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El origen de ese miedo era que no podría hacer frente al resultado de las revelaciones y las muertes. El porqué de ese miedo conducía directamente al corazón de quién y qué era, de quién y qué había sido durante años. Un solitario, pero no por elección. Solitario no por necesidad. Solitario no por ganas. La triste verdad era que él y su hermana habían sido, de hecho, el mismo tipo de persona. Fue sólo la manera en que se habían confundido a través de sus vidas lo que era diferente.

Después de días y días a lomos de un caballo en el bosque, dándole vueltas, llegar a esa conclusión fue lo que llevó a Robbie a ir a Cadnam. Fue a media tarde, con la esperanza de que Meredith estuviera sola en casa de sus padres, y así poder hablar con ella con tranquilidad.

No fue así. Su madre estaba dentro. Y también Cammie. Abrieron la puerta juntas. Se dio cuenta de que no había visto a Janet Powell desde hacía mucho tiempo. En los primeros años de amistad entre las chicas, él y la madre de Meredith se encontraban de vez en cuando. Robbie iba a buscar a Meredith y Jemima a su casa, o cuando le pedían que lo hiciera. Pero no había vuelto a ver a la mujer desde que las chicas fueron lo suficientemente mayores para sacarse el carnet de conducir, lo que puso punto final a los viajes en compañía de adultos. Con todo, la reconoció.

– Señora Powell. Buenas tardes -dijo a modo de presentación-. Soy…

– Vaya, hola Robert -le interrumpió ella amablemente-. Qué agradable sorpresa volver a verte. Pasa.

No supo exactamente cómo reaccionar a esa bienvenida. Pensó que ella, por supuesto, le recordaba. Tenía una cara inolvidable. Llevaba puesta su gorra de béisbol, como era habitual, pero se la quitó cuando puso un pie dentro de la casa. Echó un vistazo a Cammie mientras se colocaba la gorra en la parte trasera de los tejanos. Ella le esquivó poniéndose detrás de las piernas de su abuela, y luego se asomó mirándole con sus ojos redondos. Le ofreció a la pequeña una sonrisa.

– Sospecho que Cammie no se acuerda de mí -dijo-. Hace un montón de años que no la había visto. Debía de tener como mucho dos años la última vez. Quizá menos. No sabrá quién soy.

– Es un poco tímida con los extraños. -Janet Powell puso la mano en los hombros de Cammie y la trajo al frente, abrazando su cadera-. Éste es el señor Hastings, amor. Dile «hola» al señor Hastings.

– Soy Rob -dijo-. O Robbie. ¿Quieres un apretón de manos, Cammie?

Ella negó con la cabeza y dio un paso atrás.

– Abue… -dijo. Escondió su cara en la falda de su abuela.

– No hay problema -intervino Robbie. Y añadió un guiño-: Para ver esta vieja cara con dientes, ¿eh? -Pero el guiño fue forzado, y se dio cuenta de que Janet Powell lo sabía.

– Pasa, Robbie. Tengo pastel de limón en la cocina, y está pidiendo a gritos que alguien le hinque el diente. ¿Quieres?

– Oh, gracias, pero no. Iba de camino… De hecho, sólo he venido… Esperaba que Meredith estuviera…

Respiró para calmarse. La niña pequeña se estaba escondiendo, y él sabía que se escondía por él. No sabía cómo hacer que se sintiera a gusto, algo que le hubiera gustado.

– Me preguntaba si Meredith… -dijo a la señora Powell.

– Por supuesto -contestó Janet Powell-. Has venido para ver a Meredith, ¿no es así? Qué cosa tan terrible. Pensar que tuve a esa joven aquí, en mi casa, una noche. Ella podía haber…, bien, ya sabes… -Echó una mirada a Cammie-. Podía habernos matado a todos en nuestras camas. Meredith está en el jardín con la perra. Cammie, cielo, ¿puedes llevar a ese amable caballero a ver a mamá?

Cammie se rascó un tobillo con los dedos de su pie descalzo.

Parecía vacilar. Mantuvo su mirada en el suelo.

– Mamá ha estado en el hospital -murmuró la pequeña cuando su abuela dijo su nombre otra vez.

