Выбрать главу

Contó cuatro focos de luz en otras tantas esquinas de la desierta calle-ruta; otra claridad frente a la guardia de gendarmería y otra más delante del hotel del yugoslavo; allí se detuvo y al instante el Siútico se estiró, parpadeó y todas las arrugas de su cara corrieron a ocupar el sitio acostumbrado.

No esperaban que nadie los recibiera y ellos lo sabían. Atrás, desde la puerta de la guardia, un gendarme salió a contemplar el paso del vehículo, lo estuvo observando hasta que se detuvo, y silbando a su perro se metió de nuevo en el local. El sargento lo interrogó con la mirada.

– Me parece que es la Dodge del coronel Montoya, el de la estancia de Las Heras -informó el gendarme.

– ¿Siguió de largo? -volvió a preguntar el sargento.

– No. Paró en lo de Borojovich…

– Entonces no ha de ser el coronel sino su administrador… El se aloja siempre en el Covadonga.

Bueno, sea quien sea, ¿qué andará haciendo de madrugada? -murmuró el sargento-. En fin, mañana informaré al comandante.

El mate cambió de mano. El farol a querosene ronroneaba suavemente y la estufa resplandecía con su boca de fuego al rojo. Era la hora en que el sueño pesa como una lápida sobre los ojos cansados. Cerca del cementerio un perro desafiaba al silencio con nerviosos y entrecortados ladridos.

El coronel y su contrafigura estaban parados frente al hospedaje. La pared blanqueada imitaba a una áspera pantalla cinematográfica.

En el centro de la pantalla, proyectado por una máquina que había detenido su marcha y olvidado la imagen, un gran cartel color crema mostraba un rostro sonriente, a cuyo pie se leía con grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador». En verdad sólo él velaba sin fatigarse.

Pero el coronel Montoya pasó sin advertirlo y se metió en la pieza preparada siempre para los viajeros rezagados.

En el invierno patagónico la mañana tarda en desperezarse, se va estirando muy lentamente; desde el lejano Atlántico empuja sin prisa y sin pausa a las estrellas rezagadas; se deja acariciar perezosamente por la niebla de los cañadones; engaña a la nieve y al viento; desvanece los flotantes copos de fino algodón abandonados en el océano celeste, y cuando ya nadie la espera se cuela cautelosamente entre los rebaños, engancha jirones de su luz entre las orejas temblorosas de los guanacos, platea las largas y desfallecidas plumas de los avestruces que recorren las mesetas, inunda al impasible peón de los primeros puestos y juguetonamente, como una mariposa tonta, se queda prendida en los cerros de la cordillera, sin que la nieve se deje intimidar por su presencia.

A esta hora, Mario Borojovich pasaba el trapo al mostrador de estaño, su conspicuo rival del Covadonga daba indicaciones a «su cocinero», y el sargento Funes rendía el informe de la noche a su comandante; allá por el Este, el indio José Uántkl, el «desmemoriado», repetía el invariable arreo de sus ovejas, y más al Sur, Elisa, exasperada, se estiraba en un lecho cuyas sábanas no habían sentido el cuerpo de ningún hombre, ni siquiera el del Agrónomo, cuya borrachera le había hecho perder el viaje del Diessel desde Colonia Sarmiento a Comodoro.

Pero el coronel Montoya ya había partido sin siquiera saludar al gran cartel de la pared… El rostro sin ojeras del retrato saludaba, en cambio, alegremente a la mañana naciente…

En el conciso ámbito de la cabina de la camioneta, que a esa hora costeaba la figura de huevo semienterrado de la Loma Negra, rumbo al Alto Río Mayo, los dos hombres recreaban con el pensamiento dos universos irreconciliables.

