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– Quizá prefiera abrirla usted, comisario.

El comisario se adelantó y levantó dos pestañas de la caja, y después las otras dos. Encima de todo apareció un jersey gris de cuello vuelto.

– Creo que tendrá que buscar más abajo, comisario -dijo Fulgoni y soltó una risa seca y sin humor.

Brunetti dobló el jersey; debajo había una chaqueta gruesa color azul con cremallera. Y, más abajo, un jersey verde manzana con escote en pico.

– Sí, mire la etiqueta -dijo Fulgoni en el mismo instante en que Brunetti leía la marca Jaeger.

Brunetti dejó caer los otros jerséis y cerró las pestañas de la caja. Se volvió hacia Fulgoni y dijo:

– ¿Esto significa que usted no salió a buscar su jersey?

– Estos jerséis se guardaron en la caja al finalizar el invierno. Es decir: ni yo lo llevaba ni se me cayó. Ni salí a buscarlo. -Lanzó el jersey encima del montón de cajas y se agachó a recoger del suelo la cinta adhesiva. Mirando la cinta marrón mientras la enrollaba alrededor de dos dedos, dijo-: A mi esposa no le gusta el desorden. -Se guardó el pequeño cilindro en el bolsillo y miró a Brunetti-: Yo siempre he procurado respetar sus deseos. -Señaló a las jaulas con un movimiento de la cabeza-. Eso lo demuestra, supongo. No hemos tenido hijos y un día ella decidió criar pájaros. Llenó la casa de pájaros. -Señaló las jaulas con ademán de prestidigitador-. Pero los pájaros se morían o enfermaban, y los regalamos. Los que no estaban enfermos, se entiende.

– ¿Y los que estaban enfermos? -preguntó Brunetti, porque le pareció que era lo que se esperaba de él.

– Cuando se morían, mi esposa los tiraba. -Fulgoni miró al comisario-. Yo he sido siempre mucho más sentimental que ella, y quería enterrarlos al otro lado del patio, al pie de las palmeras. -Hizo un vago ademán hacia el exterior del trastero-. Ella, en cambio, los metía en bolsas de plástico y se los daba al basurero.

– ¿Pero conservaron las jaulas? -preguntó Brunetti.

Fulgoni miró el montón de jaulas y dijo, con perplejidad:

– Sí, es curioso, ¿no? No sé por qué.

Brunetti comprendió que esta interrogación no esperaba respuesta, y no dijo nada.

– Será que a mi mujer le gustan las jaulas -dijo Fulgoni con una sonrisa desolada-. Nunca lo había visto de este modo. -Cruzó junto a Brunetti y tiró de la verja del trastero hasta cerrarla y se quedó un momento asido a los barrotes, mirando al patio. Luego se volvió de cara a Brunetti y preguntó-: Pero, ¿qué lado de la jaula es dentro, comisario, este de aquí o el de ahí?

Brunetti era un hombre de infinita paciencia, por lo que no dijo nada sino que se quedó esperando a que Fulgoni siguiera hablando. Había presenciado esta escena muchas veces: el momento en el que se hace la luz, en el que una persona decide que es hora de explicar las cosas, aunque sólo sea a sí misma.

Fulgoni se puso en los labios las yemas de los dedos de la mano derecha, como para dar a entender que meditaba profundamente. Al retirar los dedos, tenía en los labios una mancha oscura. Brunetti le miró las manos, pero en ellas sólo vio la herrumbre de los barrotes, no la sangre de Fontana.

Brunetti cerró los ojos, sintiendo de pronto el calor de la jaula en la que ambos estaban atrapados.

– Quiero que vea una cosa, comisario -dijo Fulgoni con voz totalmente normal.

Brunetti lo miró y vio que se limpiaba las manos con el pañuelo del bolsillo del pecho. Lo sorprendió ver cómo sus manos se aclaraban sin que el pañuelo se oscureciera.

Fulgoni se apartó de Brunetti para volver al otro lado del trastero, donde estaban apiladas las jaulas. Las contempló un momento, se agachó y miró al interior de la que estaba en la fila de más abajo. Puso una mano a cada lado de la jaula, agitándola para desprenderla de las que tenía encima y a los lados.