– Sí -dijo Robbie-. Lo sé. Por eso he venido. Para saludarla y ver cómo se encuentra. Seguro que estabas un poco preocupada por ella, ¿verdad?

Cammie asintió con la cabeza.

– Esa perra está cuidando de ella -le dijo al suelo. Después miró hacia arriba-. En un hospital como a los que van los erizos.

– ¿En serio? -dijo Robbie-. Te gustan los erizos, ¿verdad, Cammie?

– Tienen un hospital para ellos. La abuela me lo dijo. Dijo que podíamos ir allí y verlos.

– Creo que eso les gustará a los erizos.

– Dice que todavía no. Cuando sea mayor. Porque pasaremos la noche cuando vayamos. Porque está lejos.

– Eso es. Tiene sentido. Creo que quiere asegurarse de que no echas de menos a tu mamá si pasas la noche fuera -dijo Rob.

Cammie frunció el ceño y miró a otro lado.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó.

– ¿Lo de echar de menos a tu mamá? -Y ella asintió con la cabeza-. Tuve una hermanita una vez.

– ¿Como yo?

– Igual que tú -dijo.

Esto al parecer la tranquilizó. Se apartó de su abuela.

– Tenemos que atravesar la cocina para llegar al jardín -le dijo-. La perra puede que ladre, pero es bastante agradable.

Lo llevó fuera.

Meredith estaba sentada en una silla de salón en la única sombra que había, al otro lado de la caseta del jardín. El resto del espacio era para los rosales, que llenaban el aire con una fragancia tan intensa que Robbie imaginó que la podía sentir como un pañuelo de seda tocando su piel.

– Mamá. -Cammie la llamó mientras llevaba a Rob por el sendero de grava-. ¿Todavía estás descansando como se supone que debes? ¿Estás dormida? Porque hay alguien que ha venido a verte.

Meredith no estaba dormida. Había estado dibujando, por lo que vio Robbie. Tenía un bloc con esbozos encima de sus rodillas y usaba lápices de colores.

Vio que había creado patrones de cuadrados. Diseños de tela, constató. Todavía se aferraba a su sueño. Al lado de la silla del salón estaba la perra de Gordon Jossie. Tess levantó la cabeza y entonces bajó las patas. Su cola chocó dos veces en el suelo en señal de saludo. Meredith cerró el bloc con los esbozos y lo dejó a un lado.

– Vaya, hola, Rob. -Y cuando Cammie iba a subir a su regazo dijo-: Todavía no, cariño. Ahora estoy bien.

Se movió a un lado y dio unas palmaditas en el asiento.

Cammie había logrado enroscarse cerca de ella. Meredith sonrió, entornó los ojos hacia Robbie, pero besó la cabeza de su pequeña.

– Estaba preocupada -dijo a modo de explicación, señalando con la cabeza a la niña-. Nunca había estado en un hospital antes. No sabía qué pensar.

Se preguntó qué le habrían contado a la hija de Meredith acerca de lo que le sucedió a su madre en la finca de Gordon Jossie. Muy poco, sospechaba. No necesitaba saberlo.

– ¿Cómo te llevas con ella? -dijo, señalando con la cabeza al golden retriever.

– Le dije a mamá que la trajéramos. Parecía como…, pobrecita. No podía soportar la idea de…, ya sabes.

– Sí, eso está bien, Merry. -Miró a su alrededor y se fijó en una silla plegable de madera que estaba apoyada en la caseta del jardín.

– ¿Te importa si…? -preguntó, e hizo un gesto hacia la silla.

Ella se ruborizó.

– Oh, claro, por supuesto -dijo avergonzada-. Lo siento. Siéntate. No sé en qué estaba… Es que es muy agradable verte de nuevo, Rob. Estoy contenta de que hayas venido. Me dijeron en el hospital que habías llamado.

– Quería ver cómo lo llevabas -dijo.

– Oh, eso fue todo -dijo, y se tocó los dedos con el vendaje del cuello, sin duda uno mucho más pequeño que el que le habían puesto al principio. Era casi un acto reflejo-. Bien, voy a parecer la mujer de Frankenstein cuando me saquen esto, supongo -dijo con una sonrisa sin humor.

– ¿Quién es ésa? -preguntó Cammie.

– ¿La mujer de Frankenstein? Solo alguien de una historia -contestó Meredith.