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Pasó sin detenerse frente a la casita del lago y tomó la senda que la circuía; el camino se estrechaba; la huella se retorcía y a veces se confundía hasta perderse entre las piedras y los árboles. Desde una altura contempló la lejanía verde y advirtió una densa humareda; creyó primero que serían nubes bajas descendiendo del Oeste, pues el cielo se encapotaba y el tiempo desmejoraba cada vez más, pero un examen más atento lo convenció de que era realmente humo. Al tomar el declive se sumergió de nuevo en la masa de árboles, hasta que éstos fueron raleando y por fin la huella se tornó intransitable. Cuando el vehículo se detuvo atascado por los raigones, lo abandonó, prosiguiendo su marcha guiado por el humo del incendio.

Como marchaban por los faldeos, los gendarmes de la patrulla tenían ante sus ojos casi permanentemente la amplia perspectiva del paisaje; podían observar (con aprensión apenas disimulada), cómo las nubes se aborregaban hacia el Oeste y allí se detenían, extendiéndose y preparándose para el ataque y cómo, en un punto impreciso del bosque, en dirección de la punta del Lolog, la columna de humo se ensanchaba, aplastándose perezosa contra el cielo, sobre las copas de los árboles, hasta semejar una niebla grisácea y pegajosa.

– Ojalá me equivoque, pero por el lado del Mallín Grande se ha declarado un incendio -dijo el sargento-. ¡Siempre pido anteojos de campaña y como si lloviera…!

– A mí también me parece un incendio… ¿Serán los obrajeros?

– A lo mejor… Son capaces de prender fuego al bosque para borrar las huellas. Bueno, muchachos, hay que apurarse… Vamos a cortar por el oeste del cerro Malo, vadeando el Nalca y nos metemos por la picada de la concesión de Van del Walt… ¿De acuerdo?

– Vamos a llegar de noche -dijo un gendarme.

– ¡Qué remedio, joven! A darle entonces… Entre el fuego y el agua no podemos elegir demasiado… ¿Ven esas nubes? Pronto tendremos encima la tormenta.

Apurar la marcha significaba apenas mantener el paso parejo de los caballos sin distraerse. El pequeño grupo se recortó un instante contra el cielo aplomado; el sol filtrándose entre las nubes centelleó sobre el metal de las armas y los arneses, resbaló sobre las ancas de los caballos y fue a hundirse entre el follaje del lengal.

Jamás recordarían las dos mujeres cómo lograron arrancar una tabla de la pared. Sin embargo lo hicieron; quizás en la desesperación tropezarían con algún objeto de hierro; quizá todo fue obra de las manos que sangraban cuando la densa oscuridad de la noche entró en la habitación. Salieron arrastrándose mientras arreciaban los golpes y el fulgor del fuego cercano les dibujaba en las espaldas latigazos de luz. En seguida se internaron en el bosque y avanzaron al azar. Al rato la humedad del ambiente dejó paso a la lluvia; una lluvia pesada y persistente que en el interior del bosque se convertía en un lagrimeo de los árboles. El humus del suelo se apelmazaba y los confines de la ciénaga parecían extenderse rápidamente, de tal modo resultaba difícil desprender los pies de la tierra.

Montoya deliraba; la momentánea lucidez había dado lugar muy pronto a una enorme lasitud y después a la inconsciencia. María intentaba sostenerlo, pero sus fuerzas eran impotentes ante la corpulencia del coronel aumentada por su debilidad. Montoya le había enseñado a transformar una manta en un poncho haciéndole una hendidura abotonada en el centro. María, antes de la fuga, atinó a cubrirse ella y también su hermana y al enfermo, pero al rato la lluvia había empapado la lana y la humedad penetraba por los hombros y las espaldas.

La lluvia caía lenta y parsimoniosa, con un monótono golpear contra las copas de los árboles; colmaba las ramas como pequeños frutos líquidos y al menor movimiento del aire estallaban sobre sus cabezas y era inútil encogerse; minúsculos arroyos corrían bajo sus pies buscando una salida hacia la ciénaga. El cielo era una plancha oscura y silenciosa; no brillaba siquiera la luz de un relámpago ni resonaba el trueno; únicamente la lluvia ocupaba la noche y el pensamiento de María. Extenuada se había detenido apoyándose contra un tronco semicaído. Jorgelina a su lado escurría el paño con que se había cubierto la cabeza. Montoya jadeaba sentado entre las ramas del árbol desarraigado.

