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Robert Silverberg

Cuentos de los bosques de Vindobona

Todo esto sucedió hace mucho tiempo, durante las primeras décadas de la Segunda República, cuando yo no era más que un muchacho de la Panonia Superior. La vida entonces era muy sencilla, al menos para nosotros. Vivíamos en una aldea en el bosque, en la margen derecha del Danubio. Mis padres, mi abuela, mi hermana Friya y yo. Mi padre, Tyr (de quien heredé el nombre), era herrero. Mi madre daba clases en nuestra casa y mi abuela era la sacerdotisa del pequeño templo de Juno Teutónica que se encontraba cerca.

Era una vida muy tranquila. Aún no se había inventado el automóvil (todo esto ocurrió alrededor del año 2650 y nosotros aún usábamos carros o carromatos tirados por caballos) y casi no habíamos salido nunca de la aldea. Una vez al año, en el día de Augusto (todavía celebrábamos el día de Augusto), nos vestíamos con nuestras mejores ropas y mi padre sacaba del establo nuestro gran carruaje de estructura de hierro, que había construido con sus propias manos, y nos dirigíamos al gran municipio deVindobona, a dos horas de viaje, a escuchar a la banda imperial interpretar valses en la plaza de Vespasiano. Después de aquello tomábamos pasteles con nata en el gran hotel que había cerca y jarras de cerveza de cerezas para los mayores. Más tarde, emprendíamos el camino de regreso. Actualmente, el bosque por supuesto ha desaparecido, nuestra pequeña aldea ha sido engullida por el municipio cada vez más grande, y el lugar donde estaba nuestra casa queda a veinte minutos en coche del centro de la ciudad. Pero en aquel tiempo era una gran excursión, nuestro gran acontecimiento anual.

Ahora sé que Vindobona sólo es una pequeña ciudad de provincias que, comparada con Londinium, Lutecia o la propia ciudad de Roma, no es nada en absoluto. Pero para mí entonces era la capital del mundo. Su esplendor me dejaba pasmado, maravillado.

Subíamos a la cúspide de la gran columna del basileo Andrónico que erigieron los griegos ochocientos años atrás, para conmemorar su victoria sobre César Maximiliano durante la Guerra Civil, en la época en que se dividió el Imperio, y contemplábamos la ciudad entera. Y mi madre, que había crecido enVindobona, nos lo mostraba todo: el edificio del Senado, el teatro de ópera, el acueducto, la universidad, los diez puentes, el templo de Júpiter Teutónico, el palacio del procónsul, el palacio mucho más grande que Trajano VII se construyó para el vertiginoso período en que Vindobona fue prácticamente la segunda capital del Imperio y así, una cosa tras otra. Durante los días siguientes, en mis sueños brillaban los recuerdos de lo que había visto en Vindobona, y mi hermana y yo tarareábamos valses mientras dábamos vueltas por los tranquilos senderos del bosque.

Hubo un año apasionante en que hicimos el viaje dos veces. Fue en 2647, cuando yo tenía diez años, y puedo recordarlo con exactitud porque fue el año en que murió el Primer Cónsul. Me estoy refiriendo a C. Junio Escévola, el fundador de la Segunda República. Mi padre se inquietó mucho cuando llegaron las noticias de su muerte. «Ahora va a haber una crisis, nadie sabe lo que pasará, recordad lo que os digo», decía una y otra vez. Pregunté a mi abuela lo que quería decir con eso y ella me dijo: «A tu padre le preocupa que vuelva el Imperio, ahora que el anciano ha muerto». Yo no entendía por qué andaba tan preocupado con eso. Para mí tanto daba la República como el Imperio, el cónsul que el emperador. Pero para mi padre se trataba de algo muy importante. Y cuando algún tiempo después, ese mismo año, el nuevo Primer Cónsul llegó a Vindobona en su recorrido del vasto Imperio, provincia tras provincia, con el objetivo de garantizar a todo el mundo que la República era estable y se mantenía intacta, mi padre sacó el carruaje para asistir a su procesión triunfal. Así que ese año, hice una segunda visita a la capital.

