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María Elvira me miró unos instantes pensativa, y luego movió negativamente la cabeza, con su papel en los labios.

– ¿Es cierto o no?-insistí, pero ya con el corazón a loco escape.

Ella tornó a sacudir la cabeza:

– No, no es cierto…

– ¡María Elvira!-llamó Angélica de lejos.

Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuna. Pero jamás una voz fraternal ha caído en un diluvio de hielo y pez fría tan fuera de propósito como aquella vez.

María Elvira tiró el papel y bajó la rodilla.

– Me voy-me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando afrontaba un flirt.

– ¡Un solo momento!-le dije.

– ¡Ni uno más!-me respondió alejándose ya y negando con la mano.

¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no ser tragar el papelito húmedo, hundir la boca en el hueco que había dejado su rodilla, y estrellar el sillón contra la pared. Y estrellarme en seguida yo mismo contra un espejo, por imbécil. La inmensa rabia de mí mismo me hacía sufrir, sobre todo. ¡Intuiciones viriles! ¡Sicologías de hombre corrido! Y la primer coqueta cuya rodilla está marcada allí, se burla de todo eso con una frescura sin par!

* * * * *

No puedo más. La quiero como un loco, y no sé, lo que es más amargo aún, si ella me quiere realmente o no. Además, sueño, sueño demasiado, y cosas por el estilo: Ibamos del brazo por un salón, ella toda de blanco, y yo como un bulto negro a su lado. No había más que personas de edad en el salón, y todas sentadas, mirándonos pasar. Era, sin embargo, un salón de baile. Y decían de nosotros: La meningitis y Su Sombra. Me desperté, y volví a soñar: el tal salón de baile estaba frecuentado por los muertos diarios de una epidemia. El traje blanco de María Elvira era un sudario, y yo era la misma sombra de antes, pero tenía ahora por cabeza un termómetro. Eramos siempre La meningitis y Su Sombra.

¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy a Europa, a Norte América, a cualquier parte, donde pueda olvidarla.

¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siempre, quemándome solo, como un payaso, o a desencontrarnos cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien que le podrá hacer a mis planos esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental!, aunque no quiera); pero quedarme sería ridículo, y estúpido, y no hay para qué divertir más a las María Elvira.

* * * * *

Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las que acabo de anotar, pero prefiero contar simplemente lo que pasó el último día que vi a María Elvira.

Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por qué mortuoria esperanza de suicida, fuí la tarde anterior de mi salida a despedirme de los Funes. Ya hacía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo, por donde se verá cuánto desconfiaba de mí mismo.

María Elvira estaba indispuesta-asunto de garganta o jaqueca-pero visible. Pasé un momento a la antesala a saludarla. La hallé hojeando músicas, desganada. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los labios pálidos, y los ojos oscuros de ojeras. Pero era ella siempre, más hermosa aún para mí, porque la perdía.

Le dije sencillamente que me iba, y que le deseaba mucha felicidad.

Al principio no me comprendió.

– ¿Se va? ¿Y adónde?

– A Norte América… Acabo de decírselo.

– ¡Ah!-murmuró, marcando bien claramente la contracción de los labios. Pero en seguida me miró, inquieta.

– ¿Está enfermo?

– ¡Pst!… no precisamente… No estoy bien.

– ¡Ah!-murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios, abriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento.

Por lo demás, llovía en la calle, y la antesala no estaba clara.

Se volvió a mí.

– ¿Por qué se va?-me preguntó.

– ¡Hum!-me sonreí-Sería muy largo, infinitamente largo de contar… En fin, me voy.

María Elvira fijó aún los ojos en mí, y su expresión, preocupada y atenta, se tornó sombría.

Concluyamos, me dije. Y adelánteme:

– Bueno, María Elvira…

Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda, de jaqueca.

– Antes de irse-me dijo-¿no me quiere decir por qué se va?

Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como en un relámpago, la vi ante mí, como aquella noche, alejándose riendo y negando con la mano: "no, ya estoy satisfecha"… ¡Ah, no, yo también! ¡Con aquello tenía bastante!

– Me voy-le dije bien claro-porque estoy hasta aquí, de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está contenta ahora?

Tenía aún la mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la música del atril para colocarla sobre el piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo con esforzada y dolorosa sonrisa:

– ¿Y si yo… le pidiera que no se fuera?…

– ¡Pero por Dios bendito!-exclamé-¡No se da cuenta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir y echarme en cara mi infelicidad! ¿Qué ganamos, qué gana Vd. con estas cosas? ¡No, basta ya! ¿Sabe Vd.-agregué adelantándome-lo que Vd. me dijo aquella última noche de su enfermedad? ¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?

Quedó inmóvil, toda ojos.

– Si, dígame…

– ¡Bueno! Vd. me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, Vd. me dijo bien claro esto: y-cuan-do-no tenga-más-de-li-rio, me que-rrás toda-ví-a? Vd. tenía delirio aún, ya lo sé… ¿Pero qué quiere que haga yo ahora? ¿Quedarme aquí, a su lado, desangrándome vivo con su modo de ser, porque la quiero como un idiota!… Esto es bien claro también, eh? ¡Ah! le aseguro que no es vida la que llevo! ¡No, no es vida!

Había apoyado la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo que había dicho, mi amor, mi alma, mi vida, se derrumbaban para siempre jamás.

Pero era menester concluir y me volví: ella estaba a mi lado, y en sus ojos-como en un relámpago, de felicidad esta vez-vi en sus ojos resplandecer, marearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta ya.

– ¡María Elvira!-exclamé, grité, creo.-¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada!

Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluído, vencida, entregada, dichosa, había hallado por fin sobre mi pecho, postura cómoda a su cabeza.

* * * * *

Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor, y debo creerlo porque así lo he escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo eso! Y tanto más lejos porque-y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia-ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapicera, lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en honor del arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree conmigo que la impresión general de la narración, reconstruída por etapas, es un reflejo bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obra de un ingeniero, no está del todo mal.

En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última línea escrita no es verdad: Mi narración no sólo no está del todo mal, sino que está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable, me echa los brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco centímetros.

– ¿Es verdad?-murmura-o arrulla, mejor dicho.

– ¿Se puede poner arrulla?-le pregunto.

– ¡Sí, y esto, y esto! Y me da un beso.

¿Qué más puedo añadir?

FIN

1917