– ¡Marta, Marta…! -canturreó de pronto-: es el fin, ¿sabes? Hace frío y llegó la negra noche; parémonos ahora…, ganaste, viejo bandido… Todo el cielo te pertenece… ¡Apártalo de mí, Marta!

– ¡Ahí lo tenes! -señaló Jorgelina, apretando el brazo de su hermana-. Vos te estás matando por él y escucha a quién llama. Ese es tu gran hombre…

– No sabe lo que dice. Yo también gritaría su nombre si él pudiera escucharme -respondió María-. Le prometí seguirlo hasta el fin y no voy a dejarlo. Vos hace lo que quieras; abandóname o quédate, pero no vuelvas a decir nada contra él. ¡Te lo prohibo! ¿Está claro?

La voz de Jorgelina se quebraba al borde de la histeria.

– ¡Está bien; vamos a morir de todos modos! Nos matarán, estoy convencida. He visto ya matar a tantos que ni me asusta.

– Entonces que nos maten; entretanto ayúdame…

Reanudaron la marcha. El silencio y la oscuridad los envolvía. Una ligera brisa se levantó y lentamente Montoya empezó a recobrarse. No avanzaban mucho porque el cansancio les endurecía las piernas y la ausencia de toda senda los obligaba continuamente a rodear obstáculos y a deshacer el trayecto recorrido. El bosque se convertía en un laborioso laberinto donde ellos ensayaban salidas y donde, invariablemente, la supuesta puerta les franqueaba nuevos laberintos, nuevos obstáculos y el mismo cansancio acrecentado.

Al promediar la madrugada una tenue llovizna remplazó a la lluvia y más tarde la niebla demoró la ligera claridad que comenzaba a insinuarse desde el Este.

– ¿Adonde vamos? -preguntó de pronto Montoya, deteniendo su pesado andar.

– No lo sé, Luciano -respondió María, feliz de oír de nuevo aquella voz recia, despojada de la incoherencia grotesca del delirio. En realidad no tenía la menor idea del trayecto ni la dirección recorrida.

– Creo que nos hemos extraviado desde el principio, ¿te acordás?

Montoya continuaba detenido. Parecía querer reunir retazos de pensamientos dispersos en su memoria. Regresar al mundo concreto de la masa verde oscura, la humedad, el frío y la niebla.

– Vengan, detengámonos… No tiene sentido andar sin rumbo; sólo conseguiríamos agotarnos aún más. Pronto será de día, descansemos…

Se apretaron al amparo de unas rocas y se adormecieron. El amanecer trajo apenas un poco más de claridad. El cielo era gris y la niebla esfumaba las formas de las sierras y de los árboles.

– ¡María, Jorgelina! -llamó Montoya-. Despierten, muévanse o se helarán.

Las ayudó a ponerse de pie. Las dos estaban entumecidas, penetradas por la humedad de las ropas mojadas. Montoya afectó una animación contagiosa.

– La situación no es tan mala. Creo que hemos derivado algo al Oeste, pero si ascendemos por allí, ¿ven?, podremos alcanzar la orilla del Lácar y llegar al pueblo. Un esfuerzo más y esta pesadilla habrá concluido. Ustedes tienen derecho a vivir seguras… y olvidarse de todas estas penurias gratuitas… e inmerecidas. Mientras se me disipaba la fiebre y caminaba apoyado en ustedes, ¡dos debilidades para apuntalar a un desfallecido!, reflexionaba: ¿con qué derecho he permitido esta situación absurda? Ni siquiera tu abnegación, María, era argumento suficiente… Siempre lo mismo, egoísmo puro disimulado detrás de frases huecas. La realidad es ésta: dos mujeres arrastradas a este mundo de forajidos y desesperados por culpa de un individuo tan desesperado como ellos.