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– ¡No se queden ahí, vengan! -urgió el sargento por decir algo que le desatase el nudo de espanto que lo atosigaba-. ¡Pateen esas tablas, ahoguen el fuego con trapos!… ¡No, no se acerquen! Traten de no mirarlos… ¡Uff, qué olor!… Está bien así; vengan, vamos a ver si encontramos a los que hicieron esto.

Salieron tosiendo y apretándose las narices. Afuera bendijeron en silencio a la lluvia y al aire mojado; a las gotas de lluvia que caían sobre sus rostros y a los belfos calientes de sus caballos.

– Araujo, traiga de mi mochila la linterna -ordenó el sargento-. Habrá que rastrear con cuidado los alrededores. Por suerte el fuego no podrá continuar con tanta agua. Usted, Silencioso, venga conmigo, y usted, Araujo, cuide los caballos y… cuídese usted también. Trate de ordenar un poco ese techado; hay leña y eso parece un fogón. Arréglelo como para pasar la noche. Y acuérdese de que tiene un arma para usarla…

– Está bien, mi sargento…

– Si encuentra algo bien, me silba -rezongó el sargento, alejándose indignado.

El haz de luz de la linterna recorría ya las paredes semiquemadas de los ranchos de los hacheros y peones, y el sargento se metía, pistola en mano, entre los restos humeantes, pateando con rabia los trapos y enseres. En el tercero realizó el primer hallazgo; un cuerpo de bruces. El Silencioso le dio vuelta la cara.

– Está vivo… -afirmó, luego de examinarlo atentamente con la linterna-, pero borracho.

– Bien, arrástrelo hasta el techado… Yo sigo por aquí.

El siguiente descubrimiento también fue un hombre. Lo encontró guiándose por una queja ronca. El peón, un tipo rechoncho, barbudo, mal entrazado y feo como una pesadilla, se quejaba de una herida en la cabeza, según pudo comprobar el sargento.

– ¡Eh, vos! ¿Qué hiciste aquí? ¿Por dónde se fueron los otros?

– ¡Y qué sé yo!… La tierra es ancha… -respondió el herido, intentando ponerse de pie.

– Bueno, ¡andando, filósofo! ¿Cuántos dijiste que eran?

– Yo no dije nada.

El sargento se sulfuró:

– ¡Pues ya lo estas diciendo! La farra concluyó, ¿estamos? ¡Mírame!…

– ¡Ah, policía! Usted mande, patroncito… Unos veinte somos, pero no hicimos nada, ¡se lo juro!…

– No, si todos esos acuchillados se cortaron jugando -atajó el sargento-. ¡Cuidado, amiguito! Avance hasta donde lo abarque mi linterna o lo tumbo…

En el techado donde Jorgelina había por unos días oficiado de ama de casa para Videla y su gente, se reunieron al rato los hombres de la patrulla y sus prisioneros. Los sujetaron a un poste. El herido no se quejaba y el borracho por momentos rezongaba, maldecía, parecía despertarse y luego volvía a amodorrarse, profiriendo palabrotas cada vez que la luz de la linterna le recorría el rostro.

– Está bien así -aprobó el sargento-; y ahora escuchen…

En ese instante el gendarme Araujo dio un salto hacia el bosque, y a la carrera hizo un disparo contra las sombras.

– ¡Oiga! -gritó el sargento-. ¿Por qué tira?

– ¡Lo vi…, lo vi!… -explicó excitado Araujo, volviendo con el arma en la mano-. Pasó entre los árboles y se escurrió como un bicho…

– Pero, ¿a quién?… ¿Qué vio?

– Un hombre…, al menos eso me pareció. Una cosa enana y arrugada. Por un momento la luz de la linterna le rozó la cara… ¡en seguida desapareció!

– Venga acá; nadie debe moverse del grupo. Parecen andar locos sueltos esta noche y no quiero que se contagien… Usted, use el fogón, queme unos troncos y haga un poco de mate con agua de la caramañola… Vamos a descansar hasta que amanezca. ¡Ah!… Escuche, Araujo: alguien tiene que vigilar a esta gente, así que mañana usted se quedará aquí… No, no me interrumpa; se quedará lo mismo. La primera guardia es suya y hasta que aguante…

El Siútico desconocía los límites del mallín, a pesar de que en el pueblo había sabido de su existencia. Casi al mismo tiempo que el coronel escapaba de la cabaña con María y Jorgelina, él hundía sus pies en la ciénaga, y allí cayó y se levantó cien veces, sorteando todos los obstáculos, animado por su fantástica necesidad de humillar la altivez de Montoya. Reiterando, sin sospecharlo, la travesía de aquél con las muchachas, avanzó paso a paso sin sentir la oscuridad ni la lluvia que lo cubrían y sin que ni por un segundo titubeara su desatinada voluntad.

