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¿Se ha hecho justicia? Ésta es una pregunta casi imposible de contestar. Para hacerlo se necesita contemplar a Michael Spargo, Reggie Arnold e Ian Barker, o bien como puros delincuentes, o bien como auténticas víctimas, y la verdad se encuentra en algún punto intermedio.

Extracto de Psicopatología, la culpa

y la inocencia en el caso John Dresser,

por el Doctor Dorcas Galbraith.

(Presentado en la Convención de la UE de Justicia

de Menores, a petición del honorable miembro

del Parlamento, Howard Jenkins Thomas.)

Capítulo 34

Judi Macintosh le dijo a Lynley que fuera directamente. El subinspector estaba esperándole, dijo. ¿Quería un café? ¿Té? Parecía seria. Tal y como esperaba, pensó Lynley. Las noticias, como siempre y especialmente cuando tiene que ver con la muerte, vuelan.

Se negó cortésmente. En realidad, no le hubiera importado tomarse una taza de té, pero esperaba no pasar el tiempo suficiente en la oficina de Hillier como para bebérselo. El subinspector jefe se levantó a su encuentro y fue con Lynley hasta la mesa de conferencias. Se dejó caer en una silla.

– ¡Menudo follón! -dijo-. ¿Sabemos al menos cómo diablos llegó un arma a sus manos?

– Todavía no -dijo Lynley-. Barbara está trabajando en ello.

– ¿Y la mujer?

– ¿Meredith Powell? Está en el hospital. La herida fue muy grave, pero no fatal. Fue cerca de la médula espinal, por lo que se podía haber visto terriblemente afectada. Ha tenido suerte.

– ¿Y la otra?

– ¿Georgina Francis? Bajo custodia. Después de todo, el resultado ha sido bueno, aunque no exactamente de manual, señor.

Hillier la lanzó una mirada.

– Una mujer asesinada en un lugar público, otra mujer gravemente herida, dos hombres muertos, un esquizofrénico paranoico en el hospital, una demanda que pende de nuestras cabezas… ¿Qué parte de todo esto es un buen resultado, inspector?

– Tenemos al asesino.

– Que es un cadáver.

– Tenemos a su cómplice.

– Que quizá nunca vaya a juicio. ¿Qué sabemos de la tal Georgina Francis para que la podamos llevar a los tribunales? Vivió un tiempo en la misma casa que el asesino. Por alguna razón estuvo en la Portrait Galley. Era la amante del asesino. Era la amante del asesino del asesino. Pudo haber hecho esto, o pudo haber hecho aquello…, y ya está. Dele esta información a los de los tribunales y les oirá aullar.

Hillier levantó sus ojos hacia el cielo en un gesto inequívoco de buscar guía divina. Al parecer la halló.

– Está acabada -dijo-. Ha tenido una oportunidad más que decente de demostrar su capacidad de liderazgo y ha fallado. Ha marginado a miembros de su equipo, con los que trabajaba, ha asignado a agentes de manera inapropiada y sin tener en cuenta su experiencia, ha hecho juicios de valor que pusieron a la Met en la peor de las situaciones, socavó la confianza aquí y allá… Sea tan amable de decirme, Tommy: ¿cuál es el resultado?

– También podemos estar de acuerdo en que ha tenido ciertos impedimentos, señor -dijo Lynley.

– ¿De verdad? ¿Impedimentos de qué?

– Por lo que el Ministerio del Interior sabía y no podía (o no quería) contarle. -Lynley se detuvo, para que se entendiese cuál era su punto de vista. Poco había para poder usarse como defensa de Isabelle Ardery y su papel como superintendente, pero él creía que al menos debía intentarlo-. ¿Sabía usted quién era, señor?

– ¿Jossie?

Hillier negó con la cabeza.

– ¿Sabía que estaba siendo protegido?

