En otro cuento temprano, "Las tijeras", dos viejos desahogan su bilis en los monólogos dialogados que sostienen en el café. Desde la cumbre de su soledad, miran la vida con desdén y gozan en maldecir de todo. Apenas saben nada uno del otro, pero no les importa porque lo que buscan en el contertulio es el eco de su alma. Unido a la idea de escisión de personalidad se halla la de lo hueco de ésta, la imposibilidad de conocer sus múltiples facetas, de saber cómo en verdad somos ni la idea que de nosotros tienen nuestros prójimos. El cuento, escribe Paucker, se relaciona con la novela corta Don Sandalio, de 1930, que a su vez tiene sus principios en un ensayo sobre El ajedrez de 1912. Carácter también embrionario de novela resulta "Solitaña" que tiene su origen en un juego de escuela. En el prólogo a De mi país (Madrid, 1903) se habla de él como elemento que incorporó a Paz en la guerra, El protagonista de "Solitaña" es otro tipo de inocente, de infeliz, como Pedro Antonio de Paz en la guerra, prototipo del "hombre dormido en la carne", cuya conciencia apenas funciona, tan soterrada está bajo las capas de la costumbre, la vida rutinaria, la "niebla de las pequeñas menudencias de cada día". La casa se parece a la del mismo Unamuno tal como la describe en "Mi bochito", incluido en De mi país. El tema del amor entronca con el de la vida intrahistórica del Unamuno contemplativo, esa intrahistoria que constituye la vida oscura, monótona e invulnerable, latente en las sombras; fluir de días y trabajos, sobre los cuales se construye la historia. El tema del pobre hombre que afronta con amor y resignación los avatares y desgracias es un motivo netamente noventayochista. Por eso termina así "Solitaña": "¡Bienaventurados los mansos!". También localizado en el País Vasco resulta "El desquite", escrito en tono coloquial y lúdico e inspirado, sin duda, en las correrías adolescentes del autor.
Los recuerdos de infancia se mezclan con preocupaciones y sentimientos del hombre maduro en los tres relatos siguientes: "La sangre de Aitor", "Chimbos y chimberos" y "San Miguel de Basauri en el arenal de Bilbao". Reflejan una imagen del paisaje natural y espiritual en que transcurrió la niñez de don Miguel. En estos años de la última década del siglo ya estaba escribiendo Paz en la guerra (1897), por lo que servirán de fondo, además, para su novela. El Unamuno contemplativo que busca el alma de lo español en el pueblo brilla con luz propia en estas tres piezas cortas.
En "El semejante" (1895), "Celestino el tonto" vuelca en un semejante enfermo, Pepe, el amor humano, amor humano de padre y madre. Varios críticos han observado en el personaje una prefiguración del Blasillo de San Manuel Bueno, mártir, cuya alma "lo abarcaba todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia". Aunque la torpeza e ineptitud mental apartan a Celestino de los hombres, su inocencia y candor le mantienen intrahistóricamente vinculado a la vida. Considera Harriet S. Stevens ("Los cuentos de Unamuno", cit.) la doble significación del título, que hace mención a Pepe, tonto como el protagonista, y también a la chispa de divinidad que los dos inocentes llevan dentro, brote de amor sentido tan natural y profundamente que les hace parecidos a Dios. El nombre de Celestino es ya simbólico: celeste, ángel, hijo del Creador. Todo se vuelve vivo al tocarlo la mano inocente del mentecato vagabundo: "Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescas sueños infantiles… ignorante de sí".
El gran tema de Unamuno, el afán de inmortalidad, queda expuesto en los cuentos "Sueño", "Una visita al viejo poeta", "Don Martín, o de la gloria" y "El abejorro". En "Sueño", don Hilario, empedernido lector que acaba por leer catálogos, acaricia la imagen del sueño pero entra en un profundo desasosiego pensando en "la nada, que le aterraba más que el infierno". "¡La nada!, estar cayendo por el vacío inmenso… no, no estar cayendo siquiera…", que muestran el pensamiento existencialista del su autor (F. Ayala, "El arte de novelar en Unamuno", citado). En "Una visita al viejo poeta" encontramos a un poeta que ha renunciado a la gloria literaria; un escritor que prefirió recrearse en la intimidad de su alma, buscando a Dios, a falsearse, a traicionarse. Diríamos -siguiendo a Sánchez Barbudo- que Unamuno se imagina a sí mismo en la situación en que se habría encontrado de haber hecho, a raíz de su crisis, lo que no hizo: haberse recluido en el convento, o al menos en su casa, ajeno a la ambición del literato: "No quiero inmolar mi alma en el nefando altar de mi fama, ¿para qué?". El poeta del relato vive en una como "jaula", en "un bosquecillo enjaulado". Si Unamuno estuvo realmente en 1897 tres días en un convento, podría afirmarse que recuerda el episodio y hasta el lugar. Vive el poeta en una de las "desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen" y allí va a visitarle un joven literato, al cual, hablando melancólicamente en un "pequeño jardinillo emparedado" le dice el viejo: "¡Si oyese usted como resuena… mi alma!". Y es que Unamuno hizo literatura de su dolor. En carta de 16 de agosto de 1899 a su amigo Jiménez Ilundáin (Hernán Benítez, El drama religioso de Unamuno, Buenos Aires, 1949), declara: "Estoy trabajando en dos artículos, uno para El Imparcial, y otro para La Ilustración Española y Americana. En uno de ellos, que es el relato de una supuesta visita al viejo poeta encerrado en su ciudad nativa, una ciudad dormida,