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– No falta ni un solo día… -Sonrió sin alegría alguna-. Ninguno de los míos se preocupará por mí cuando yo llegue a esa edad, te lo aseguro.

La otra enfermera soltó una risita comprensiva. Ambas mujeres se quedaron de pie y en silencio, las dos observando la misma imagen, cada una de ellas sumida en sus pensamientos terribles sobre sus propios futuros lejanos.

– ¿Ella puede oír lo que le dice? -preguntó la segunda enfermera después de un momento.

– No hay ningún motivo para suponer que no. El ataque prácticamente le ha paralizado todo el cuerpo y la ha dejado muda, pero, por lo que sabemos, sus facultades todavía funcionan.

– Por Dios… Yo preferiría morir. Imagina lo que debe de ser estar prisionera dentro de tu propio cuerpo.

– Al menos lo tiene a él -dijo la enfermera jefe-. Le trae esos libros todos los días y le lee y luego pasa horas ahí sentado, acariciándole la cabeza y hablándole en voz baja. Al menos tiene eso.

La otra enfermera hizo un gesto de asentimiento y soltó un suspiro largo y triste.

Dentro de la sala, la anciana y su hijo no tenían conciencia del hecho de que otras personas los observaban. Ella estaba tumbada, quieta, incapaz de moverse, boca arriba, ofreciéndole a su hijo, que estaba sentado, encorvado hacia delante, en la silla junto a la cama, su perfil ligeramente noble de cejas altas y enarcadas y nariz aguileña. Cada tanto, un hilo de saliva le goteaba desde la comisura de sus labios delgados y el solícito hijo se lo limpiaba con un pañuelo doblado. Él le apartó el pelo de la frente una vez más y volvió a inclinarse sobre ella, con los labios casi tocándole la oreja; su aliento, cuando comenzó a hablar en voz muy baja y suave, agitó las hebras plateadas de los cabellos de la sien.

– Hoy he vuelto a hablar con el doctor, madre. Me ha dicho que la enfermedad se ha estabilizado. Es una buena noticia, ¿verdad, mutti? -No esperó la respuesta que sabía que ella era incapaz de darle-. De todas maneras, el médico me explicó que, después del ataque principal, tuviste una serie de ataques repetidos… unos ataques minúsculos que fueron los que más te perjudicaron. También dijo que éstos ya han terminado y que no vas a empeorar si yo me aseguro de mantener la medicación. -Hizo una pausa y exhaló lentamente-. Lo que eso significa es que podré cuidar de ti en casa. Al principio el médico no estaba muy entusiasmado con la idea. Pero a ti no te gusta estar al cuidado de desconocidos, ¿verdad, mutti? Se lo expliqué al médico. Le dije que estarías mucho más cómoda conmigo, con tu hijo, en casa. Le dije que podría contratar a alguien para que te acompañe cuando yo esté trabajando, y el resto del tiempo… bueno, el resto del tiempo me tendrías a mí para cuidarte, ¿no es cierto? Le expliqué que la enfermera podría venir a visitarte en el piso cómodo y pequeño que he comprado. El médico ha dicho que tal vez pueda llevarte a casa para finales de mes. ¿No es maravilloso?

Hizo una pausa, esperando el efecto de la noticia. Examinó los ojos grises y apagados que se movían lentamente en la cabeza quieta. Si había alguna emoción detrás de ellos, no había forma de descifrarla. Se inclinó un poco más y arrastró la silla más cerca de la cama con un chirrido en el pulido piso del hospital.

– Por supuesto que los dos sabemos que las cosas no serán tal cual se las expliqué al médico, ¿no es cierto, madre? -La voz seguía siendo suave y relajante-. Pero claro que yo no podía hablarle al médico de la otra casa… nuestra casa. Ni tampoco contarle que en realidad lo que haré será dejarte tumbada sobre tu propia mierda durante varios días seguidos, ¿verdad? O que pasaré horas averiguando qué facultad te queda de sentir dolor. No, no, eso no estaría bien, ¿cierto, mutti? -Lanzó una risita pequeña, infantil-. No creo que el doctor estuviera muy de acuerdo en que yo te llevara conmigo a casa si supiera todo eso, ¿no? Pero no te preocupes, no le diré nada si tú tampoco se lo dices… Pero, desde luego, tú no puedes, ¿o sí? Mira, madre, Dios te ha amordazado y te ha paralizado. Es una señal. Una señal para mí.

La cabeza de la anciana siguió inmóvil, pero una lágrima se deslizó desde la comisura de un ojo y recorrió las arrugas de la piel de la sien. Bajó el volumen de la voz un poco más y le añadió un tono conspirativo.

