Выбрать главу

Encontró un mapa y los tres lo estudiamos. Bobby Ruslander se apoyó en el hombro de Kasabian. Billie Keegan cogió una cerveza que alguno nos habíamos dejado hacía un rato, le dio un trago y puso cara de asco. Marcamos una ruta y Skip le dijo a John que se llevara el mapa.

– Nunca puedo doblar estas cosas bien -dijo Kasabian.

Skip preguntó:

– ¿A quién le importa si puedes o no doblar este puto mapa? -Le quitó el mapa a su socio y lo rompió siguiendo la marca de algunos dobleces. Luego le entregó a Kasabian un trozo cuadrado de unos veinte centímetros y tiró el resto de papeles al suelo-. Toma. La bahía Sheepshead. ¿Quieres saber por dónde salirte de la carretera, no? Pues entonces, ¿para qué necesitas un mapa entero del jodido Brooklyn?

– ¡Por Dios! -dijo Kasabian.

– Lo siento, Johnny. Joder, estoy muy nervioso. Johnny, ¿llevas un arma?

– No quiero llevar ningún arma.

Skip abrió el cajón del escritorio y puso una pistola automática de acero azul sobre la mesa.

– La guardamos detrás de la barra -me dijo-, por si acaso queremos volarnos los sesos después de haber hecho el recuento de la noche. ¿No la quieres, John?

Kasabian sacudió la cabeza.

– ¿Matt?

– No creo que yo vaya a necesitarla.

– ¿No quieres llevarla?

– Preferiría no hacerlo.

Levantó la pistola y buscó un lugar donde ponerla. Era una 45 y parecía de esas que les dan a los oficiales en el Ejército. Un arma grande y pesada, con una potencia que compensaría la mala puntería ya que puede derribar a un hombre solo con darle en el hombro.

– ¡Joder! Pesa una tonelada -dijo Skip. La metió entre la cinturilla de sus vaqueros y puso cara rara cuando vio la impresión que daba. Se sacó la camisa y dejó que cayera por encima tapando la pistola. Sin embargo, no era la clase de camisa que se lleva por fuera de los pantalones y resultaba sospechoso.

– ¡Jesús! -se quejó-, ¿dónde voy a poner esta cosa?

– Ya se te ocurrirá algo -le dijo Kasabian-. Mientras, nosotros nos vamos. ¿No crees, Matt?

Yo estaba de acuerdo. Volvimos a repasarlo todo mientras Keegan y Ruslander se iban adelantando. Conducirían hasta la bahía Sheepshead y aparcarían delante del restaurante, pero no justo enfrente. Esperarían allí, con el motor y las luces apagadas, y se quedarían vigilando.

– No intentéis hacer nada -le dije-. Si veis algo sospechoso, limitaos a observar.

– ¿Debería intentar seguirlos?

– ¿Y cómo sabrías a quién estás siguiendo?

Él se encogió de hombros.

– Ya iremos viendo sobre la marcha -dije-, pero sobre todo mantened los ojos bien abiertos.

– Entendido.

Cuando se fue, Skip colocó un maletín encima del escritorio y lo abrió. Estaba lleno de fajos de billetes.

– Ahí tienes cincuenta de los grandes -dijo-. ¿A que viéndolos ahí, no parece tanto?

– No es más que papel.

– ¿Mirarlo no te dice nada?

– La verdad es que no.

– A mí tampoco. -Puso la 45 encima de los billetes y cerró el maletín. Pero la pistola no encajaba bien. Colocó los billetes en forma de nido, puso la pistola dentro y volvió a cerrarlo.

– La dejaré ahí hasta que subamos al coche -dijo-. No quiero ir caminando por la calle como si fuera Gary Cooper en Solo ante el peligro. -Volvió a meterse la camisa por dentro del pantalón. De camino al coche, dijo-: A lo mejor piensas que la gente me está mirando. Voy vestido como un ayudante de mecánico y llevo un maletín de banquero.

Pero no. Estos cabrones de Nueva York no se volverían para mirarme, ni aunque llevara puesto un disfraz de gorila. Oye, recuérdame en cuanto entremos al coche que saque la pistola del maletín.

– Vale.

– Ya es malo que nos disparen, así que ¡solamente faltaba que encima lo hagan con mi pistola!

Tenía el coche en un garaje de la calle Cincuenta y Cinco. Le dio al chico un dólar de propina, salió y se detuvo delante de una boca de incendios. Abrió el maletín, sacó la pistola y comprobó el cargador antes de dejarla sobre el asiento, en medio de los dos. Se lo pensó mejor y la metió en el hueco que quedaba entre el asiento y el respaldo.

