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Montoya intentó levantar la cabeza. Cada vez que era condenado quería estar de pie. Pero no pudo. A su alrededor flotaba una niebla grisácea y los párpados le pesaban como si hubiese velado durante noches interminables. Apenas si entendía el sentido de las palabras de Artemio Suquía. Pero, en cambio, percibía el odio encerrado en aquella letanía de agravios.

– No sé lo que hice entonces -murmuró débilmente-; pero es absurdo…, ¿porqué me secundaste, entonces?

– ¡Inmundo borracho! -aulló el Siútico histéricamente-: ¡los amaba!, ¿comprende? Y soñaba con vengarlos; soñaba sin cesar con aplastar tanta fuerza… Mientras tanto, todas las ventajas eran suyas; en medio del desorden y el escándalo, usted levantaba orgulloso la cabeza, desafiando con intemperancia la mansedumbre de los débiles como yo y tantos otros…

»Fue una madrugada, ¿recuerda? Todavía le duraba la borrachera anterior; usted reclamaba la presencia de Raulito. Quería llevárselo a Palermo, a cabalgar. ¡Cabalgar en la mañana húmeda y fría, guiado por un loco! ¡Pero si el infeliz temblaba hasta cuando escuchaba el sonido de sus pasos!

»Yo alivié el miedo del niño: lo precipité por aquella enorme escalera. En la penumbra rebotó sobre los escalones alfombrados con sus imprecaciones… Y con él rodó un mundo de vergüenza; y rodó mi odio por lo que me obligaba a consumar. Después lo enredé con declaraciones favorables ante el juez y reticencias ante sus indagaciones. Y su mente confundida terminó admitiendo la culpabilidad de la madre… Sí, usted terminó creyendo que ella lo había tirado a sus pies por despecho… Usted no cometió los crímenes, pero los había inspirado, y ya era culpable…

Un estremecimiento recorrió el cuerpo maltrecho de Montoya: «Es una pesadilla», pensaba. Pero la cara de Suquía se pegaba a la de él. Sentía su aliento ácido y el olor de la transpiración fluyendo del cuerpo desmedrado del Siútico, y la sensación de vacío y desesperanza secaba su garganta, ahogándolo. El martirio continuaba.

– ¡Cómo se ensañó entonces con la señora! Ella era ahora la víctima más a mano y las sospechas que yo alimentaba en usted servían admirablemente para su encono; en cambio, yo tenía un doble motivo para odiarlo: por lo que usted hacía y por lo que yo me obligaba a cometer para precipitar y apurar su derrota. Asistir al sufrimiento de la señora me era insoportable, pero ya no podía retroceder. Luego ella acortó sus grises días y usted, ebrio y aturdido, creyó ser el responsable. Fui testigo; sí, señor coronel, «yo sabía la verdad»…

«Volví a declarar… Por segunda vez el sirviente defendía a su amo, y otra vez dije "una" verdad, pero después deslicé en sus oídos discretas alusiones a mi fidelidad cómplice y envenené su existencia, atribuyendo a su embriaguez el crimen no denunciado… La duda destruye a los colosos… Usted no la había precipitado al vacío, pero, ¿acaso no lo había hecho antes una y mil veces con su vergonzosa conducta? La había herido con saña minuto a minuto, lastimando su dignidad, ensuciando su limpia vida. Con su muerte, el orden se desplomaba, el caos nos arrastraba por un canal infinito.

La vida se escapaba por las heridas de Montoya; a cada latido de su corazón, a cada acceso de tos, un flujo de sangre empapaba sus ropas, dibujándole un gran medallón rojizo. Un tábano zumbaba formando círculos frente a la cara de los dos hombres y el coronel luchaba para mantener levantados los párpados que parecían pesarle como piedras. El tábano rayaba el aire, mientras otros más, atraídos por el olor de la sangre, caían sobre los cuerpos del peón que agonizaba con la cara zanjada hasta el hueso y el del muerto. Un cielo plomizo aplastaba la bóveda contra los declives de las montañas que se esfumaban entre vapores de niebla azulina.

– ¡Marta, perdóname!… -musitó Montoya.