– Tú y yo estaremos juntos. A solas. Y podremos hablar de los viejos tiempos. De los viejos tiempos en la casa grande de antes. De cuando yo era un niño. Cuando era débil y tú eras fuerte. -La voz se había convertido en un siseo, un aliento venenoso en la oreja de la anciana-. Lo he hecho nuevamente, mutti. Con otra. Igual que hace tres años. Pero esta vez, puesto que Dios te ha encerrado en la prisión de tu horrible cuerpo, no puedes interferir. Esta vez no puedes detenerme, y seguiré haciéndolo, muchas veces. Será nuestro pe queño secreto. Tú estarás allí al final, madre, te lo prometo. Pero esto es sólo el principio…

Afuera, en el vestíbulo, las dos enfermeras, ninguna de las cuales podrían haber adivinado la naturaleza del diálogo entre el hijo y su madre, se apartaron del pabellón del hospital y el conmovedor cuadro que se desarrollaba en su interior, un cuerpo que estaba deteriorándose y una constante devoción filial. En ese instante, dejaron de mirar por la ventana y de asomarse a una vida más triste, y regresaron a las cuestiones prácticas de las rotaciones, las historias clínicas y las rondas de administración de medicamentos.

3

Miércoles 17 de marzo. 16:30 h

POLIZEIPRASIDIUM, HAMBURGO

El frío punzante y seco de la mañana había dejado paso a un cielo húmedo del color del sodio que avanzaba indolente desde el mar del Norte. Una débil llovizna llenaba de gotas los cristales de las ventanas del despacho de Fabel, y daba la impresión de que la vista hacia el Winterhuder Stadtpark había perdido

toda vida y color.

Había dos personas sentadas al otro lado del escritorio de Fabeclass="underline" Maria y un hombre corpulento y de aspecto serio, de alrededor de cincuenta y cinco años, cuyo cuero cabelludo brillaba a través de los pelos negros y grises que lo cubrían.

El Kriminaloberkommissar Werner Meyer había trabajado junto a Fabel durante más tiempo que cualquier otro miembro del grupo. De rango inferior pero mayor en edad, Werner Meyer no era tan sólo un colega para Fabel, era su amigo, y con frecuencia su mentor. Werner compartía el mismo rango que Maria Klee, y juntos representaban el escalafón más cercano a Fabel dentro del departamento. Werner, sin embargo, era el número dos. Tenía mucha más experiencia práctica como agente de policía que Maria, aunque ella había sido una de las alumnas más prometedoras en la universidad, donde había estudiado Derecho, y luego más tarde en las academias policiales Pohzeifachhochschule y Landespolizeischule. A pesar de su aspecto duro y de su considerable tamaño, la forma en que Werner encaraba la tarea policial se caracterizaba por una exhaustividad metódica y una atención por los detalles. Siempre se ceñía al reglamento, y en más de una ocasión había refrenado a su chef cuando Fabel había llegado demasiado lejos en una de sus «intuiciones». Werner se veía a sí mismo como el compañero de Fabel, y había sido preciso que pasara tiempo, y algunos acontecimientos dramáticos, para que se acostumbrara a trabajar con Maria.

Pero había dado resultado. Fabel los había puesto juntos por sus diferencias, porque representaban diferentes generaciones de policías y porque combinaban y contrastaban la experiencia con la pericia, la teoría con la práctica. Pero lo que realmente los hacía funcionar bien como equipo era lo que compartían: un compromiso total e inflexible con su papel como agentes de la Mordkommission.

Había sido una de las habituales reuniones preliminares. Los homicidios se presentaban de dos maneras: estaban las investigaciones rápidas, cuando el cuerpo se encontraba muy poco después de la muerte o cuando había una serie firme y clara de evidencias que seguir; y después estaban los rastros fríos, cuando el asesino ya se había distanciado en la cronología, en la geografía y en la presencia forense del hecho del homicidio, dejando a la policía apenas unas pocas sobras con las que hacerse una idea clara, un proceso que llevaba tiempo y esfuerzo. El homicidio de la chica de la playa era un caso de rastro frío, nebuloso y amorfo. Precisarían mucho tiempo y trabajo de investigación antes de darle una forma más o menos definida. La reunión de aquella tarde, por lo tanto, había tenido todas las características de los casos poco comunes: se habían analizado los escasos datos disponibles y habían concertado reuniones posteriores para examinar los esperados informes forenses y el resultado de la autopsia. El cuerpo mismo sería el punto de partida; ya no era una persona, sino un recipiente de información física sobre el momento, la forma y el lugar de la muerte. Y, a nivel molecular, el ADN y otros datos recogidos del cadáver servirían para iniciar el proceso de la identificación. La mayor parte de la reunión se había dedicado a asignar recursos a las distintas tareas investigadoras, la primera de las cuales era tratar de identificar a la chica muerta, algo de lo que deberían encargarse casi todos ellos. La chica muerta. Fabel estaba categóricamente comprometido a revelar su identidad, pero ese era el momento que más temía: cuando el cuerpo se convertía en una persona y el número del caso se convertía en un nombre.