«Esa madrugada, Raulito se encontraba junto a la señora, los dos detenidos allá arriba, en el alto rellano de la escalera; el niño estaba muy cansado, sufría sin conocer la causa. Casi no había dormido aquella terrible noche. La noche atormentada por los gritos del coronel; abrumada por sus insultos feroces. Primero fue en el dormitorio de los señores; donde sólo se escuchaba su voz sorda, mordiente como el ácido. ¿Cómo pudo atreverse a regresar a medianoche con aquellas dos rameras? ¿Y cómo pudo hacerlo trayendo con él al niño? Irrumpieron en la casa entre carcajadas nerviosas… Yo los vi llegar y les quité al niño, pero no pude evitar que la señora apareciese para presenciar la escena. Las otras se quedaron inmóviles al verla. Yo veía el escote de una rubia y sus senos lechosos donde ardía un medallón incrustado con rubíes color sangre. Y fue como si hubiesen realmente quedado desnudas a la luz cegadora de un juez infinito. Después se atropellaron al escapar, riendo para ocultar su confusión, mientras el coronel Montoya comenzó a proferir palabras espantosas…»

«En consecuencia, este Tribunal de Honor…

»¿Qué hará usted ahora, mi coronel?…,

«¡Marta, Marta! Flotaste a mi alrededor entre el silencio y las plegarias; no valía la pena tu martirio. Yo no necesitaba ni quería ser salvado; buscaba una salida y tu piedad cerró la única posible. ¿Qué clase de amor fue el tuyo?

«Ahora todo está consumado. No volveré atrás. Ni casa, ni campos, ni país, nada me pertenece, ¿comprendes? Nada puede construirse sobre tantas ruinas, degradación y muerte sin sentido…»

«Pero el coronel Montoya necesitaba algo más que una noche enloquecida para agotarse. Se empeñó en llevarse a Raulito a la cabalgata de Palermo; había dado su palabra -dijo-. Por eso con la primera claridad de la madrugada, ordenó al niño alistarse, y allí estaba el infeliz, trémulo de frío, sueño y miedo. Se negaba a descender las escaleras a pesar de los ruegos de la señora.

«Entonces el coronel comenzó a apostrofarlo prolijamente, eligiendo los vocablos que denigran a los hombres y que Raulito oyó casi desde antes del piar de los pájaros.

»Y allí estaban, Raulito tembloroso, la señora crucificada y el coronel maldiciendo… y yo, señora; yo que…

»E1 niño rodó al fin sin un grito. La orden fue cumplida. Cayó a los pies de su padre como un pájaro. Muerto.»

Habían pasado por Centro Río Mayo sin detenerse. El coronel Montoya ya conocía cada recodo de la «picada» y la Dodge giraba y ascendía dócilmente bajo su mano segura. Antes del mediodía llegaban a Alto Río Mayo. Dos o tres casas adosadas a los cerros.

Frente a la consabida posada de los camioneros, unos paisanos contemplaban en un gran cartel color crema, un rostro sonriente, a cuyo pie se leía en grandes letras negras: «Coronel Perón, el Primer Trabajador».

Allí devoraron una sopa caliente, donde flotaban grumos de grasa de capón, el capón guisado y un trozo de queso, tan seco y duro como el pan que acompañara a la comida. El vino era áspero, el café agrio, pero el whisky igualó en la garganta del coronel todos los sabores.

Había nieve en los faldeos. Una nieve sucia, primeriza, todavía fácilmente desleída por el tibio calor del sol. Chorreaba entre las piedras, originando pequeños hilos de agua helada que la tierra absorbía sin dificultad. Los montes de lengas y ñires se sucedían ahora más inmediatos entre sí. La frontera estaba próxima. Atrás quedaba ya el valle del

Yolk-kaik, donde nace el viento mortificador de la carne. En los frecuentes «mallines» afloraban el neneo y los junquillos y acaso, protegidas por piedras cóncavas, excavadas por los torrentes del verano, elevaban la gracia de su color, la traul-traul sus amarillos carnosos y afelpados, el puel-neneo sus campanillas rojas y, todavía más solitaria, la picumpellen sus tres pétalos solferinos. Paredes de piedra desgarrada verticalmente amurallaban el camino, cada vez más sinuoso y descuidado.