Pero el cielo imaginado era la última transparencia de sus pupilas cegadas por la muerte.
– María -musitó-: ¿quién cuidará de ti ahora?… ¿Estás ahí?…
Volteó la cabeza y cerró los ojos. La niebla, como una mortaja de helada humedad gelatinosa cayó sobre su piel.
El sargento venía hacia ellos a grandes zancadas, haciendo crujir las piedras menudas bajo las claveteadas suelas de sus zapatos de montaña.
– ¡Otro más…, todavía otro más! Y éste… ¿cómo se llama; quién era?
María levantó el rostro moreno bañado por lágrimas silenciosas. Abrió las manos con desolada pesadumbre e incredulidad.
– ¿Era? -repitió, enajenada-. Desde hoy, y para siempre, él es solamente Montoya.
«…Y a la diestra de la Mujer estaba el Hombre… Y por todas partes les acechaban peligros y tentaciones…»