Eso es una frase.
Y eso también. Los únicos vehículos del Gran Salto que hay en tu oficio son las frases. La única cosa que debes aprender es a distinguir las mías de las tuyas. Las hermosas frases de las otras. Considerado a la luz de este axioma El Quijote es una frase más larga, más armoniosa, menos mortal, que la frase prohibido escupir en el suelo. Acertar con una o con la otra. Eso es lo que distingue a un genio de un ferretero higiénico.
Esta es, por fin, la encrucijada.
Tú lo dices, como respondería nuestro mansito. Tú lo dices, jodido Caifas, no yo. De lo contrario, podría suponerse que te prometo algo tan enorme como la genialidad: serafín que, para un ateo tercermundista, equivale, sin violar los principios, a la inmortalidad del alma. Es la inmortalidad del alma. Concilia la teoría del trabajo en la transformación de mono en hombre con las solemnes bóvedas del Wilfrid Barón de los Santos Ángeles con sus arcadas que parecían titánicas y ahora retroceden y se borran, y amenazan borrar para siempre al pequeño elegido que lloraba durante la Consagración, ciego ante el resplandor del intacto cuerpo contenido en la hostia, porque el resplandor emanaba del Santísimo, no del oro del Sagrario. Pero si la encrucijada por fin es ésta, Esteban crece y se totaliza de apuro, recupera el alma, llega certero como una flecha desde el pasado y se clava en el porvenir. Se derrama en el tiempo, contemporáneo del Aconcagua, se mide en edades formidables que avergonzarían a los grandes baobabs. Y entonces nunca más el Gusano Conquistador. Ni la carroña patas arriba reventando inmundicias en la zanja. Y puede asomarse al balcón sin miedo a desmoronarse, dormir desnudo bajo las estrellas, pasar con tranquilidad bajo los andamios, exponerse a las corrientes de aire, mirarse fijamente en el agua y sentirse menos frágil, dueño del Tiempo, no tan propenso a dejar esto sin terminar por casual derrumbamiento del cielo raso o cáncer en la próstata, esto, este viaje en ómnibus hacia el Cerro de las Rosas, o este borrador de un sueño comenzado en el hotel donde hace años se matará Santiago. O esta lluvia por suceder en el parque de Verónica. O esta anotación en un cuaderno apoyado sobre las rodillas, frente a una lámina de Molina Campos, muy lejos para siempre de la ciudad muerta, en un cuartito azul que da a una especie de templo birmano custodiado por dos leones, ahora o ayer o mañana, qué importa cuándo si el tiempo, el tiempo trágico y verdadero y transitorio de la gente no existe en este ómnibus o cuarto de hotel o manicomio o cruce de caminos donde un hombre clama por ser como Dios y abre los brazos en la soledad y se hace clavar de pies y manos a lo largo y ancho y alto del tiempo crucificado en el Tiempo, ajeno para siempre al derrumbe del cielo raso del mundo, a la inflamación de los intestinos, a la caída de la tortuga o a los descarrilamientos. Porque si la alternativa es ésta, Esteban, como la hostia, permanece incólume en cada una de sus partes. O sea que sí, huerfanito, que la alternativa es ésta. Pero que nadie te ha prometido nada.
Debo confesar que empiezo a aburrirme.
Yo diría más bien que estás empezando a asustarte; a comprender, quizá, cómo es este juego.
Todo o nada. Como siempre.
No, querido. Todo contra nada. Si sale cara, gano yo, si sale ceca, perdés vos. Es sencillo. Una vez aceptado a ciegas el contrato yo no he aceptado ningún contrato.
Yo no, exactamente. Una vez aceptado yo -es decir, la otra parte- no contraigo el menor compromiso. Esteban se remonta o lo voltea la muerte gracias a sus propias leyes de inercia. El genio, o es un imperativo categórico de adentro hacia afuera, un reventón voluntario, o a limpiar escupideras al Hospicio de las Mercedes. Más claro, échale agua. El genio, o mejor, el principio genial, es algo así como esos bacilos voraces que dormitan agazapados en algún rincón de todos los organismos vivos. Se nace con ellos.
Todos los hombres nacen con ellos; con la infección enquistada, pero defendiéndose del antropófago cangrejito con una sutil envoltura de calcio, que a veces lo apacigua. y con el genio bostezando como un querubín dentro de un huevo. Sólo habría que provocar, deliberadamente en este caso, el del querubín, la ruptura del cascarón. Contraer la enfermedad espléndida. Del mismo modo que un organismo famélico, defendiéndose del agotamiento, acaba por comerse la película que envuelve al canibalito.
Pero eso es la muerte.
