Mia se acordó de su hermana. «Tengo que decirle a Kelsey lo que sucedió en el entierro de Bobby».
– Le aseguro que la entiendo. Necesitamos el nombre completo y la dirección de su ex marido.
Margaret apretó los dientes y, al tiempo que escribía, dijo:
– Se apellida Davis. Odio a ese cabrón.
– También la entiendo -añadió Mia. Reparó en la expresión de Solliday, que la miró más a fondo de lo que estaba dispuesta a mostrar. Experimentó un escalofrío y se concentró tenazmente en Margaret-. Señorita Hill, ¿a su ex marido le gustan los animales?
– No. Detesta a los perros. Cuando me marché llevé a Milo a casa de mi madre… Ay, por favor. ¿Milo está vivo?
– Al parecer no estaba en la casa cuando se produjo el incendio -intervino Solliday.
El alivio y la confusión libraron una batalla en la expresión de Margaret Hill.
– Mi madre nunca lo dejaba suelto.
– Si lo encontramos le avisaremos -aseguró Mitchell-. Su hermano llega mañana.
Margaret cerró los ojos.
– Vaya, fantástico.
– ¿No se lleva bien con su hermano? -quiso saber Solliday.
– Mi hermano es un buen hombre, pero no nos entendemos. Cierta vez me dijo que le causaría a mi madre más problemas de los que podía resolver. Supongo que tenía razón. No suele equivocarse. -Se incorporó sin tenerlas todas consigo-. ¿Cuándo podré ver a mi madre?
– Lo siento, pero no es posible -explicó Mia con amabilidad.
Tortuosas emociones demudaron el semblante de la mujer antes de asentir e irse.
Mitchell se dirigió a Solliday y opinó:
– Tal vez Doug es un cabrón que maltrataba a su esposa, pero no creo que haya provocado el incendio.
– Estamos de acuerdo. De todos modos, cuanto antes lo excluyamos, menos tardará Margaret Hill en librarse de parte del sentimiento de culpa. -Reed consultó el reloj-. Llama a la policía de Milwaukee mientras conduzco.
Mia frunció el ceño.
– ¿Adónde vamos?
– A la universidad. Tenemos que hablar con las amigas de Caitlin. He llamado a la encargada de la residencia de la hermandad y reunirá a las chicas a las cinco y media.
– ¿Cuándo has llamado?
– Mientras dormías. -Reed le pidió que guardase silencio cuando la detective abrió la boca para protestar-. No digas que lo sientes. Te has pasado la noche en vela. Ayer detuviste a un tío y deberías seguir de baja. Mia, me parece que incluso tú necesitas dormir.
Más allá de la crítica, esas palabras contenían una paradójica admiración.
– Bueno, gracias.
Martes, 28 de noviembre, 16:30 horas
El individuo preguntó arrastrando la voz:
– Hola. Por favor, ¿puedo hablar con Emily Richter?
La anciana dejó escapar un suspiro de resignación.
– Soy yo. ¿Con quién hablo?
– Me llamo Tom Johnson y llamo del Bulletin de Chicago.
– ¿Cómo se las arreglan los periodistas para averiguar mi número de teléfono?
– Señora, su número figura en el listín.
«¡Maldita idiota!», pensó.
– Está bien. -Emily Richter se sorbió la nariz-. Ya he hablado con una periodista. Se llama… se llama Carmichael. Hable con ella si quiere los detalles del incendio.
– Verá, señora, en realidad no me ocupo del incendio propiamente dicho. Pertenezco a otra sección. Me gustaría sacar a sus vecinos en un pequeño artículo para que la comunidad se entere de lo que necesitan. Bueno, ya que estamos en época de celebraciones quiero echar una mano a esa gente. Solo dispongo de unas horas para cerrar el artículo y no sabe cuánto le agradecería que me ayudara.
– ¿Qué quiere de mí? -espetó la vieja.
«Viejo saco de huesos, me encantaría cerrarte el pico», se dijo, pero habló con tono relajado y afable:
– He intentado ponerme en contacto con los Dougherty, pero nadie sabe dónde están. Quiero hablar con ellos para saber qué necesitan.
