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– Todo lo que hice -protestó María-, todo lo que pude hacer fue por mi propia voluntad, hasta en contra de tu opinión, eso lo sabes bien… No tenes nada de que reprocharte. Lo volvería a hacer una y cien veces… Ahora ruego por tu bien que tu voluntad te mande regresar al lugar que te corresponde.

– Claro que sí, mi buena María; pero igual es mía la responsabilidad. Aunque algo tarde, empiezo a entender todo el significado de la palabra responsabilidad. Antes la confundí con el orgullo, con la vanidad de ser el jefe; ¡y con tantos estúpidos prejuicios! Pero la responsabilidad es otra cosa; tal vez sea el último término del amor… Quizá regrese; quizá ya sea demasiado tarde, o demasiado inútil… Pero lo intentaré.

De súbito se hundió en la sima de su secreto tormento.

– Algo falla, sin embargo; intuyo la omisión de una presencia ineludible… En fin: ahora es preciso moverse, salir de esta situación; en estos momentos vagarán por el bosque, tan perdidos como nosotros, todos esos peones enloquecidos… Preferiría no tropezarme con ellos, ¡estoy tan cansado!

Jorgelina lanzó un grito de alarma: frente a ellos, en un claro donde raleaban las lengas y el terreno en ascenso se poblaba de rocas desnudas, se alzaban las figuras de dos hombres. Mojados, con las ropas desgarradas, las caras barbudas y los ojos inyectados de embriaguez, miedo y rabia, los contemplaban con recelosa ansiedad. No llevaban armas de fuego, pero sí machetes, y en los hombros, atados de cualquier manera, cargaban gruesos bultos, compuestos de los más heterogéneos objetos, muchos de ellos producto del vandálico saqueo al campamento.

– ¡Quieta, Jorgelina! -la instó Montoya, reteniéndola con energía, pues la muchacha se lanzaba ya a la carrera. María, en cambio, se paralizó al lado del coronel-. Ellos están tan asustados como nosotros…, desconfían. Esperen…

»¡Eh, ustedes! ¡Sigan su camino; la frontera está por allí!… Eso buscan, ¿no?

Los individuos seguían escrutándolos. Pero no mostraban intenciones de moverse. Lentamente uno de ellos comenzó a despojarse del bulto que estorbaba sus movimientos. El otro lo imitó. La niebla que se espesaba a ras de suelo desdibujaba sus piernas hasta la altura de las rodillas, haciéndolos aparecer como suspendidos del aire.

Distraída por un reflejo impreciso, María elevó su mirada por encima de los hombres. En una altura distante, donde la claridad indecisa del sol se extinguía, dejando en sombras una quebrada libre de la nieve, alcanzó a percibir fugazmente las siluetas de dos hombres a caballo. Sobre los hombros de los jinetes se reflejó un instante la luz del sol. Centelleó contra el cañón de los fusiles de los gendarmes. María se mordió los labios para no delatarse.

– ¡Luciano! -balbuceó-; allá arriba pasan soldados.

Montoya observó la lejanía. Los jinetes se perdían ya detrás de un monte.

– ¿Soldados?… Sí; gendarmes o carabineros… Escúchame, María: no podemos desperdiciar esta oportunidad. Tengo que ganar tiempo, ¿entiendes? Cuando yo te haga señas, traten de llegar allá, y que Dios les dé fuerzas para encontrarlos… No; no digas nada ahora… Ya no queda tiempo, querida.

El sargento condujo a la patrulla por senderos que apenas conocían los baqueanos y los indios viejos; él los había recorrido un par de veces, pero tenía una prodigiosa memoria topográfica para grabarse y retener en su cerebro los accidentes más insignificantes del terreno. Era un don casi mágico del cual el primer admirado era él mismo. Gracias a aquella seguridad superlativa, al anochecer habían alcanzado el campamento del obraje eludiendo el mallín; el humo se aplastaba sobre las copas de los árboles y se confundía con el gris de las nubes bajas.

– Ojalá se decida a llover de una vez…, porque si no el fuego nos va a rodear y otra que buscar aserraderos clandestinos… ¡De cabeza al lago, eso digo! -aclaró el sargento, dominando a los azorados gendarmes desde la altura de sus galones y su instinto de rabdomante huellero.