Cuando la hubo extraído, las jaulas, lo mismo que antes las cajas, descendieron para llenar el hueco y quedaron torcidas, pero sin caer al suelo.

Fulgoni llevó la jaula a la mesa y la puso al lado de la caja.

– Eche una mirada, comisario -dijo retrocediendo un paso para quitarse de la luz.

Brunetti se inclinó a mirar: vio una jaula de madera y tiras de bambú, el clásico artículo made in China. En el suelo, en lugar de papel de periódico, había tela roja. Parecía un algodón fino. En la parte de atrás Brunetti distinguió lo que podía ser una manga y, al fondo de todo, el cuello. Así pues, un jersey, un jersey de verano, de algodón. A su lado estaba Fulgoni, inmóvil y callado, por lo que Brunetti volvió a mirar la tela, sin saber qué debía ver en ella. Debajo del cuello se veía una figura o, por lo menos, una zona más oscura que el resto, de forma irregular, ¿una flor, quizá? ¿Una flor de las grandes, una peonía? ¿Una anémona?

En la parte superior de la manga se veía otra flor, más pequeña y más oscura. Más seca.

Brunetti fue a abrir la puerta de la jaula, pero Fulgoni lo detuvo, poniéndole la mano en el antebrazo.

– No lo toque, comisario. No creo que quiera contaminar una prueba. -En su voz no había ni asomo de sarcasmo, sólo preocupación.

Brunetti miró el jersey durante un rato antes de preguntar:

– ¿Tomó precauciones al ponerlo ahí?

– Lo recogí sosteniéndolo con el pañuelo cuando ella subió. Yo no sabía lo que ocurriría, pero quería tener algo que…

– ¿Algo qué?

– Que demostrara lo que había pasado.

– ¿Querrá decirme qué fue?

Fulgoni se acercó a la puerta, quizá en busca de aire más fresco. Ambos estaban sudando, y las jaulas, desde que Fulgoni las había tocado, olían a guano y a polvo.

– Araldo y yo nos utilizábamos mutuamente. Creo que podríamos decirlo así. Al parecer, a él le gustaban los encuentros rápidos y anónimos, y yo tenía que conformarme con eso. -Fulgoni suspiró y debió de aspirar algo del polvo que habían despedido las jaulas, porque se puso a toser. Los espasmos le hacían doblar el cuerpo, y se tapó la boca con la mano, esparciendo la herrumbre que tenía en los labios. Cuando remitió el acceso de tos, se irguió y prosiguió-: Nos encontrábamos aquí. Araldo lo llamaba nuestro nido de amor -dijo con deliberado acento melodramático, indicando con un ademán el techo bajo y las vigas con telarañas. Sacó el pañuelo y lo pasó por la cara manchándose la frente de herrumbre-. Mi esposa lo sabía, imagino. Mi error fue pensar que no le importaba.

Dicho esto, estuvo tanto rato sin hablar que Brunetti le instó:

– ¿Y aquella noche?

– Todo ocurrió casi como le ha dicho mi esposa, salvo que el jersey que se extravió era de ella. Un jersey de algodón rojo. Dije que saldría a buscarlo. No tuve que ir hasta Santa Caterina; lo encontré al otro lado del primer puente. Al salir, vi que el buzón de Fontana estaba abierto: era nuestra señal. Si yo veía el buzón abierto al regresar a casa con mi esposa, buscaría un pretexto para volver a salir, bajaría y llamaría a su timbre desde la calle, con lo que él tendría una excusa para bajar. Entonces nos iríamos a nuestro rincón romántico.

– ¿Y así fue como ocurrió?

– Sí. Yo dejé el jersey en la barandilla de la escalera, donde estaría seguro. Entonces bajó Araldo. Nunca estábamos mucho rato. Araldo no quería perder tiempo en conversación ni en nada más. Después, él era casi siempre el primero en salir, por prudencia.

– ¿Pero no siempre? -preguntó Brunetti.

– ¿Se refiere al signor Marsano?

– Sí. -Fulgoni movió la cabeza al recordarlo-. Abrió la puerta cuando estábamos en el patio. No hacíamos nada, pero él debió de sospechar. -Se encogió de hombros-. Otro motivo para ser precavidos. A partir de entonces, se entiende.