El coche era un Chevy Impala con unos dos años de antigüedad. Era blanco, largo, bajo y flojo de muelles. Tenía el interior en beis y blanco, y parecía que no hubiera pasado por un túnel de lavado desde que salió de Detroit. [18] En el cenicero no cabía una colilla más y el suelo estaba lleno de porquería.

– El coche es mi vida -dijo cuando pillamos un semáforo en la Décima Avenida-. Es un desastre bastante acogedor. Bueno, ¿qué hacemos? ¿Seguimos la misma ruta que le hemos trazado a Kasabian?

– No.

– ¿Te sabes un camino mejor?

– No es que sea mejor, es diferente. Tomamos la carretera del West Side, pero luego en vez de ir por el Belt, iremos callejeando para atravesar Brooklyn.

– Pero tardaremos más, ¿no?

– Puede. Dejemos que lleguen antes.

– Lo que digas. ¿Por alguna razón en particular?

– Así nos será más fácil ver si nos están siguiendo.

– ¿Crees que nos siguen?

– No lo entendería si lo hicieran porque ya saben a dónde vamos. Pero no hay forma de saber si vamos a enfrentarnos a un hombre o a todo un ejército.

– Tienes razón.

– Gira por la primera a la derecha y coge la carretera del West Side en la calle Cincuenta y Seis.

– Vale. Matt, ¿quieres algo?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Te apetece un trago? Mira en la guantera, debería tener algo ahí.

Había una botella de Black & White en la guantera. Recuerdo la botella: de cristal verde, ligeramente curvada, como una petaca para encajar perfectamente en un bolsillo.

– No sé tú -dijo-, pero yo estoy nervioso. No quiero emborracharme, aunque tampoco me vendría mal algo para calmarme.

– Vale. Un trago y ya está. -Y abrí la botella.

Tomamos la carretera del West Side hasta Canal Street, cruzamos Brooklyn por el puente de Manhattan y cogimos la avenida Flatbush hasta que se cruza con la avenida Ocean. Seguimos pillando semáforos en rojo y en ocasiones me fijé en que Skip dirigía la mirada hacia la guantera. Pero no dijo nada, así que dejamos la botella de Black & White intacta tras el trago que los dos habíamos dado al principio.

Condujo con su ventanilla bajada todo el camino, con su codo izquierdo apoyado en ella y sus dedos enganchados al techo del coche, sobre el que, de vez en cuando, tamborileaban. Unas veces hablamos y otras nos quedamos en silencio.

En un momento dijo:

– Matt, quiero saber quién ha montado todo esto. Tiene que ser alguien conocido, ¿no crees? Alguien que vio una oportunidad y la aprovechó, alguien que le echó un vistazo a los libros y que sabía lo que estaba haciendo. Alguien que trabajaba para mí, aunque de ser así, ¿cómo habrían entrado? Si echo a algún cabrón, a un camarero borracho o a una camarera tarada, ¿cómo van a entrar en mi bar pavoneándose, meterse en mi despacho y salir con mis libros? ¿Cómo crees que puede pasar eso?

– No es tan difícil entrar en tu despacho, Skip. Cualquiera que conozca la distribución del local puede hacer que va al baño y colarse en tu despacho sin que nadie se dé cuenta.

– Supongo. Supongo que tuve suerte de que no se mearan dentro del cajón de arriba mientras estuvieron allí. -Sacó un cigarrillo del paquete que llevaba en el bolsillo de su camisa y le dio un golpecito contra el volante-. Le debo cinco mil dólares a Johnny -dijo.

– ¿Y eso?

– Por el rescate. Él puso treinta y yo veinte. Su caja de seguridad del banco estaba en mejores condiciones que la mía. Y, por lo que sé, tiene otros cincuenta guardados. -Frenó para dejar a un taxista cambiar de carril delante de nosotros-. Fíjate en ese gilipollas -dijo, sin rencor-. ¿Es que todo el mundo conduce así o esto solamente pasa en Brooklyn? Seguro que la gente empieza a hacer el loco al volante en cuanto cruza el río. ¿De qué te estaba hablando?

вернуться

[18] N. de la T.: Detroit es conocida como la «capital del automóvil» al ser la sede central de los tres grandes del motor en Estados Unidos: General Motors, Ford y Chrysler.