un instante pensativo, esforzándome por recordar y reconstruir cada detalle; me daba cuenta también de que quería demostrar alguna agudeza para no defraudar a Seldom.

– Creo -dije cautelosamente- que coincidiría en casi todo con la explicación del forense, salvo quizá por un detalle al final. El dijo que al ver la sangre el asesino soltó la almohada y se fue lo más rápido posible, sin intentar recomponer nada…

– ¿Y usted no cree que haya sido así?

– Posiblemente sea cierto que no recompuso nada, pero sí hizo por lo menos algo más antes de irse: dio vuelta la cara de Mrs. Eagleton contra el respaldo. Así fue como la encontramos.

– Tiene razón -asintió Seldom, con un lento movimiento de su cabeza-. Y eso, ¿qué indicaría para usted?

– No sé: quizá no resistió los ojos abiertos de Mrs. Eagleton. Si es, como dijo el forense, una persona que mataba por primera vez, quizá recién al ver esos ojos se dio cuenta de lo que había hecho y quiso, de alguna manera, apartarlos.