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Tal vez no soñaba nada; tal vez asistía al fenómeno de consignas irrevocables que él debía cumplir en la soledad.

Abandonó la isla con su trópico y sus máquinas del tiempo inmóvil y creyó ser un déspota que amaba la belleza absoluta y odiaba la sensualidad y la sexualidad (siempre solitario y puro). Sin embargo, el mundo del tirano era también una isla poblada de tigres y hombres sañudos y hostiles. Los hombres, sus enemigos, como altos colihues restringían el horizonte. Había que destruirlos, poco a poco, para que no notaran el vacío gradual. Ahí residía la dificultad: las almas jamás se exteriorizan ni ocupan un espacio determinado; en cambio, los cuerpos insisten en permanecer. Uno puede matar la vida que los anima, aplastarlos, triturarlos, pero igual seguirán, sustituyéndose unos a otros tenazmente. Siempre queda algo de ellos: un rectángulo de tierra verde y húmeda, una flor nutrida por cadáveres, o quizás algunas frases inmortales que estorban a la grandeza de los tiranos. Los cuerpos, los malditos restos de los muertos, no desaparecen nunca y hieden hasta en los infinitos universos helados y hasta en los multiplicados bosques… Se amontonan en ennegrecidas cabañas.

Tosió, tuvo frío; sintió que la frialdad de los riñones y la postura forzada endurecía sus testículos y se irguió. La mañana aclaraba lentamente por entre la niebla. Los prisioneros protestaban de hambre.

Se dispuso a avivar el fuego, deseando que el sargento y el Silencioso no encontraran nada y regresaran pronto. Una urgencia fisiológica lo obligó a tirar todo y correr hasta un árbol cercano. Del estiércol de los caballos se alzaba un vapor azulino.

Los dos forajidos se acercaban. Los machetes, casi pegados a la pantorrilla, oscilaban levemente a cada paso que daban.

– Esas mujeres son nuestras -dijo uno.

– Ustedes están locos -les gritó el coronel, colocándose lentamente entre ellos y las muchachas-. Lo único que conseguirán es acabar en la cárcel… Ya cometieron bastantes barbaridades anoche; los gendarmes los andan buscando…, ¡allí están!… ¡Ahora, María, corran!

Sacó fuerzas a puro coraje, pues la enfermedad, el cansancio y el frío, habitaban todo su cuerpo como huéspedes decididos a permanecer. Se había arrollado una manta en el brazo izquierdo y en la diestra sostenía el machete arrebatado a Gerónimo. Los peones eran torpes y estaban poseídos por el desconcierto; pero igual se abalanzaron dispuestos a doblegarlo. Practicó una esgrima desesperada, sabiendo que si le acertaban un machetazo acabarían con su existencia. Un par de golpes cayeron sobre su brazo acolchado y doblado protegiendo la cara. Los aceros restallaron al chocarse con furia. Se sentía golpeado, pero él también golpeaba sin piedad, y por un instante la confianza le devolvió fuerzas desconocidas de hacía tiempo.

Con un grito ronco, uno de los asaltantes soltó el machete y se llevó las manos a la cara; el hachazo del coronel le había abierto la mejilla. Se vino al suelo como un saco y se retorció de dolor y miedo.

El otro cargó de nuevo, pero ahora la lucha era menos desigual. Montoya vislumbró la victoria entre las sombras que nublaban sus ojos y gritó para intimidar al peón. Su rugido se ahogó en seguida, porque el golpe del machete, de plano, casi había quebrado su hombro izquierdo. El brazo cayó a su costado, arrancándole un quejido sordo. El que gritaba ahora era el peón, mientras caía sobre él revoleando el machete para rematarlo. Lo recibió en el pecho y sintió la hoja del suyo hundirse en una masa blanda y fofa. Había vencido…

Como un gladiador en una arena desierta, veía desplomarse el cuerpo del otro oprimiéndose el vientre y gimiendo.

– ¡ Madre mía!…

Se doblegó, se hundió en el barro, se arrastró hasta las rocas cercanas, tocándose el pecho, incrédulo y asombrado al sentir la calidez pegajosa de la sangre entre los dedos. Alguien venía corriendo desde el bosque y lo contemplaba con ojos dilatados. La cara apergaminada del Siútico parecía asomarse a la boca de un pozo neblinoso. En el fondo yacía él.