Tardaron todavía en acercarse al campamento. Para tranquilidad de los gendarmes la lluvia ahogaba el fuego que venía arrastrándose por el soto-bosque y encendía las cañas colihues como si fueran altos y flexibles cirios anillados.

– ¿Nos vamos a meter ahí? -preguntó Araujo, el más joven de los gendarmes y también el más novato.

En otras circunstancias el acerbo sargento no hubiera admitido objeciones ni siquiera implícitas en una pregunta, pero la decisión a tomar ahora requería la plena aceptación de sus subordinados.

– Si usted tiene una idea mejor, dígala en seguida… ¿Y usted? -el segundo gendarme se encogió de hombros-. De acuerdo; usted nunca pregunta ni contesta nada; eso facilita el trabajo. Bien, mocito: estoy esperando su opinión, ¿qué sugiere?

Araujo juntó coraje y respondió:

– Si yo tuviera que decidir, aguardaría a que la lluvia apague el incendio. Además, tendría la ventaja de actuar a la luz del día.

– No está mal -afirmó el sargento-; pero analicemos no solamente las ventajas sino también los inconvenientes. Es decir, apliquemos la lógica. Primero este fuego es o no un incendio de bosques; personalmente afirmo que no. Para serlo le falta ímpetu y extensión. Segundo: la lluvia podrá o no apagar el fuego; si después de aceptar su consejo lo apaga, habremos perdido una noche y quizá no encontremos luego a nadie. Tercera y última: si hago lo que usted propone, ¿dónde pasaremos la noche?; el fuego es un vecino peligroso…, ¿o no dormimos? Conclusión: ojos bien abiertos, seguir adelante y rogar para que esta lluvia dure y aumente bastante, y si falla la lógica, pues, ¡a correr se ha dicho!

– Como usted mande -subrayó Araujo, como quien lanza un amén. En el fondo agradecía la transferencia de responsabilidad que implicaba su sugerencia. Imitando a sus compañeros, se cubrió con la negra capa de caballería.

Avanzaron, cruzaron el arroyo de agua helada, mientras la noche era iluminada confusamente por el resplandor del fuego que amenguaba y la lluvia tornaba a caer despaciosa, pero persistente. Desembocaron a la altura del aserradero y a la escasa claridad pudieron contemplar las estibas de tablas listas para ser transportadas; los troncos cortados y la sierra montada sobre una rústica plataforma. Un poco más adelante dieron con la casa de Videla.

Por los intersticios de las tablas culebreaban lenguas de fuego, pero la madera verde y la humedad del agua demoraban la destrucción. Los ranchos cercanos, semiquemados, no denunciaban ninguna presencia humana. En el escenario solitario y abandonado reinaba el silencio. De la hojarasca acumulada se escapaban columnas de humo y los árboles próximos eran apenas muñones ennegrecidos y humeantes. Al fin se apearon.

El sargento y sus dos honores entraron en la casa y todo el horror de la muerte alcanzó sus ojos y sus narices. Olor de la sangre y de la carne quemada. Visión de la hecatombe en honor de un ídolo sanguinario.

– ¡Mi madre, qué carnicería! -exclamó el sargento deteniendo a su gente. Araujo sentía cómo las piernas se negaban a sostenerlo y se iba al suelo.

Para ser la primera vez que contemplaba un muerto, éstos se le ofrecían multiplicados. El cuerpo chamuscado de Videla en su lecho, con aquella zanja en el pecho; el del decapitado Ramón desplomado a su costado; el del galés contra la pared con la cara negra por la acción del fuego y el de Camperutti, en el centro, de espaldas, todavía fluyéndole la sangre por el vientre abierto; el ácido olor de las ropas convertidas en jirones, por donde asomaba la piel carbonizada, formando arrugas y protuberancias asquerosas. Toda una escenografía infernal, inmóvil y nauseabunda. Pero sobrepasando y dominando el macabro conjunto, se destacaba la horrible cabeza de Ramón, con la cabellera calcinada por las llamas, la boca torcida y las cuencas negras de los ojos, mirándolos desde un universo de sombras y silencio. La cabeza parecía interrogar al vacío formulando una pregunta que jamás sería contestada.