Los ojos de Hillier se encontraron con los suyos. No dijo nada; con aquello Lynley obtuvo su respuesta. En algún momento a lo largo de la investigación, concluyó, le habían entregado a Hillier la fotografía. Quizá no le dijeron que Gordon Jossie era uno de los tres chicos responsables de la muerte de John Dresser en aquel terrible asesinato años atrás, pero sabía que era alguien en cuya vida nadie debía indagar.

– Creo que se lo deberían haber contado -dijo Lynley-. No necesariamente quién era, pero sí que estaba siendo protegido por el Ministerio del Interior.

– ¿De verdad? -Hillier apartó la mirada. Juntó sus dedos bajo la barbilla-. ¿Y por qué cree eso?

– Podría haber conducido hasta el asesino de Jemima Hastings.

– ¿Podría?

– Sí, señor.

Hillier le observó.

– Entiendo que habla en su nombre. ¿Se trata de algo así como «nobleza obliga», Tommy o quizás existe alguna otra razón?

Lynley no apartó la vista. Sin duda había pensado en esta cuestión antes de entrar en la oficina del subinspector, pero no había podido llegar a entender cómo se sentía acerca de sus verdaderas intenciones. Funcionaba únicamente por instinto, y esperaba que éste operara bajo el noble sentido de la justicia. Después de todo, era fácil mentirse a uno mismo cuando se trataba de sexo.

– Nada de eso, señor -dijo sin alterar la voz-. Su transición ha sido dura y con poco tiempo para adaptarse al trabajo, antes de adentrarse en la investigación. Además de eso, las investigaciones por asesinato reclaman hechos. Ella nunca los tuvo todos. Y eso, con todos mis respetos, es un fallo que no se le puede atribuir a ella.

– ¿Sugiere que…?

– No sugiero que se le pueda atribuir a usted, señor. Sospecho que estaba atado de manos.

– Entonces…

– Por eso necesita, en mi opinión, otra oportunidad. Eso es todo. No digo que se le deba dar el puesto permanentemente. No digo tampoco que deba considerarlo. Simplemente estoy diciendo que, según lo que he visto durante estos últimos días y según lo que usted me pidió que hiciera con mi presencia aquí, se le debería dar otra oportunidad.

Hillier frunció los labios. No se trataba tanto de una sonrisa como del reconocimiento de un buen argumento y quizás el resultado de aceptarlo de mala gana.

– ¿Tenemos un acuerdo? -preguntó.

– ¿Señor? -dijo Lynley.

– Su presencia. Aquí -Hillier rió entre dientes, pero parecía reírse de sí mismo. Como si dijera: «¿Quién podría haber pensado que todo iba a terminar así?».

– Quiere decir que vuelva a trabajar en la Met -señaló Lynley.

– Ese sería el trato.

Lynley asintió lentamente indicando que lo comprendía. El subinspector debía de ser un buen jugador de ajedrez. No habían llegado a jaque mate todavía, pero se estaban acercando.

– ¿Puedo pensármelo, señor, antes de aceptar? -preguntó.

– Por supuesto que no -dijo Hillier.

* * *

Isabelle estaba hablando por teléfono con el comisario jefe Whiting de la unidad del mando operativo en la comisaría de Lyndhurst. El hombre le contó que la pistola en cuestión pertenecía a uno de los agisters. No le explicó qué era un agister, y ella no preguntó. Sí que preguntó quién era y cómo había llegado Gordon Jossie a tener su arma. El agister resultó ser el hermano de la primera víctima, y había denunciado la desaparición del arma esa misma mañana. Sin embargo, no se lo contó a la Policía en un primer momento, lo que hubiera sido de gran ayuda. Se lo contó a su jefe en una reunión, lo que puso las cosas en marcha, aunque, claro, ya era demasiado tarde. Jossie, continuó Whiting, llevaba la pistola en el bolsillo de su cazadora o metida en sus pantalones. Whiting continuó como si abriera las aguas de una nueva teoría, podía haberla guardado en la casa, dado que entró a hacer la maleta. La primera teoría parecía más probable, dijo Whiting. Pero no dio ninguna razón convincente de por qué.