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– Tienes que intentar otro esfuerzo, muchacha -le dijo Montoya eludiendo la visión indefensa-. Haremos un rodeo porque el campamento se ha convertido en un infierno… ¿Puedes caminar? Toma: anúdate a la cintura mi camisa; está mojada, pero algo es algo… Dame la mano y vámonos.

Por los alrededores del campamento, la peonada, ebria y descontrolada, se entregaba a todos los excesos. Algunos se arrastraban apuñalados por sus propios compañeros, en la lucha por despojarse mutuamente los objetos robados en la casa. Despechados por no encontrar el dinero que creían en poder de Videla, vagaban indecisos y recelosos. Alguien había arrojado fuego contra los muebles y las llamas comenzaban a alzarse sin que ninguno pareciese siquiera darse cuenta.

Montoya veía a través de los árboles las siluetas vacilantes y obligaba a Jorgelina a ocultarse detrás de las matas. Sin embargo la vieron y la exclamación del peón atrajo a dos o tres tan ebrios como él.

Entonces Montoya apretó sin piedad la mano de la muchacha y le exigió toda su desfallecida energía para alcanzar su cabaña. Corrieron los dos, enganchándose con las ramas bajas, desgarrándose la piel de los brazos y las piernas contra las espinas de los arbustos. Jorgelina era quien más padecía, pues herían sus pies descalzos las piedras filosas y las ramas caídas, las bayas y las mil agujas del suelo. Sus hombros enrojecían y el cabello mojado le tapaba a veces los ojos, pero estaba tan aterrada que se dejaba arrastrar sin tener conciencia exacta de sus pasos.

Un grupo de peones se convocaba en la linde del campamento en llamas; señalaban en dirección de la cabaña de Montoya, se incitaban con lascivas evocaciones a la desnuda imagen de Jorgelina y se prometían placeres largamente postergados.

– ¡María…, María! -gritó Montoya al acercarse a la casita-, vengo con Jorgelina… ¡ábreme!

Penetraron y al instante Jorgelina se desplomaba en los brazos de su hermana. Montoya atrancó la puerta y después, tambaleándose extenuado, se derrumbó en la cama.

– Un minuto más y reviento… -dijo, tomándose la cabeza con las manos-. Atiéndanme las dos: no tardarán esos forajidos en emprenderla contra nosotros; no podemos perder tiempo con lágrimas, hay que salir de aquí cuanto antes.

Buscó en un rincón la última botella de whisky y bebió con avidez. El líquido atravesó su garganta como un río de fuego y le devolvió algo de la perdida energía, pero sentía que el frío atenazaba sus miembros agotados. La antigua náusea volvió a repetirse. Cuando empezaba a quitarse las botas empapadas, tuvo un mareo y cayó de rodillas sobre el piso.

– ¡Luciano! -exclamó María, reparando en el estado del coronel-. ¿Qué tenes, decime?… Deja que te ayude… Pero, ¡estás ardiendo de fiebre!

– Ya pasará, no te preocupes -protestó él. Sin embargo se dejó desnudar y frotar y vestir, mientras oleadas de frío y calor lo recorrían. Las pequeñas heridas producidas por las espinas latían como si por ellas se abrieran paso sus más delicadas raíces nerviosas-. Tenemos que irnos -rezongaba tercamente, pero continuaba postrado, sin entender claramente qué sucedía a su alrededor.

Jorgelina, recuperada ya, y María se atareaban tratando de reanimar aquel cuerpo vencido.

– Ya empezamos de nuevo -se quejó amargamente Jorgelina-. Cada vez que estamos en apuros, él se enferma…

– ¿Pero vos tenes corazón o una piedra en el pecho? -la interrogó su hermana, negándose a admitir lo que oía-. El se ha jugado la vida como todo un hombre para salvarte… Está ahí comido por la fiebre, muriéndose tal vez y tenes el coraje… ¡Oh Dios, qué mala eres!