– Esta misma mañana han regresado de Florida. Estuvieron aquí y hablaron con la policía. En cuanto los agentes se fueron salí, como es lógico, a ofrecerles mi ayuda.
«Como es lógico…»
– Por casualidad, ¿dijeron dónde se hospedan?
– No lo pregunté, pero llevaban una autorización de aparcamiento del Beacon Inn.
«Demos gracias a Dios por las viejas chismosas y entrometidas», pensó, y esbozó una sonrisa.
– Gracias, señora, y felices fiestas -se despidió y colgó lleno de satisfacción.
«Señora Dougherty, usted y yo tenemos una cita ardiente». Rio entre dientes. Pensó en la cita ardiente y se dijo que, a veces, sus propias palabras le causaban mucha gracia. Sacó el pesado listín de debajo del teléfono público, averiguó el número del hotel, se metió la mano en el bolsillo en busca de más monedas y marcó.
– Beacon Inn, soy Tania -se identificó una mujer desenvuelta-. ¿En qué puedo ayudarle?
El individuo habló con voz ronca:
– Por favor, quiero saber en qué habitación se hospeda Joe Dougherty.
– Lo siento, señor, pero no damos esa información. Si quiere lo paso con la habitación.
Se encolerizó tanto que notó cómo le ardía la nuca.
– En realidad, quiero enviar flores para él y su esposa. Necesito el número de habitación para darlo en la floristería.
– Bastará con dar el nombre y la dirección del hotel. Nosotros entregaremos las flores en su nombre.
El tono tajante de Tania le fastidió. «Nosotros entregaremos las flores en su nombre…», repitió mentalmente con tono de burla. La muy arrogante no pensaba decirle nada. La ira lo llevó a sentir impotencia.
– Gracias, Tania. Me ha servido de gran ayuda.
El individuo colgó y miró el teléfono con los ojos entornados.
No le quedaba más opción que enviar flores. Tania se arrepentiría de haber sido tan servicial.
Capítulo 9
Martes, 28 de noviembre, 18:45 horas
Reed bostezó al tiempo que se introducía en la plaza de aparcamiento contigua a la del pequeño Alfa Romeo de Mitchell.
– No me hagas esto -protestó Mia-. Todavía tengo toneladas de lectura pendientes.
– No volverás a tu escritorio. Sé que necesito descansar y tú también, Mia.
– No volveré enseguida. Antes tengo algo que hacer. Es imprescindible examinar los expedientes, ya que de momento no tenemos ni una sola pista.
– La información obtenida en la residencia estudiantil es decepcionante -coincidió Solliday con expresión taciturna.
– Las chicas no pueden decirnos lo que no vieron. Si acechó a Caitlin, ese tío fue muy cuidadoso. Al menos podemos excluir a Doug Davis y a Joel Rebinowitz.
– Doug ha sido afortunado al tener malos modales. Su coartada es indiscutible porque está en una cárcel de Milwaukee, retenido sin fianza, por agresión con agravantes. Le diremos a Margaret Hill que su ex marido es inocente.
– Hemos tenido la suerte de que en el salón recreativo hubiese cámaras de seguridad. -En la grabación se veía con toda claridad a Joel jugando a la máquina del millón durante el horario de los hechos. Mia se frotó las mejillas con las manos y, cansada, miró a Reed-. Solliday, vete a ver a tu hija. Fluffy está muerto, por lo que ya no charla como antes. En casa no se me ha perdido nada.
El teniente no sonrió. La fatiga y el desaliento hicieron mella en él y se puso nervioso.
– Ni lo sueñes. Las personas cansadas tienen accidentes y mueren. Haz el favor de irte a casa.
Sorprendida, Mia lo miró y parpadeó.
– No estoy tan cansada.
– Eso mismo dijo el que se saltó el semáforo en rojo y se llevó por delante a mi esposa.
Solliday se arrepintió instantáneamente de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.