– ¡Al fin vos…! -'murmuró Montoya-. No querías perderte el último acto, ¿verdad?

– Hay que ajustar una cuenta vieja, mi coronel, muchas cuentas viejas…, antes que sea tarde…

Si María González hubiera vuelto la cabeza habría retrocedido para morir al lado de Luciano; pero cuando lo hizo, los declives del terreno se interpusieron y no vio. Apremiada por Jorgelina volvió a correr, ascendiendo fatigosamente entre las piedras y los árboles achaparrados. Volvieron a ver a los jinetes perfilados en una lomada y gritaron con todas las fuerzas de sus gargantas. El eco prolongó el llamado y les devolvió la voz fragmentada y anhelante. Los jinetes se detuvieron un momento y luego galoparon hacia ellas, viéndolas levantar los brazos como marionetas a punto de derrumbarse.

Montoya respiraba con esfuerzo. Veía el rostro repulsivo del Siútico, sus arrugas de cuero viejo, sus ojillos malignos, hundidos en las cuencas penumbrosas. Contemplaba la boca de labios carnosos y crueles, ligeramente entreabiertos, mostrando algunos dientes amarillentos y afilados. Los pómulos salientes, las mejillas enjutas. El rostro luminosamente ensombrecido, transmitía una ambigua sugestión hipnótica.

«Dicen que en el instante de la muerte es posible recordar todo el pasado; ver todos los rostros, revivir la existencia gastada -pensó el coronel-. Pero yo sólo veo esta cara horrenda.»

– No sirve para nosotros escapar, ¡eh, señor!; he vuelto y usted no pudo tampoco ir muy lejos… -dijo el Siútico-. Me atrevo a pronosticar que no irá más a ninguna parte… Sin embargo, tuve que correrle a la muerte… Se la huele por todas partes aquí… ¿Sufre? ¡Imagínese cuánto sufriría aquella pobrecita!…

Montoya quería revestirse de dignidad. Se sabía a merced del ex asistente, y el viejo orgullo se imponía en él; pero el dolor y la debilidad lo consumían.

– ¡Miserable!… Me ves agonizante y sigues babeando tus agravios…, ¡bestia infernal!…, hace tiempo debí aplastarte como a una araña maligna… Ahora déjame al menos morir en paz, engendro del diablo… Nada importa ya lo que digas…

Suquía se inclinó aún más sobre él. La voz de Montoya desfallecía por momentos.

– Claro que importa…, y no mezcle al diablo en sus negocios, coronel. El diablo es justo… Son su conciencia y su soberbia las que serán aplastadas: yo lo haré y no dejaré de usted nada para rescatar su memoria. Su estirpe es funesta y debe morir…

– ¿Por qué, por qué?

– ¡Todavía pretende ignorarlo! Ese ha sido el cáncer que nos corroe a los dos… Porque los dos sabemos la verdad y si usted tiene miedo de admitirla, yo se la diré, se lo aseguro; así el infierno lo acompañará adonde se encamina. Es bueno que pague por lo que les hizo a su hijo y a su mujer… Todas las humillaciones, los vejámenes y su soberbia irán confundidos, porque yo, el Siútico, lo arrastré a morir aquí, sufriendo como ellos sufrieron… Yo cargué durante mucho tiempo todo lo sucio de su vida, asumí toda la basura de su gloria…, ¡quédese con ella, no la soporto más! ¡El gran señor! ¡El poderoso patrón! Usted fue solamente un crápula con mucha plata. Un tipo vicioso que se creía con derecho para aplastar a cualquiera. Era muy cómodo meterse en un rancho y acostarse con una mocita, mientras yo, el hermano, tenía que callar el ultraje y esconder mi miedo y mi rabia, porque el padre de usted era el dueño del campo, de las ovejas…, de todo. Entonces comencé a odiarlo a usted y a su heredado poderío; a su prepotencia humillante. Después volví a estar junto al señor; ahora era el sirviente, el alcahuete que limpiaba sus botas y lavaba sus camisas. Las ropas que olían a hembras y a perfumes exquisitos… Yo quería a la señora, ¿entiende?… Ella era buena y no me miraba con desprecio y, en cambio, usted me usaba como si fuera un muñeco… Pero no todo pudo manejarlo, coronel, no todo…