Atravesó el incendio y soportó la lluvia, estremeciéndose con ramalazos de fiebre, siempre guiado por su instinto o su destino ligado al del hombre cuya aniquilación o exaltación constituía la meta de su atormentada y rencorosa pasión. No podían detenerlo el temor de la noche ni de lo desconocido y ni siquiera el espectáculo del campamento destruido debilitaron su determinación. Por azar dio primero con la cabaña del coronel y algunos objetos debieron resultarle familiares y lo afirmaron en su búsqueda. Para el Siútico aquello no era, en realidad, una búsqueda, sino el partir hacia un encuentro que debía acontecer en algún punto impreciso, pero inevitable. Entonces se resolverían todas las dudas y las cosas volverían al orden natural, y Marta de Montoya descansaría en paz. Sólo entonces él habría alcanzado el centro de la razón; él alcanzaría sólo entonces su lucidez y ascendería a regiones donde no existen la violencia y sería amado, porque, aunque nadie lo creyera posible, él poseía un alma sedienta también de un poco de amor, y el amor le había sido negado y, en cambio, al otro, que pagaba tanto amor con vejaciones, le habían sido concedidos los dones del honor, la riqueza, la insultante prepotencia de la fuerza y aquella animal atracción por la cual las mujeres se estremecían y los hombres de cualquier lugar se doblegaban ante él como muñecos…

Entonces fue cuando cruzó cerca de la casa destruida de Videla y, en la oscuridad, casi tropezó con los gendarmes. Los gendarmes, eventualmente, y por lo mismo que cruzaban a ciegas por el territorio de su destino, podrían convertirse en una barrera infranqueable. Debía alejarse de ellos porque su misión excluía a los extraños. Se perdió en la nocturna soledad en busca de Montoya.

Conmovido por el sorprendente suceso, el gendarme Araujo se imaginaba convertido de improviso en el personaje central de una aventura fabulosa y terrible. Se veía ya interrogado, asaltado por la curiosidad de las gentes del pueblo, acuciados por el morboso interés que despiertan las catástrofes y los crímenes inexplicables… ¿Qué odio había armado las manos de los asesinos? (No se le cruzó el pensamiento de «un» asesino.) ¿Por qué yacían allí, amontonados en la pira funeraria y desordenada, como si los hubieran convocado a una ceremonia siniestra y mortal?

Pero estaba solo, guardando aquellos hombres torvos, enmudecidos por cálculo o estolidez y sintiendo la cercana presencia de los muertos y los pensamientos sombríos iban poco a poco amenguando su euforia. El agua que resbalaba sobre su capa formaba pequeños charcos alrededor de sus pies y él se esforzaba en permanecer inmóvil, acuclillado, formándose un ámbito protector, totalmente suyo e intransferible, animado por el calor de su cuerpo vivo, ¡viviente! Mientras permaneciera quieto podría sentirse seguro, protegido contra las trampas de su imaginación. Se adormiló o creyó que el sueño lo vencía y entonces, sin ningún motivo consciente, se puso a pensar en «La invención de Morel», la última novela leída en las dilatadas noches de guardia. Quizá para sustituir una realidad atroz por una ficción deleitosa y fatal, se sumergió en las desventuras del náufrago en la isla caliginosa. Al poco rato su imaginación lo había transportado a otra isla paralela, pero de hielo y desolación absolutos. Por eso su soledad era mayor y más auténtica. En aquélla, ubicada en un trópico indefinido, acompañaban al hombre sus remordimientos, las miasmas, el rumor del mar y, en última instancia, seres indudables, aunque increíbles. En cambio, el gendarme Araujo se representaba a sí mismo solitario y puro, como un centro sobre un blanco de veinticuatro zonas; cada círculo lo alejaba más todavía de la periferia de su isla. Y lo horrible residía en la inmutabilidad -casi eternidad-, del silencio y de las cosas. El frío no exaspera: amortaja; y él lo sentía subir lentamente por las venas como si éstas fueran tubos de vidrio y la sangre el mercurio en ellos contenido.