– ¿Qué, qué dice? -interrogó el Siútico-. Ella ya no puede oírlo… No oye a nadie.

Por la ladera se agrandaban las siluetas de los gendarmes. Algo gritaban, pero el Siútico estaba enclaustrado en su locura y nada lo distraía. Espiaba la agonía de su amo. Ahora que ya nada quedaba por decir se enardecía ante la insensibilidad del coronel. La venganza se amenguaba, se diluía, porque aquel cuerpo inerte no podía ya escucharlo. No tenía derecho a morirse sin sufrir todas sus revelaciones. El había soñado con desconcertarlo o enfurecerlo; con que hiciera algo terrible o vergonzoso, pero la extrema debilidad del coronel, la proximidad de la muerte, lo sumían en una pasiva resignación y, de una manera muy particular, le quitaba a su designio el bárbaro placer imaginado largamente en la soledad de su árido universo. La idea lo exaltó. Le invadió una rabia desconocida en él. A su fría y razonada locura le sucedía una desesperación demoníaca, como si una oleada caliente irrumpiese en los helados cauces de sus venas. Asiendo la cabeza del coronel por los cabellos revueltos, lo obligó a mostrar los ojos. Si no hubiera estado poseído por el odio (un odio irredimible), hubiera comprobado que la muerte ya descendía sobre aquel rostro demudado.

– Tardas demasiado en morirte, mi coronel; lo que tengo que hacer no espera… -dijo al fin, como si pidiera perdón-. Todo ha sido dicho; ahora sólo importa tu exterminación.

Montoya no podía defenderse. Sentía los dedos del loco cerrarse sobre su garganta y una gran pena lo invadió, mientras amargamente pensaba: «Es una triste manera de partir».

Las fuerzas lo fueron abandonando, una oleada roja parecía quemarle el cerebro y sentía en la boca un gusto amargo de hierbas venenosas.

Una bala disparada por el sargento silbó por encima de la cabeza del justiciero, pero no aflojó la presión hasta que el Silencioso, saltando sobre él casi desde el caballo, lo rechazó violentamente. Artemio Suquia se replegó sobre sí mismo; su cuerpo pareció fundirse, momificarse, y ya para siempre, con espantosa fijeza, adquirir la inanimada condición de la piedra. La locura lo paralizaba.

– ¡Por mil demonios! -gritó el sargento-. Estamos rodeados de asesinos y locos. A este murciélago lo conozco del pueblo y nunca me pareció en sus cabales… Siempre husmeando con su fúnebre aire disipado…

El Silencioso, cuyo proverbial mutismo alcanzaba límites antológicos, permanecía mudo, pero ahora de puro asombro. Pálido, ensombrecido, apretaba los labios y callaba, mientras el sargento se apartaba empujando al asesino hasta un tronco de lenga dispuesto a atarlo como a un fardo al menor amago de resistencia.

«Esta bestia es capaz de empezar de nuevo», murmuró, mirando receloso el horrible rostro de Suquía.

Agitadas por la carrera cuesta abajo, María y Jorgelina se acercaban. María cayó de rodillas al lado del cuerpo de Montoya.

– ¡Luciano… Luciano, no me dejes, por Dios!

Trató de apartar las manos del coronel, que se oprimía el pecho. Se apretó contra él, besando las mejillas frías, donde el barro y la sangre manchaban la barba rubia, confiriendo a su rostro una extraña apariencia de máscara. El murmuraba con un hilo de voz palabras entrecortadas.

– No sé nada, no entiendo nada; todo es confuso: la vida y la muerte son la misma cosa de la mano de la locura, o todo es un sueño repetido, y somos sombras de algo que ya sucedió… pero viene la paz… la siento acercarse…

La voz de Montoya se extinguía, y María luchaba con la flaqueza de su oído; intentaba recoger aquella herencia de sonidos casi inaudibles.

Entonces, lentamente, Montoya abrió los ojos y miró al cielo, y el cielo estaba oscuro.

Oscuro como una lámina de acero pavonado.

«Si pudiera alzar la mano, lo tocaría», pensó.