– Sí, claro, querida hermana…, él es el gran salvador: ayudó a vivir a ese bruto de Gerónimo y mira la barbaridad que hizo. Ahora Videla ha muerto sin poder defenderse., porque estaba conmigo, ¿entendés?… Yo era su mujer y lo quería: todo era mío y lo he perdido… ¿de quién debo tener lástima sino de mí misma? ¿Para qué me sacó del lago?… ¿para qué? Ahí afuera están todos ésos esperando como perros para despedazarnos… ¿para qué me salvó?…

Estaban en efecto pugnando por entrar. Se escuchaban sus voces roncas profiriendo obscenas invitaciones a las mujeres. Se podía adivinar sus conciliábulos siniestros y las lúbricas incitaciones. Una botella vacía fue a estrellarse contra la pared y la siguieron golpes sordos contra la puerta. Después resonó un balazo y el griterío de los borrachos aumentó la confusión.

Sacudido por ramalazos de fiebre, Montoya luchaba desesperadamente por salir del caos. No sabía si la creciente oscuridad era la noche que nacía o su cerebro que vacilaba. Le parecía deslizarse en círculos hacia un abismo vertiginoso.

Presa de un terror ciego, Jorgelina insistía:

– No podemos quedarnos… Salgamos y tal vez nos escuchen.

– Es imposible, hermana…, compréndelo. Vos lo dijiste antes: ¿tenes una idea de lo que esa gente es capaz de hacer con nosotras? Llevan meses sin otra cosa que trabajo duro y mala comida… Ya no hay nada ni nadie que los detenga… Ayudemos a Luciano; él nos sacará de aquí…

Pero Luciano deliraba:

– Esto se termina, María. Asunto concluido… No más…

Atormentada por aquella queja resignada, María se apretaba las sienes forzando a su cerebro a pensar con claridad. De improviso recordó algo y se precipitó a revolver sus escasas pertenencias, exclamando:

– ¡ Creo que quedaron algunos remedios!… ¡ Ayúdame Virgen Santísima a encontrarlos! Jorgelina; por ahí hay una botella de agua, ¡dámela!

Encontró las píldoras preparadas por el farmacéutico de San Martín de los Andes: podían o no ser eficaces, pero María no titubeó en aferrarse a aquella insignificante esperanza y sosteniendo la cabeza del coronel le hizo tragar un par de ellas. Al rato la respiración del enfermo se fue normalizando y a su mirada vidriosa volvió un destello de inteligencia. Oscurecía y arreciaba el desorden alrededor de la cabaña. Semejante a una pequeña isla azotada por el vendaval, la casa de troncos resistía en el centro de la furia la ciega oleada de borrachos, porque únicamente la ciega y torpe vehemencia de los peones dilataba el momento de la consumación. María no se animaba a encender una luz y los tres se iban desvaneciendo en la penumbra. Los reflejos del incendio llegaban hasta el interior como un crepúsculo bermejo.

En la oscuridad, en un intervalo de lucidez, el coronel Montoya ordenó secamente:

– Por atrás, ¡pronto!… Hay que quitar una tabla… El bosque está ardiendo…

XIII

Si alguien se hubiera cruzado en su camino, se habría sobrecogido ante la figura grotesca del Siútico prendido al volante de la Dodge como una enorme araña en el centro de su red. Su cuerpo esmirriado coronado por aquella cabeza estrafalaria, donde los ojos de poseído brillaban como dos puntos de fuego movible sobre el suelo calcinado y resquebrajado por un sol implacable, se estremecía y el temblor, transmitiéndose a las manos imprimía al vehículo algo de su locura. Por instantes derrapaba sobre la huella pedregosa y oscilaba peligrosamente, pero el instinto reflejo del experto mecánico lograba enderezarlo y la camioneta rugía embravecida devorando el camino. Nubes de tierra quedaban atrás mientras rehacía el camino recorrido antes, en una madrugada en que la carga de su alma sombría se le había hecho insoportable. Recordaba sus largas cavilaciones mientras Montoya se sumergía en la inconsciencia de la enfermedad y María le brindaba su abnegada devoción… ¿Iría acaso la muerte premiosa a arrebatarle su triunfo?… Ahora sabía que su revancha sólo había sido demorada y que debía regresar para ejecutarla.