Todo es la muerte. La muerte física. Te pudra la tuberculosis o te pinches el dedo con la espina de una rosa, como el bardo. Sólo que, alguna vez, es la muerte propia. Y aun suponiendo que fuera la absoluta muerte -la absoluta locura-, la última abyecta claudicación de la carne o del espíritu, para ciertas naturalezas no hay más que eso.
O la absoluta vida.
También, según se mire. Yo le llamaría postergar, durante unos segundos de orgullosa y rebelde agonía, la catástrofe humana.
No es mucho.
Un tiempo inmortal en sí mismo.
Tan absoluto como la idea que un imbécil, que se cree Napoleón, tiene acerca del lindo color de su caballo. No. Me harté. Desde hace una hora, por abulia, me oigo parlotear como un peluquero mitómano. Y me harté. Todos esos balidos de tenor de opereta alemana provienen de mí.
Provengan de donde provengan son puro delirio. E insensatez. Estafa. Al menos como adelanto de lo que recibiré si me decido a ser canalla, inmoral, medio degenerado y quizá loco. Como artimaña del Tentador le encuentro el defecto de que induce a arrojarse en los brazos de Dios. Más o menos como si me asegurasen que, si acepto hacerme descuartizar, gozaré además de los beneficios de la gangrena. Por lo pronto, veo que en los últimos dos mil años no han progresado mucho en el arte de seducir. A Jesús le propusieron que se arrojara del alero más alto del Templo de Jerusalén.
¿Por qué nos interrumpimos?
Por nada.
O porque de pronto pensaste "justamente". Justamente. Que él se arrojara. ¿O no bastaba con pegarle un empujón? Cosa que lo hubiera decidido con cierta velocidad a convocar a los cien mil arcángeles soliviantados, o a flotar con gracia divina sobre los olivos. O a hacerse humanamente mierda contra el piso. Se le pidió una decisión a él, dentro de él, no una prueba de circo. ¿Acaso el Diablo podía ignorar si era o no hijo de Dios? Seamos serios. Cualquier antisemita nocturno, dándole una patada en el culo, sin ánimo de probar nada, pudo haberlo lanzado por el aire obligándolo al milagro o al papelón teológico. Por favor. A él se le exigió, anagógicamente, un salto voluntario al vacío. No se precisaba ser el Hijo de Dios para negarse a saltar. Cualquier pequeño judío, manso de espíritu y cargado de familia, oyendo una proposición semejante, se hubiera sentado a reír barriga en mano ante el infierno en legión, pegándose palmadas en los muslos, y se hubiera caído solo de ese techo. Y tengo la sospecha de que habría volado. La cláusula exigía y exige otro tipo de saltos. El Demonio no hace más que señalar el abismo. Todo contra nada. Sólo aquel que se arroja sabrá si los angelitos lo soliviantan. Todo contra nada. O rendir examen para el Banco de la Provincia. O planear La Divina Comedia a la salida de la oficina. O pegarse honradamente un tiro. O fabricar caudalosos libretos de televisión, vengándose, con caca, de una sociedad que arroja a sus brillantes muchachos a esas cunetas; cosa que la sociedad acabe por sepultar a todos bajo un Himalaya de mierda. O pegarse honradamente un tiro. O tironear a la In mortalidad de la pollera, los domingos y feriados, en presencia de la familia reunida, en el intervalo que va de sonarle los mocos al menor de los Espósito a departir sobre el precio del mondongo con el padre de la Virgen de San Sixto. Y, no sin algún cariño, pasarle una franelita al long play de la Novena Sinfonía por aquello de que, donde hubo fuego, cenizas quedan. O pegarse honradamente un tiro. Despertar al querubín, en cambio, es una volición natural. Como la vida. La manera menos infame de aceptar la vida. Y ganarás ese pan con el sudor de tu frente. No pretenderás, mastuerzo, que le haya gritado Non serviam! a Dios para conchabarme de mecanógrafo tuyo. No te sirvo. Mi existencia puede, no obstante, serte útil. Sólo que hay que comenzar por aceptarla. Algo así como la sonrisa de Santiago, pero en otra dirección. Mi teoría finalmente es ésta. Todo organismo pensante es, en potencia, genial. La buena nueva consiste en llegar naturalmente a serlo por una inexorable decisión. Cada uno solo, eligiéndose único entre todos los hombres y al mismo tiempo autorizando a todos los hombres por ese solo acto. Arrojándolos a la más sola de las soledades, desnudos, como él, ante su implacable conciencia. Pero preparados para cuando venga Miguel, con su lindo escudo brillante, gritando Quién como Dios.