Medio millón de personas, según dijeron, acudió al centro de Vindobona para aplaudir al nuevo Primer Cónsul. Se trataba de Marcelo Túrrito, claro. Probablemente les venga a la mente el anciano calvo y rechoncho de las monedas del pasado siglo veintisiete que aún aparece de vez en cuando entre la calderilla. Pero el hombre que yo vi aquel día (tan sólo alcancé a vislumbrarlo fugazmente, durante una fracción de segundo, cuando pasaba el carruaje consular, pero todavía resplandece el recuerdo en mi mente setenta años después), era esbelto y de porte viril, con una mandíbula prominente, unos ojos fieros y oscuros y el cabello grueso y rizado. Alzamos los brazos según el viejo saludo romano y le gritamos con toda la energía que nuestros pulmones nos permitieron: «¡Salve, Marcelo! ¡Larga vida al Cónsul!».

(Por cierto que no lo gritamos en latín, sino en germánico. Yo estaba muy sorprendido por eso. Mi padre me explicó después que había sido así siguiendo las propias órdenes del Primer Cónsul. Él quería mostrar su amor por el pueblo promocionando todas las lenguas regionales, incluso en las celebraciones públicas como aquélla. Los galos lo habían aclamado en galo, los britanos en britano, los lusitanos en lo que fuera que ellos hablaran allí y, mientras se encontraba de viaje por las provincias teutónicas, quería que lo aclamáramos en germánico. Sé que aún hoy existen algunas personas que creen que eso fue una idea terrible, porque condujo al resurgimiento de todo tipo de actividades separatistas regionales en el Imperio. Estas personas nos recuerdan que fue precisamente un tipo de fervor regionalista lo que derivó en el desmembramiento del Imperio cien años atrás. Sin embargo, para los hombres como mi padre, fue un brillante golpe político, y vitoreó al nuevo Primer Cónsul con tremenda exuberancia y vigor germánicos. Pero mi padre se las arreglaba para ser un acérrimo regionalista al mismo tiempo que un incondicional republicano.Tengan en cuenta que, a pesar de las feroces objeciones de mi madre, él insistió en llamar a sus hijos según los antiguos dioses teutónicos en lugar de ponernos los habituales nombres romanos de los que era partidario todo el mundo en Panonia).

Aparte de visitar Vindobona una vez al año, o dos en esa ocasión, yo nunca fui a ningún otro sitio. Cacé, pesqué, nadé, ayudé a mi padre en la herrería, ayudé a mi abuela en el templo y aprendí a leer y a escribir en la escuela de mi madre. Algunas veces, Friya y yo nos íbamos a pasear por el bosque que, en aquellos tiempos, era oscuro, denso y misterioso. Y así es como dio la casualidad de que me encontré con el último de los cesares.

Se suponía que, en lo más profundo del bosque, había una casa encantada. Marco Aurelio Schwarzchild, el hijo del sastre, un muchacho travieso, peculiar y algo bizco, fue quien hizo que me interesara por ella. Me contó que había habido allí un refugio de caza en la época de los cesares y que el sangriento fantasma de un emperador que resultó muerto en un accidente de caza podía verse al mediodía, la hora de su muerte, persiguiendo el fantasma de un lobo que daba vueltas y más vueltas alrededor de la casa.

—Yo mismo lo he visto —decía—. Me refiero al fantasma del emperador. Llevaba puesta una corona de laurel y todo lo demás, y su rifle estaba tan pulido que brillaba como el oro.

No le creí. No creí que tuviera siquiera el coraje de acercarse a la casa encantada, y por supuesto, que hubiera visto el fantasma. Marco Aurelio Schwarzchild era el tipo de muchacho al que no creerías si dijera que estaba lloviendo, incluso aunque te estuvieras empapando bajo las nubes mientras lo decía. Por una parte yo no creía en fantasmas, al menos no mucho. Mi padre me había dicho que era una estupidez pensar que los muertos todavía andaban merodeando por el mundo de los vivos. Por otra, pregunté a mi abuela si alguna vez había muerto un emperador en un accidente de caza y ella se rió y me dijo que no, nunca: la Guardia Imperial habría arrasado la aldea y quemado los bosques si eso hubiera ocurrido alguna vez.

Pero lo que nadie ponía en duda era la existencia de la casa, encantada o no. Todo el mundo en la aldea la conocía. Se decía que se encontraba en cierta zona oscura del bosque, donde los árboles eran tan viejos que sus ramas estaban tupidamente entrelazadas. Casi nadie había ido nunca allí. La casa estaba en ruinas y, además, hechizada, indudablemente hechizada. De modo que era mejor no acercarse.